Charla debate de Miquel Amorós sobre “La Juventut en la Transició”, en el Centro Social Autogestionado Can Batlló, barriada de Sants, Barcelona.
El
sentido de la historia también se manifiesta en fenómenos superficiales
y laterales como la música pop, puesto que están vinculados con la vida
corriente y no son simplemente hueras trivialidades o negocios
lucrativos, sino resultado de fantasías y ensoñaciones colectivas donde
cristaliza a un nivel cotidiano la falsa conciencia de la época. Son
materiales compuestos de consignas, temas, imágenes y sonidos con las
que se puede ilustrar la evolución de una sociedad de clases enfrentadas
hacia una sociedad de masas manipulables. Desde la sucesión de estilos
propios a esa clase de música para jóvenes, que anuncian el desarrollo y
diversificación de la industria del espectáculo, podemos llegar con
facilidad a las contradicciones de una realidad social en fase de
efervescencia a la que los intereses de la dominación tratan de
apaciguar, tanto en el frente musical como en los demás frentes. Si la
función de tales intereses consiste en desvirtuar y neutralizar los
impulsos disolventes que emergen musicalmente o no en los estratos
juveniles de la sociedad, la nuestra es por el contrario la de darlos a
conocer y revelar lo que hay de esencial en ellos, pasando por encima de
opiniones veleidosas e intrascendentes.
El
periodo conocido como la Transición, comprendido entre 1976 y 1981, es
decir, entre el año de la actuación de los Rolling Stones en Barcelona y
el año en el que nace Mecano y abre la sala RockOla, consistió
básicamente en la transmutación parlamentaria de un régimen fascista con
la aprobación y el apoyo de una oposición política que se
autoproclamaba “democrática”. Fue una operación de cambio de oropeles de
un aparato dictatorial que se conservaba íntegro y limpiaba su antigua
hoja de servicios gracias a un pacto de silencio y una amnistía. En
compensación se creaba un espacio para el asentamiento de una nueva
clase política, la cual se hacía responsable de la desactivación de
cualquier fuerza subversiva en el seno de la sociedad civil. La
Constitución salida de esa componenda, más que garantizar derechos los
suspendía con el pretexto de posibles situaciones de peligro
institucional determinadas unilateralmente por la autoridad gubernativa.
Los jueces franquistas garantizaban su aplicación regresiva. Mientras,
la jurisdicción militar se mantenía aparte y sus tribunales seguían
procesando a escritores, actores y periodistas. El golpe de Tejero
proporcionó las excusas que faltaban para las vergonzosas capitulaciones
que cerraron el periodo, instaurando un régimen continuista con
apariencias democráticas.
Para sus inventores, la Transición no podía
limitarse a la política y a la jurisprudencia; el cambio aparente tenía
que ser cultural y sobre todo, llevar la impronta generacional. La
importancia de la juventud radicaba en el hecho de que las tres cuartas
partes de la población española de mediados de los setenta tenía menos
de cuarenta años. La farsa constitucional y los Pactos de la Moncloa
harían de fondo; la servidumbre voluntaria y la conciencia satisfecha
figurarían en primera fila. Siendo una herramienta de suma importancia
para el condicionamiento de masas, los medios de comunicación habían
continuado casi en exclusiva en manos del antiguo aparato, incluso
después de aprobarse la “carta magna” y constituirse las Cortes
parlamentarias. Eso significó el predominio de formas espectaculares
arcaicas, y nunca mejor dicho, teledirigidas, cuando la reconducción de
la juventud potencialmente contestataria exigía un espectáculo difuso
que incluyera actitudes beligerantes contra las convenciones pasadas aún
vigentes. El clima social conformista que se quería introducir con el
calzador de la modernización formal necesitaba canales de desagüe más
eficaces y distracciones más atrevidas. Para ser verdaderamente moderno
el orden musical no tenía que luchar contra la subversión, sino marchar
un paso por delante. Sin embargo, desde el punto de vista del franquismo
discográfico el rock no iba más allá de Los Brincos o de Fórmula V, y,
para los nuevos funcionarios progresistas de la cultura, el rock era
poco menos que un invento del capitalismo. Eso, la ausencia de la gente
de barrio, el carácter artificioso e importado de la contracultura y una
sofisticación fuera de lugar explicarían por ejemplo la falta de
atractivo tanto institucional como popular del llamado rock progresivo o
del llamado “underground” de los primeros setenta, a pesar de contar
con el respaldo de un parte significativa del staff musical. Dicha
modalidad rockera tuvo uno de sus últimos espasmos en el primer Canet
Rock, la única tentativa, confusa, pero con verdadera voluntad de dar
vida a una contracultura ibérica. El impasse musical fue aprovechado
mejor por los cantautores.
