Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

lunes, febrero 10

El nuevo internacionalismo en lucha por la desmundialización


Se me pide reflexionar sobre los condicionantes que imponen los marcos estatales —¿las fronteras, los idiomas, la idiosincrasia nacional?— a la hora de construir relaciones a escala global. Una reflexión de ese tipo no puede efectuarse in abstracto, sino partiendo de una situación dada en un momento dado. Pongamos que estamos en Europa, en la actualidad, cuando sin pensarlo demasiado un movimiento social de características libertarias, originado en luchas locales, se plantea conectar con otros movimientos similares que discurren en otros Estados. Cabría pensar que el movimiento en cuestión debería estar lo suficientemente consolidado y esclarecido como para fijarse metas más ambiciosas, más allá del ámbito local en el que se hallaba circunscrito. Deduciríamos entonces que un proceso acumulativo de experiencias habría culminado y que el grado de desarrollo alcanzado permitiría la «globalización» del movimiento. Por consiguiente, la superación del marco estatal se daría necesariamente de dentro hacia afuera. Sin embargo, hay ejemplos históricos que demostrarían todo lo contrario. La Asociación Internacional de Trabajadores no se constituyó primero en espacios delimitados por el Estado. Un comité local convocó un congreso al que asistieron diversos delegados con diferentes niveles de representatividad; la idea cuajó y pronto se formaron organizaciones «regionales», celebrándose nuevos congresos. Los marcos estatales no fueron un obstáculo. Una atmósfera general se respiraba en los distintos escenarios sociales del mundo capitalista previos a la aparición de la AIT. Lo local era al mismo tiempo universal. La condición proletaria se extendía en todos los rincones del planeta de la misma manera, por lo que cualquier trabajador podía sentir las luchas geográficamente más alejadas como propias. Contrariamente a las luchas de la burguesía, que perseguían la constitución de estados nacionales, las luchas proletarias trascendían cualquier barrera estatal: eran internacionalistas por naturaleza. Es más, la Primera Internacional se consideraba portadora de los gérmenes de la sociedad futura. Dicha sociedad resultaría de la universalización de la organización de la Internacional. Solo que el puente entre la realidad y el futuro debería construirse, bien mediante la acción parlamentaria de fuertes partidos políticos, según la corriente marxista, o bien a través de «una colectividad revolucionaria poderosa pero siempre invisible que preparara la revolución y la dirigiera», de acuerdo con la corriente bakuninista.

Solamente teniendo en cuenta el estilo de vida uniforme, masificado y consumista impuesto por la actual mundialización capitalista, el urbanismo depredador, el dominio absoluto de la tecnología y el desarrollo extraordinario de los Estados, particularmente de sus mecanismos de control social, las posibilidades de que un movimiento social se extienda fuera del Estado que lo contiene son realmente mínimas. Incluso los de mayor repercusión son efímeros y dejan poco rastro en la conciencia. En las fases tardías del capitalismo la condición proletaria se ha generalizado a tal extremo que ya no constituye un signo diferencial sobre el que constituir una identidad de clase. La penetración del capital en la vida cotidiana lo impide. Entre tantos intereses particulares presentes y tanta sociabilidad disuelta, ningún interés general de clase llega a formularse. La atomización bajo el capitalismo, extremadamente favorecida por los planes de ordenación urbana, prohíbe la solidaridad, el apoyo mutuo o las relaciones fraternales que caracterizaban y gobernaban las comunidades proletarias de antaño. De hecho, es eminentemente antiasociativa. No obstante, los conflictos ocurren allá donde los embates de la economía — o las consecuencias indeseables de tales embates— encuentran resistencias en torno a las cuales puede perfilarse un matizado anticapitalismo. Nacen nuevos colectivos y movimientos sociales contra el patriarcado, el modo industrial de vida, la agricultura y alimentación industriales, el cambio climático, la polución del aire, tierras y aguas, el capitalismo verde, los desahucios, el precio de los alquileres, los bajos salarios, la explotación de los indocumentados, la multiplicación de autopistas, la urbanización desbocada, el turismo de masas, etc. Y las mismas luchas dan lugar a formas de sociabilidad ajenas a los valores mercantiles dominantes, si bien estamos lejos de «una nueva comunidad humana en el interior de la antigua, pero en conflicto con ella», con la que soñaban los internacionales.

