Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

miércoles, enero 15

Poder como complejo de Dios

La naturaleza del poder es el egoísmo, cuya razón de ser es la búsqueda y conservación de su propio mando. Se trata de un mando que existe por y para sí mismo y que, a su vez, se establece como la causa de grandes formaciones sociales como los Estados. De este modo no es la sociabilidad humana la que explica la aparición de esta institución, como tampoco la disposición de una inmensa mayoría a obedecer. Más bien su aparición y desarrollo histórico se debe a la existencia de una minoría con la voluntad de mandar y de hacerse obedecer.[1] Las diversas explicaciones sobre las causas de esa voluntad dominadora ponen el acento sobre diferentes factores, pero en cualquier caso remiten en última instancia a una misma actitud frente al mundo de esas individualidades dominadoras que puede resumirse en un complejo de Dios.
La búsqueda por asegurar la propia existencia ha hecho de la satisfacción de las necesidades vitales el principal impulso de la historia. En términos generales existen dos formas opuestas de hacerse con los medios para satisfacer dichas necesidades: a través del robo y de la apropiación por la fuerza del trabajo ajeno, y por medio del trabajo propio y de su intercambio por el trabajo de otros.[2] Así es como la lucha por la vida que impone la naturaleza llega a desarrollar en ocasiones el deseo, e incluso la necesidad, de mandar sobre otros y someterlos a explotación. Todo esto denota en gran medida el principio de supremacía del más fuerte que también se encuentra presente en otras especies, donde se establece un guía y conductor del grupo como resultado de la lucha entre diferentes rivales. El complejo de superioridad explica en parte el comportamiento y la sicología de aquellos individuos que pretenden el poder, quienes se creen mejores o mejor dotados para ejercer su dominio sobre los demás y que en ocasiones reciben dicho reconocimiento.

A lo anterior hay que añadir los factores biológicos y sicológicos propios de la evolución humana sobre los que se asienta el instinto de dominación, y que en unas condiciones favorables logra desarrollarse con éxito. Tanto es así que el principio del mando ha llegado a considerarse un rasgo de la naturaleza humana sobre el que Bakunin señaló lo siguiente: “De manera fatal, ese principio maldito se manifiesta como un instinto natural, en todos los hombres, sin exceptuar a los mejores. Todos llevamos el germen dentro de nosotros; y como sabemos, por una ley fundamental de la vida, todo germen tiende necesariamente a desarrollarse y a crecer, a poco que encuentre en su medio las condiciones favorables a su desarrollo”.[3]

Asimismo, las propias circunstancias del medio han obligado al ser humano a luchar contra factores amenazantes para su supervivencia, lo que ha dado lugar al desarrollo de la técnica, entendida como forma de manejarse en su lucha contra la naturaleza,[4] para transformar y someter el mundo. En este sentido la explotación de los recursos naturales y su transformación, la alteración del medio natural junto a la creación del mundo maquinal han servido para originar un orden artificial con el que ejercer su poder de dirección, al mismo tiempo que todo ello ha impreso una necesaria tensión permanente para la preservación y desarrollo de dicho orden.[5]

El sentimiento de angustia y temor provocado por la dependencia respecto a un mundo desconocido y amenazante es el origen de la actitud racionalizadora que clasifica, organiza y cuantifica todo cuanto existe para poder establecer relaciones causales con las que conocer de antemano lo que va a suceder y, de esta manera, alcanzar un mayor control sobre el mundo. El desarrollo de la ciencia y de la técnica es la respuesta a esa angustia, y obedece a una voluntad de poder dirigida a la dominación del medio a través de su conocimiento con el propósito de poner fin a la incertidumbre y al temor que provoca. Si el psicoanálisis ha identificado la búsqueda del control de aquello que genera intranquilidad con una impotencia narcisista, esa tendencia llevaría a caer rápidamente en su extremo opuesto, en la identificación con la omnipotencia narcisista y consecuentemente con la sabiduría infinita de Dios.