A partir de 1977, año de la euforia que despertaron las primeras elecciones y año también de las primeras manifestaciones de la crisis económica, al margen del negocio musical aparecen o graban en sellos independientes una multitud de bandas rockeras suburbanas de sonido diverso, promocionadas por emisoras de frecuencia modulada. Tienen buenos intérpretes, malas pintas y cantan letras que hablan de asuntos muy alejados de los que obsesionan a la clase política, como son el sexo, la peligrosidad social, la escuela, el dinero, las peleas, el bailoteo, la juerga del fin de semana, etc. Se han cansado de versionear en inglés a sus grupos preferidos, cantan en español y demuestran un gran poder de convocatoria. De Burning a Barricada, de Leño a Baron Rojo, de La Banda Trapera a Cucharada, de Coz a La Polla Records, de Asfalto a la incipiente movida viguesa, un montón de bandas conectan de maravilla con un público que además de ir a los conciertos todavía se organizaba en los barrios, asistía a asambleas y se presentaba en las manifestaciones. El pacto desmovilizador que cimentaba la Transición no había acabado con eso puesto que su complemento económico, la sociedad de consumo, no había alcanzado niveles europeos. El coche, por ejemplo, el artefacto por excelencia del consumidor, no ocupaba el centro de la vida cotidiana del joven. Tampoco la moto ni la ropa. Culpa de la subida del precio del carburante y de la falta de trabajo que se empezaba a notar. Otras propuestas musicales ofrecerán menos interés, como por ejemplo el rock anestésico tipo andaluz o el rock-salsa layetano, hijos bastardos del progresivo, pero completan un cuadro que permite hablar de “creatividad” y de “libertad” con mayor propiedad que en ningún otro momento. La producción musical no iba condicionada y ni mucho menos determinada por las estructuras comerciales de un show bussiness que se comía bien poco en ese campo. El rock español de barrio superaba los límites del espectáculo al crear una comunión entre músicos y público lo suficiente real como para dar la impresión de una comunidad juvenil, cuando no de una “nación”, pero más bien como la del “Woodstock catalán” de Canet. Mera impresión sin mucha base, puesto que la marcha rockera no era sino una respuesta en el terreno del ocio a cuestiones sociales irresolubles en dicho terreno. La libertad, liquidada apenas acabada de nacer en la sociedad posfranquista, se preservaba de momento en enclaves juveniles de la periferia urbana. Pero se pretendía una resolución mágica de contradicciones sociales con la fórmula magistral de amontonamiento libre, buenrollismo y colocón tolerado. Las contundentes afirmaciones del público de los conciertos: “el rock es todo”, “es mi religión”, “es una forma de estar vivos”, etc., ya reflejaban las ansias de sublimar su libertad verdadera, sus experiencias posibles y sus deseos de acción en un lugar cerrado liándose canutos, dando cabezazos, rasgando guitarras irreales y saltando con la música a toda pastilla, con la ilusión adolescente de formar parte de algo completamente inexistente. Y sobre todo, manifestaban la voluntad de no correr riesgos. Al revés de lo ocurrido en la década anterior, en los últimos setenta nadie creía realmente que el rock cambiaría el mundo. Lo dijeron los Stones: “esto es sólo rocanrol”. Un estilo que además parecía perfectamente coherente con una mentalidad política conservadora: Neil Young, Alice Cooper, David Bowie y Eric Clapton, entre otros, se habían pronunciado por la derecha o la extrema derecha, y lo mismo harían miembros de Velvet Underground, King Crimson, Ramones, Kiss, Led Zeppelin y los mismísimos Doors. Estábamos en los balbuceos del tratamiento industrial de los jóvenes a través de la música, a los que se proporcionaba una identidad roquera de prestado ideal para convertirles en masa maleable.