La cuestión social, al desbordar el mundo del trabajo, se replantea de modo fragmentario, sin que ninguna crítica global consiga unificarla. Cualquier intento de proyectarla desde un congreso internacional se ha saldado siempre con un estrepitoso fracaso. La patética pobreza del resultado disuade a muchos de repetir la hazaña, pero siempre hay quienes se complacen con ese tipo de eventos. El fraccionamiento de la cuestión social se corresponde con una dispersión de teorías de componentes irracionales crecientes. Gracias a la filosofía posmoderna, y especialmente a la desvalorización de la memoria que ha comportado, el capitalismo ha ganado también la batalla en el terreno de las ideas. La autoformación militante ya se considera innecesaria; las ideas se reducen a propaganda. En el reino del olvido y la desmemoria las referencias al pasado son inútiles. Las del futuro, también. Las metas no importan, solo el presente cuenta. En esa tesitura, mencionar un porvenir sin Estado, basado en asociaciones voluntarias de comunidades libres y autónomas sonará extraterrestre. En unas condiciones materiales y personales en pugna con las ideológicas, es aconsejable el repliegue a lo local. Sin embargo, la voluntad de clarificación es solo un aspecto secundario de una retirada estratégica. La lucha anticapitalista es ante todo una lucha contra la globalización, una lucha por la desmundialización, lo que implica un regreso a la base. Lo local adquiere una importancia mayor que en otras épocas. El establecimiento de relaciones a nivel global partirá esta vez de la expansión y posterior confluencia de las experiencias locales.

Las luchas no son realmente anticapitalistas si no rechazan el estilo de vida consumista, tecnodependiente, individualista y periurbano, típico de la organización social dominante. Siendo el capitalismo omnipresente, el rechazo será abstracto, pero puede dejar de serlo y concretarse bastante a nivel local.

 Localmente, pueden construirse modos de vida societarios y autónomos al margen del capital, con mayor facilidad fuera de las aglomeraciones urbanas y las zonas residenciales, en el territorio, lo cual impulsa procesos ruralizadores cuya irradiación depende de su ejemplaridad y eficacia. La descolonización del espacio modelado por el mercado inmobiliario es obligatoria. Por otra parte, empieza a haber grupos de trabajadores parados que ocupan o alquilan terrenos para plantar huertos y organizan redes para distribuir sus productos, contrarrestando así la desmoralización que produce una ociosidad forzosa. Ese desplazamiento del eje de los conflictos desde el campo laboral a la defensa del territorio tiene consecuencias importantes. En el territorio es relativamente fácil que converjan colectivos diferentes con disposiciones a veces contrapuestas, pero capaces de encontrar puntos en común y establecer vínculos que les van a permitir salir airosos del choque con los intereses dominantes. La coordinación de las luchas prepara el terreno para la reaparición de una cuestión social unificada, reflejo de la incipiente autoconstrucción del sujeto anticapitalista, aquél que en el pasado llamaban «proletariado». Evidentemente, sus características definitorias serán otras más en consonancia con la potencialidad maligna de las nuevas tecnologías y el urbanismo de la dispersión, o, visto de otro ángulo, con la coyuntura histórica.  Excusamos decir que, hoy por hoy, los movimientos sociales tienden más a apagarse que a expandirse, con lo cual los encuentros de colectivos tienen poca continuidad y las tentativas de coordinación supraestatal, de ocurrir, no pasan de una primera etapa de contacto e intercambio de material. Veamos los motivos.

