Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

sábado, noviembre 9

Seguid mirando a los árboles

 

Son solo columnas de madera que se ramifican en las alturas, que abren sus brazos donde nuestra mirada se queda corta. Nos interrumpen alguna vez el paseo, pero nos dan mucho más sin que nos demos cuenta. Aprendemos a esquivarlos como a elementos arquitectónicos (farolas, columnas, mástiles), pero dentro tienen vida. Nos regalan la magia de la naturaleza donde nos sentimos desconectados de ella, en nuestras ciudades, y un cobijo para la lluvia y el sol, y nos sobreviven sin que lo admiremos lo suficiente: están más cerca de la divinidad de lo que lo estamos los seres de carne.
 

Durante el verano, has ido con tu hija al parque a mirar los árboles, uno de sus pasatiempos antes de que las pantallas le arrebaten la atención. La ves levantar la cabeza, mirar a las ramas; sus ojitos de bebé se abren inmensos y permanece como extasiada mientras sus manos y pies tiemblan. Intentas mirar a través de sus ojos, un ejercicio de curiosidad y humildad supremas, pero solo ves árboles. Te preguntas: ¿qué mirará? Te esfuerzas por seguir la línea de sus pupilas hacia la cima del plátano que os regala sombra. ¿Qué mirará, qué estará mirando que nosotros los adultos ya no vemos, quizá algo que hemos invisibilizado, o perdido por el camino?

En el fondo, tú tampoco los miras. Haces lo que hacemos casi todos: caminamos deprisa por la ciudad, sin mirar hacia arriba, sin preguntarte de dónde viene esta sombra; esquivamos sus árboles, los damos por hecho. No advertimos su grandeza o sus sufrimientos, las marcas de sus luchas, las podas extremas que los dejan lisiados y enfermos por haber sido plantados demasiado cerca unos de otros. Algunas podas les reducen la vida en cientos de años, me cuenta un jardinero municipal. Cuando llueve, desesperados, tratan de florecer por sus muñones.

Los transeúntes permanecemos ignorantes a la masacre: el del árbol es un mundo de silencios. Por las calles, si nos fijamos, vemos sus cadáveres planos en los alcorques, arrancados en silencio para dejar sitio a terrazas, párquines o carreteras. Cuando una motosierra cercena un tronco, movida por la mano humana, queda en la herida su historia: cada uno de los círculos marca un año. Que nuestra breve existencia arranque al árbol la posibilidad de seguir la suya, mucho más larga, parece una aberración.
 

Los árboles no estuvieron siempre en nuestras ciudades. En el origen existieron solo en los espacios privados de los jardines árabes, los patios romanos, los monasterios medievales. Después, salieron al exterior a mezclarse con el paisaje urbano y conceder al paseante edenes y rincones y la silueta de los cipreses en los cementerios. Con la apertura de las murallas, las ciudades se expandieron y se motearon de verde y el arbolado se democratizó, y la era industrial y el hacinamiento nos lo dejó claro: los árboles tienen propiedades higiénicas y sanadoras, y surgió la Ciudad-jardín, y los modelos urbanísticos utópicos que entienden la naturaleza como un elemento medioambiental necesario, deseado, sin el que nos morimos de nostalgia.


Hoy, el coche ha dominado nuestras ciudades y exigido paso y pleitesía. Europa está lejos de la aberración de las “ciudades no caminables” norteamericanas, las autopistas construidas sobre ruinas de vecindarios mayormente negros. Sin embargo, a veces parecen querer arrastrarnos en dirección a esa distopía. En nuestras ciudades, los coches, parados el 90% del tiempo, ocupan casi el 70% del espacio público.


Igual que tu hija, mucha gente está levantando la cabeza para mirar (casi descubrir) los árboles. A darse cuenta de golpe de que siempre han estado ahí, regalándonos sombra y cobijo y absorbiendo dióxido de carbono; que nos hacen falta cuando la crisis climática se nos abalanza, cuando plantar árboles se ha demostrado una posible cura para los veranos que podrían matarnos.

En época estival extrañamos más su sombra; quizá por eso el verano pasado vio nacer algo fascinante: el despertar de un movimiento vecinal por la lucha medioambiental. En Madrid -una de las peores islas de calor del mundo- surgió en respuesta a la ampliación de una línea de metro, cuyas obras trajeron decisiones que amenazaron la arboleda y que algunos consideran innecesarias. La población madrileña se organizó, se manifestó y encadenó a los troncos, incluso trepó por sus ramas. Se salvaron 500 árboles. Ahora, el coche vuelve a ganarle espacio a la vida: cientos de ejemplares peligran por la construcción de una pista de Fórmula Uno y el contrato de aparcamiento subterráneo en la plaza de Santa Ana, que promete a la empresa que lo gestiona enormes beneficios. En el calor del verano, Ayuso ha propuesto cambiar la ley que protege al arbolado para que pueda ser talado a cambio de dinero y no de replantación. Otra zancada en dirección contraria a la ciencia.

Fuera de nuestras fronteras también han empezado a mirar a los árboles. En París impidieron un arboricidio para crear un jardín antes de los Juegos Olímpicos. En Berlín hubo protestas masivas donde Tesla taló más de 800 acres para construir una gigafábrica de coches. También en Bristol, Bombay, Malta, Vancouver, Sídney: gente que se enfrenta a los intereses de las grandes empresas para exigir ciudades habitables, sin más agenda que la ciencia.
 

Cuando acaba el verano y no necesitas su sombra, todos nos olvidamos de ellos. O quizá no. En el parque, tu hija sigue levantando la cabeza en su búsqueda, la boquita absorta, mirada fija de emoción. Tú aprendes de ella, del camino de sus ojos. Aprendes de las movilizaciones vecinales: cuando la conciencia se enciende, ya es difícil apagarla. Aunque acabe el verano, sigamos buscando las ramas altas, imaginando lo que hubo en los alcorques, la sombra que tendría esa avenida si le arrancáramos el asfalto. Aprendamos a mirar alrededor, darnos cuenta de dónde se posan nuestros pies, de que hay muchas formas de habitar y de diseñar nuestros espacios y que merecemos un lugar vivible, manoseada palabra: apto, aceptable, tolerable, admisible, óptimo, urgente, un espacio donde librar esta lucha contra el colapso y existir en paz y en todo el bienestar alcanzable. Una ciudad que se enfrente, con orgullo, a las lógicas que parecen ir en contra de la vida y de todas las vidas futuras. Una ciudad mejor para ti, para tu hija, para todos.

 

https://www.elsaltodiario.com 

No hay comentarios:

Publicar un comentario