“Es una pena que el hormigón no arda”. (Anónimo)
Se cumplen 200 años, en concreto el 21 de octubre de 1824, de la patente del cemento Portland. Joseph Aspdin, experimentando para mejorar la durabilidad y fortaleza del cemento (utilizado ya en la Antigua Grecia), descubrió una variante a la que nombró así por su semejanza con las rocas de la isla de Pórtland en el Reino Unido. Desde entonces hasta principios del siglo XX, las prestaciones de este material fueron mejorando. El hormigón, por ejemplo, en todas sus formas, es cemento mezclado con arena, gravilla y grava, y si en su interior se combina con estructuras de acero, hablamos entonces del hormigón armado.
El cemento es el material más consumido en el planeta después del agua. Es barato y presumiblemente seguro. Y en combinación con el acero ha permitido levantar nuestro hábitat actual: las ciudades, sus rascacielos y las urbanizaciones; las autopistas y los polígonos industriales; los puentes, la canalización de ríos y sus presas. Todo para una civilización que no se detiene. Si al inicio del siglo XX su producción era de unos pocos millones de toneladas, ahora hablamos de miles de millones de toneladas. Se calcula que, seguramente, el peso del total de cemento existente es mayor que el de la masa de carbono de toda la vegetación del planeta. Además, tras el petróleo y el gas, la industria del cemento y sus derivados es responsable de entre el 4 y el 8% de las emisiones mundiales de CO2.
No es extraño entonces que, como reza el título del libro de Anselm Jappe, podamos nombrar al hormigón como “el arma de construcción masiva del capitalismo”. Mientras se derrotaban otros sistemas económicos, mientras se reconfiguraban los marcos de pensamiento, en paralelo durante estos dos siglos, el cemento no se ha conformado con demoler otras formas arquitectónicas de construcción, ha sido la argamasa fundamental para distanciar a la modernidad de su relación con la tierra.
Cuando Bob Marley componía La jungla de hormigón, unos miles de kilómetros más al sur, los pueblos originarios brasileños, y activistas como Chico Mendes, amenazados precisamente por el avance de esta jungla, ponían en cuestión el término “ciudadanía”. Tanto porque esta palabra excluye a la humanidad que vive fuera de la ciudad, como porque las ciudades –que exigen más y más energía, más y más comida, más y más extractivismo de la floresta, bosques y selvas– son moradas que a base de cemento se han separado del resto de la naturaleza. Así que –lo leí en Futuro Ancestral de Ailton Krenak– propusieron reemplazar a la palabra ciudadanía por florestanía.
Las facilidades que el cemento otorgó a los poderes económicos para domesticar a la naturaleza, emanciparnos de ella y llevar a la humanidad supuestamente a una vida mejor, permitieron que en esta parte del planeta se diseñaran y construyeran pantanos. Pienso en el embalse de Riaño en el nordeste de León, cuyas obras se iniciaron en 1965 (dictadura) y acabaron en 1987 (democracia). Solo para levantar la presa que retendría el agua del río Esla, se utilizaron 245.000 metros cúbicos de hormigón. Por exigencia del progreso, en favor de la ciudadanía, el pantano dejó bajo sus aguas nueve pueblos: Anciles, Salio, Huelde, Éscaro, La Puerta, Burón, Pedrosa del Rey, Riaño y Vegacerneja. Y con ellos una forma, rural y campesina, de habitar el mundo, con “siglos de autosuficiencia”, como canta Guille Jové en su jota para Riaño, una autonomía que el capitalismo necesitaba erradicar. Cito a Jeromo Aguado, pastor de ovejas en Palencia: “Si el capitalismo no hubiera visto en el campesinado un potencial enemigo, se hubiera olvidado de provocar su desaparición. Por eso intentaron matarnos de hambre.”
Así es, a base de cemento, de hormigón, vivimos rodeados de gris y de negro, de un todo frío y artificial, de millones de hectáreas de tierra viva secuestrada bajo la “hormigonización impulsada por el urbanismo y el activismo económico de los gigantes de la construcción y las obras públicas”, como denuncia Les Soulevemants de la Terre. Pero, literalmente, la civilización del hormigón armado y del capitalismo no resiste, se hunde como hemos visto estos días en el País Valencià. Los ríos canalizados –con cemento– donde las aguas no encuentran retención, la ocupación y urbanización –con cemento– de zonas inundables que le pertenecen al río, la impermeabilización –con cemento– de la tierra, las estructuras viarias construidas –con cemento– que desorganizan el drenaje natural, como ha explicado la Fundación Nueva Cultura del Agua, son las causas, junto a la crisis climática, del descomunal desbordamiento sufrido.
Estamos viviendo el final de la modernidad. Un derrumbamiento que no puede detener a la vida, pero que obliga a una respuesta: arrancar espacios al hormigón para liberar lugares donde la florestanía podamos retomar formas de vida acordes a las leyes naturales. Fluyendo junto al agua, atraídos por la tierra.
Gustavo Duch, 14 de noviembre 2024, en revista CTXT
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