Cuestionar el peligro del coronavirus es claramente absurdo. Por otra parte, ¿no es igual de absurdo que una perturbación del curso habitual de las enfermedades sea objeto de tal explotación emocional y despierte la arrogante incompetencia que una vez barrió la nube de Chernóbil de Francia? Por supuesto, sabemos con qué facilidad el espectro del apocalipsis sale de su caja para apoderarse del primer cataclismo que se produce, para retocar el imaginario del diluvio universal y para hundir la reja de la culpabilidad en el suelo estéril de Sodoma y Gomorra.
La maldición divina apoya útilmente al poder. Al menos hasta el terremoto de Lisboa de 1755, cuando el Marqués de Pombal, amigo de Voltaire, aprovechó el terremoto para masacrar a los jesuitas, reconstruir la ciudad según sus designios y liquidar alegremente a sus rivales políticos con juicios “proto-estalinistas”. No insultaremos a Pombal, por más odioso que sea, comparando su golpe dictatorial con las miserables medidas que el totalitarismo democrático aplica en todo el mundo por la epidemia de coronavirus.
¡Qué cínico es culpar de la propagación del flagelo a la deplorable insuficiencia de los recursos médicos desplegados! Durante decenios, el bien público se ha visto socavado, el sector hospitalario paga el precio de una política que favorece los intereses financieros a expensas de la salud de los ciudadanos. Siempre hay más dinero para los bancos y cada vez menos camas y cuidadores para los hospitales. Qué payasadas ocultarán por más tiempo que esta gestión catastrófica del catastrofismo es inherente al capitalismo financiero mundialmente dominante, y que hoy lucha mundialmente en nombre de la vida, del planeta y de las especies a salvar.
Sin caer en este resurgimiento del castigo divino que es la idea de que la Naturaleza se deshace del Hombre como de una sabandija inoportuna y dañina, no es inútil recordar que durante milenios la explotación de la naturaleza humana y de la naturaleza terrestre ha impuesto el dogma de la anti-physis, de la anti-naturaleza. El libro de Eric Postaire, Les épidémie du xxie siècle [Las epidemias del siglo xxi], publicado en 1997, confirma los desastrosos efectos de la persistente desnaturalización, que vengo denunciando desde hace décadas. Refiriéndose al drama de las “vacas locas” (predicho por Rudolf Steiner ya en 1920), el autor nos recuerda que además de estar indefensos frente a ciertas enfermedades, nos estamos dando cuenta de que el propio progreso científico puede causarlas. En su petición de un enfoque responsable de las epidemias y su tratamiento, incrimina aquello que el prefecto, Claude Gudin, llama la “filosofía de la caja registradora”. Hace la siguiente pregunta: “Si subordinamos la salud de la población a las leyes del lucro, hasta el punto de transformar a los animales herbívoros en carnívoros, ¿no corremos el riesgo de provocar catástrofes fatales para la Naturaleza y la Humanidad?”. Como sabemos, los gobiernos ya han respondido con un SÍ unánime. ¿Qué importa ya que el NO de los intereses financieros siga triunfando cínicamente?
¿Hizo falta el coronavirus para demostrar a los más estrechos de miras que la desnaturalización por razones de rentabilidad tiene consecuencias desastrosas para la salud universal, aquella que gestiona sin parar una Organización Mundial cuyas preciosas estadísticas compensan la desaparición de los hospitales públicos? Existe una clara correlación entre el coronavirus y el colapso del capitalismo global. Al mismo tiempo, parece no menos obvio que lo que encubre e inunda la epidemia de coronavirus es una plaga emocional, un miedo histérico, un pánico que a la vez oculta las deficiencias del tratamiento y perpetúa el mal asustando al paciente. Durante las grandes epidemias de plagas del pasado, la gente hacía penitencia y proclamaba su culpa flagelándose. ¿No les interesa a los administradores de la deshumanización mundial persuadir a la gente de que no hay forma de salir del miserable destino que se les está infligiendo? ¿Que todo lo que les queda es la flagelación de la servidumbre voluntaria? La formidable máquina mediática solo repite la vieja mentira del impenetrable e ineludible decreto celestial donde el dinero desquiciado ha suplantado a los sanguinarios y caprichosos dioses del pasado.
El desencadenamiento de la barbarie policial contra los manifestantes pacíficos ha demostrado ampliamente que la ley militar es lo único que funciona eficazmente. Ahora confina a mujeres, hombres y niños a la cuarentena. ¡Afuera, el ataúd, dentro la televisión, la ventana abierta a un mundo cerrado! Crea las condiciones capaces de agravar el malestar existencial apoyándose en las emociones desgastadas por la angustia, exacerbando la ceguera de la ira impotente.
Pero incluso la mentira da paso al colapso general. La cretinización estatal y populista ha llegado a sus límites. No puede negar que se está llevando a cabo un experimento. La desobediencia civil se está extendiendo y sueña con sociedades radicalmente nuevas porque son radicalmente humanas. La solidaridad libera de su piel de oveja individualista a los individuos que ya no tienen miedo de pensar por sí mismos.
El coronavirus se ha convertido en el signo revelador de la bancarrota del Estado. Al menos esto es un tema de reflexión para las víctimas del confinamiento forzado. Luego de la aparición de mis Modestes propositions aux grévistes [Modestas propuestas a los huelguistas], algunos amigos apuntaron a lo difícil que era recurrir al rechazo colectivo, que sugerí, de pagar impuestos, gravámenes, retenciones fiscales. Sin embargo, ahora la bancarrota comprobada del Estado-estafador es una prueba de la decadencia económica y social que vuelve absolutamente insolventes las pequeñas y medianas empresas, el comercio local, los ingresos modestos, los agricultores familiares e incluso las llamadas profesiones liberales. El colapso del Leviatán ha logrado convencernos más rápido que nuestras resoluciones para derribarlo.
El coronavirus lo ha hecho aún mejor. El cese de las nocividades productivistas ha reducido la contaminación mundial, evita a millones de personas una muerte programada, la naturaleza respira, los delfines vuelven a retozar en Cerdeña, los canales de Venecia, purificados del turismo de masas, vuelven a tener agua clara, la bolsa se derrumba. España resuelve nacionalizar los hospitales privados, como si redescubriera la seguridad social, como si el Estado recordara el Estado de bienestar que destruyó.
Nada puede darse por sentado, todo comienza. La utopía sigue arrastrándose a cuatro patas. Abandonemos a su inanidad celestial los miles de millones de billetes e ideas huecas que circulan sobre nuestras cabezas. Lo importante es “hacer nuestros propios negocios” dejando que la burbuja especuladora se desarme e implosione. ¡Cuidémonos de la falta de audacia y confianza en nosotros!
Nuestro presente no es el confinamiento que nos impone la supervivencia, es la apertura a todas las posibilidades. Es bajo el efecto del pánico que el Estado oligárquico se ve obligado a adoptar medidas que ayer mismo decretó imposibles. Es al llamado de la vida y de la tierra para ser restaurada al que queremos responder. La cuarentena es un tiempo de reflexión. El confinamiento no suprime la presencia de la calle, la reinventa. Déjenme pensar, cum grano salis, que la insurrección de la vida cotidiana tiene virtudes terapéuticas insospechadas.
Raoul Vaneigem
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