 Es fácil inclinarse a pensar en el efecto desmoralizador de la presencia visible de aventureros, chalados, curiosos, charlatanes y demás personajes tóxicos, es decir, en el «lumpen» de ahora como factor de desarticulación de las movidas sin jefes ni reglas, pero solo si nos atenemos a movimientos estáticos, valga la paradoja, del tipo de Occupy o del 15M, cuya finalidad no es otra que el relleno de su vacío existencial por vías emocionales. Pero otros factores desmovilizadores pesan más, como, por ejemplo, la heterogeneidad y la autolimitación. La variedad de elementos que concurren en los movimientos defensivos, principalmente el grupo de alcaldes, cargos electos y militantes de partidos, impregnado de mentalidad ciudadanista, impide la concreción de programas y estrategias demasiado radicales (recuérdese la fallida coordinación interestatal AntiTAV). La autocontención que se imponen la mayoría de conflictos territoriales los hacen apenas distinguibles de las protestas del estilo «no por mi patio trasero» (luchas contra las líneas de alta tensión, contra las centrales eólicas, contra los pisos turísticos…). Sin embargo, al factor más nocivo de todos, la digitalización, no se le ha prestado la debida atención. Al menos fuera de los reducidos círculos antidesarrollistas. Sin siquiera darnos cuenta, la actividad contestataria se ha virtualizado en gran parte, que es como decir que ha escapado a la realidad. La hiperconexión ha podido acelerar en un momento la afiliación y la promoción de manifestaciones, pero ha elevado al cubo tanto su volatilidad como su inocuidad. Sin una multiplicidad de relaciones directas, los compromisos son lábiles y la responsabilidad social se evapora con rapidez. Popularidad para hoy, vacuidad para mañana. Los mensajes se difunden y se olvidan a gran velocidad, sumergidos en un océano de información irrelevante. El espacio virtual, el apodado «ciberespacio», no es neutro, está diseñado para ganar dinero. Tiende a mantener el statu quo capitalista por más que sus creadores vayan afirmando lo opuesto, algo que se ha hecho patente con la rapidísima difusión de las redes sociales. Los movimientos sociales que recurren a ellas han de afrontar una auténtica avalancha de manipulaciones indiferentes a las improbables dificultades que puedan imponer los marcos estatales. Las nuevas generaciones han nacido con el móvil en la mano. Estamos en los comienzos de una cultura digital uniforme propulsada desde plataformas creadoras de identidades aberrantes y realidades paralelas. Dicha cultura es homogénea y universal, habla en todos los idiomas. En la última década las redes sociales han cambiado a peor la manera de pensar, comportarse y relacionarse de una gran mayoría de gente en todo el mundo. Han rematado en el tiempo la obra depredadora de la urbanización en el espacio. Para los usuarios, plenamente reconfigurados, la verdadera realidad es la que ellas trasmiten. No necesitan nada más. En muy poco tiempo, los medios de formación e información clásicos, libros, revistas, periódicos, conferencias y debates, se han vuelto raros, la ignorancia se propaga sin freno por whatsapp y la desinformación en forma de fake news campa a sus anchas. El poder de las redes de distorsionar la realidad, seudopolarizarla y forjar una mentalidad de turba, es aterrador. Los procesos cognitivos y morales de los individuos están siendo seriamente dañados, su personalidad, desestabilizada, y, mientras tanto, la vida cotidiana reaparece moldeada por los incentivos y normas impuestas por los algoritmos de la persuasión industrializada. Dada la gran velocidad con que se producen avances y nuevos descubrimientos (p.ej. la inteligencia artificial) la capacidad manipuladora de las plataformas digitales promete sobrepasar toda clase de limitaciones. Los mecanismos de la alienación y la psicopatía tienen un gran futuro por delante. Los conflictos reales no escapan a una virtualización trivializadora a medida que acceden a la publicidad, de la que es imposible huir. La cuestión social se transforma en cuestión existencial. Los movimientos sociales tienen pues en las redes a su gran enemigo, al mayor condicionante. El elevado grado de sectarismo y agresividad de determinados colectivos de ideología woke que en la actualidad dinamita los medios libertarios no es ajeno a las plataformas. Curiosamente, aquellos acostumbran a ponerse del lado de las nuevas tecnologías y en contra de las posiciones anti‐industriales. Tampoco lo es el protagonismo de pantalla o el prestigio ficticio de muchas figuras‐vedette. Por las razones expuestas, las relaciones a cualquier escala han de construirse desde el exterior. O al menos, mantener sus líneas de actuación y coordinación bien afuera. Sumergirse en la laboriosa tarea de tejer organización a través de contactos personales, reuniones, publicaciones en papel, asambleas presenciales y coordinadoras rotatorias. Salirse del capitalismo era una operación difícilmente practicable dentro de las conurbaciones metropolitanas. También es hoy tarea imposible sin salirse de las redes.

 

 Miquel Amorós
Historiador, teórico y militante anarquista

 

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