La modernidad, como proceso histórico, se ha caracterizado por su tendencia hacia una creciente racionalización, a una expansión del conocimiento científico-técnico con el objetivo de alcanzar algún día el completo dominio de la naturaleza. Este conocimiento que no cesa de transformar el mundo no se preocupa de su propia relación con dicha transformación al no traspasar las fronteras de la racionalidad instrumental, aquella que sólo busca medios para fines prefijados. De esta forma la actividad racional abandonada a sí misma, al no estar al servicio de ninguna ética, sólo sirve como herramienta del poder para alimentar sus fantasías narcisistas de omnipotencia.

Las diferentes explicaciones acerca del origen de la voluntad de poder remiten a una misma actitud frente al mundo que puede resumirse en lo que Hans E. Richter denominó complejo de Dios.[6] Tras las ansias de dominación y sometimiento tanto de la naturaleza como de los demás seres humanos se esconde este complejo, pues quienes aspiran a ejercer el principio del mando aspiran también a desempeñar el papel de demiurgo que ordena y transforma, bajo diferentes pretextos que operan como elementos legitimadores, el mundo y la sociedad en su conjunto. Por  medio de la permanente y progresiva racionalización inherente al ejercicio del mando no sólo se persigue un mayor conocimiento que permita el completo dominio del mundo, sino que al mismo tiempo se trata de satisfacer, a través del autoengaño, una fantasía narcisista de omnipotencia que consiste en sustituir el poder de Dios por el poder del sujeto.
El complejo de Dios se acentúa con el ejercicio del poder al imponer a los demás la voluntad propia, lo que los convierte en instrumentos para alcanzar los grandes fines de quien detenta la autoridad. La sociedad gobernada pasa a ser una extensión del yo que transmite a diario sus propios impulsos a un cuerpo inmenso, de forma que moviliza en la lejanía ingentes y desconocidos recursos para el logro de sus objetivos. El propio poder alimenta la sensación de omnipotencia que contribuye a desarrollar un acrecentado sentimiento de megalomanía.

El poder como tal no duda en revestirse de cierto mesianismo al presentarse como omnipotente. Este rasgo se acentúa cuando la propia sociedad se lo atribuye en un contexto proteccionista en el que el poder cubre todas las necesidades básicas, y se convierte así en un aliado de las capas populares. Sin embargo, este rasgo es llevado al paroxismo cuando el complejo de Dios no sólo se limita al crecimiento del poder sino que termina identificándose explícitamente con Dios. Entonces, el poder no sólo se pone en el lugar de Dios sino que se hace Dios mismo.

En la a historia son numerosos los casos en los que el poder se ha arrogado un carácter divino, como pueden ser los faraones de Egipto y los emperadores romanos entre otros. El poder busca de esta manera la legitimidad que hace aceptables sus decisiones y su mando. En este sentido la divinización del poder sirve para conferirle un origen y carácter sobrenatural que lo haga incuestionable, que es lo que facilita la máxima obediencia de sus súbditos. Asimismo, y a diferencia de lo que pudiera pensarse, el proceso de secularización de la sociedad iniciado por la modernidad no impidió que en lo sucesivo se produjeran nuevas formas de divinización del poder. A finales del s. XVIII y sobre todo durante el s. XIX emergieron diferentes ideologías de carácter autoritario que hicieron del Estado el centro de la vida social, y que a la postre constituyeron religiones políticas que recreaban con un sentido y significado nuevo aspectos propios de las religiones del pasado.

Cuando la religión comenzó a ser un obstáculo para el crecimiento ilimitado del poder este recurrió a nuevas creaciones ideológicas para, al igual que ocurrió en el pasado con la religión, conseguir la obediencia de sus dominados y, sobre todo, su disposición a sacrificarse voluntariamente por el Estado. Este es el caso del nacionalismo,[7] pero igualmente el de todas aquellas ideologías que se erigieron en teorías omnicomprensivas y totalizantes que pasaron a organizar los conocimientos y la experiencia del sujeto. Este es el ejemplo del fascismo que desarrolló su propia mitología, rituales, simbología, etc., con los que aspiraba a desarrollar una experiencia total del mundo en la que el sujeto estuviese completamente integrado junto a los demás, de tal forma que quedase anulado como individualidad.[8]

Pero la carga irracionalista no sólo está presente en el fascismo sino también en ideologías que, como el marxismo, hacen del racionalismo un dogma políticamente orientado para articular la interpretación total de la realidad que debe asumir el sujeto en tanto que reflejo de la verdad objetiva que una vanguardia se ocupa de interpretar. Resulta significativa la existencia dentro del marxismo de la corriente filosófica representada por Lunacharsky, Bogdánov, Bazárov, Iushkévich, y por algún tiempo también Gorki, que aspiraban a unir el socialismo científico con la religión para crear un ateísmo religioso donde los objetos de adoración del socialista son la humanidad y el cosmos.[9] Los constructores de Dios, tal y como llegó a conocérseles, veían al marxismo, ante todo, como un sistema religioso que señala a la gente el camino hacia una nueva vida.[10] En este mismo sentido la corriente cosmista en el seno del bolchevismo que impregnó de milenarismo y mesianismo al proyecto totalitario soviético es, al menos en parte, un reflejo de esto en la medida en que hizo parcialmente suyas las categorías de bien y mal propias de la sociedad tradicional rusa.[11]

La necesidad de apoyarse en las creencias y valores imperantes en la sociedad para alcanzar su consentimiento no constituye otra cosa mas que un recurso dialéctico, y por tanto propagandístico, para conquistar el poder. Responde al ansia de dominación de quienes se presentan como realizadores del bien colectivo, lo que implícitamente remite a la primitiva idea de Dios como hacedor de ese mismo bien y por tanto como gran protector de la comunidad. Los grandes líderes dominadores se presentan de este modo y tratan de recrear y encarnar bajo una forma diferente los atributos que en épocas arcaicas le correspondían exclusivamente a la divinidad. El gran líder es quien sabe y por tanto quien está destinado a dirigir a la comunidad para realizar el bien común, para protegerla y garantizar su bienestar. Él es el gran depositario de la confianza colectiva y como tal el intérprete y artífice de los designios de la comunidad, es su conciencia viva a través de la que la propia comunidad expresa su voluntad. El líder sin ser Dios ocupa su lugar en tanto que mito, como gran unificador de las voluntades que conforman la comunidad. Todo esto lo hace incuestionable mientras ejerce su dominio ilimitado al no encontrar resistencia alguna, lo que sirve para alimentar aún más el complejo de Dios que anima su irrefrenable voluntad dominadora. Todo ello da lugar a una identificación directa entre las masas y el jefe supremo.

Así es como el afán de dominación, y por tanto el poder mismo, obedece a esa omnipotencia narcisista encarnada por el complejo de Dios. El complejo de quien necesariamente se cree mejor y superior al resto, y que para alcanzar una posición de poder se apoya en las creencias y valores que articulan a la sociedad para presentarse como una encarnación de las mismas, y por tanto como el artífice de la voluntad colectiva cuando en realidad únicamente le mueve su propio interés para satisfacer su voracidad dominadora.
 
Esteban Vidal

[1] Jouvenel, Bertrand de, Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento, Madrid, Unión Editorial, 2011, pp. 158-162
[2] Oppenheimer, Franz, The State, Canada, Black Rose Books, 2007, pp. 12-14
[3] Leval, Gastón, El Estado en la historia, Cali, Otra Vuelta de Tuerca, p. 40
[4] Spengler, Oswald, El hombre y la técnica y otros ensayos, Madrid, Espasa, 1967
[5] Díaz, Marino, El pensamiento social de Georges Sorel, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977
[6] Frank, Manfred, El Dios venidero, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994, pp. 52-59
[7] Ibarra, Pedro, Nacionalismo. Razón y pasión, Barcelona, Ariel, 2005
[8] Gentile, Emilio, Fascismo: Historia e interpretación, Madrid, Alianza, 2004
[9] Lunacharsky, Anatoly Vasilievich, Religión y socialismo, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1976
[10] Mark M. Rosental y Pavel F. Iudin, Diccionario de filosofía, Madrid, Akal, 1975
[11] Fernández Ortiz, Antonio, “El hombre, el cosmos, la ciencia y el bien: los aportes soviéticos de la ciencia soviética” en Utopías: nuestra bandera Nº 188, 2001, pp. 195-217

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