Por lo
menos hasta 1978, a pesar de la euforia libertaria, los cantautores
adictos al sistema de partidos dominaron la escena oficial. Las maneras
poetoides, corales y folk con “mensaje” eran más apropiadas para
transmitir los eslóganes del poder remodelado a un público mayoritario
de estudiantes y profesores. Una lírica palabrera y seudotrascendental
de “libertad sin ira, libertad”, de “se hace camino al andar”, de “a galopar”, o de “si tu l’estires cap aquí”,
cubría el engaño supremo de una democracia ful con que la misma
libertad estaba siendo escamoteada. La tarea adormecedora del cantautor
obedecía a la urgencia de estabilizar el régimen nacido de una
transacción abominable. Apremiaba un trabajo de propaganda que, mediante
el uso poético-musical de los tópicos liberales y el buenismo
democrático parlamentario, ocultara los antagonismos de clase e
indirectamente hiciera apología del orden establecido, de sus curas, sus
jueces, su policía y su ejército. Al caminante de Machado le soplaban
lo de que “se hace camino al votar”. En fin, se puede decir que
la canción de autor, serio y “de izquierdas”, caracterizó el melecumbé
del nuevo régimen partitocrático en sus inicios. Los efectos de la
contracultura americana durante los primeros setenta no traspasaron los
ambientes de los retoños desarraigados de las clases medias y altas. Los
viajes, el ácido lisérgico, la meditación, la maría, la melena, el
comic underground, la no-violencia, la libertad sexual y las comunas
campestres fueron sus propuestas más importantes, y Pau Riba, su artista
más dinámico. Inspiraron los voluntariosos y artesanales festivales de
rock de 1975-76, balbuceos de un hippismo casero pasando de todo lo que
significara compromiso social, y tuvieron su momento de gloria en las
Jornadas Libertarias de julio de 1977, ceremonia triunfalista y
autocomplaciente de una confusión que ni la CNT ni la revista
cajón-de-sastre “Ajoblanco” pudieron administrar durante demasiado
tiempo. La amalgama de ideologías, camarillas y poses no despertaba una
especial lucidez; mientras, los días de libertad se acababan con la
consolidación de la partitocracia y la acción paralela del caballo y de
los servicios secretos.
Los
trabajadores adultos veían con malos ojos los asaltos a la moral
puritana, a la familia y a la ética del trabajo. Estaban contaminados
por valores culturales catolico-burgueses y eran indiferentes, cuando no
francamente hostiles, a los radicalismos en la vida cotidiana. Por su
parte, el movimiento obrero autónomo se batía en retirada y no estaba ni
para porros ni para canciones. Sin embargo, los tiempos corrían y lo
que hoy ponía en música la buena conciencia de la progresía pequeño
burguesa y de los viejos militantes de fábrica, no serviría mañana para
impedir la formación de fuerzas juveniles desestabilizadoras en las
barriadas dormitorio, donde aún ardían rescoldos de luchas asamblearias.
De un día para otro habían dejado de funcionar los sermones cansinos y
deprimentes de los cantautores del nuevo régimen, requiriéndose nuevos
vehículos musicales para dispersar las energías juveniles. No se trataba
de dar un falso contenido al tiempo, sino simplemente de matarlo, por
lo que convenían más los estilos rockeros ya que se prestaban mejor al
optimismo y a la evasión. Con una masa juvenil deseosa de divertirse, de
huir de la realidad y de disimular su insatisfacción particular, pero
incapaz de tragarse las salmodias seudodemocráticas y fraternaloides con
que le obsequiaban los artistas “comprometidos” con el statu quo –no
hablemos ya del frikismo contemplativo hippy o de los cánticos
arqueolibertarios– los mecanismos de evacuación de la rabia anti-sistema
buscarán otras salidas que afrontarán en principio la realidad en lugar
de esquivarla, para mejor pasar después de ella.
A partir de 1977, año de la euforia que despertaron las primeras elecciones y año también de las primeras manifestaciones de la crisis económica, al margen del negocio musical aparecen o graban en sellos independientes una multitud de bandas rockeras suburbanas de sonido diverso, promocionadas por emisoras de frecuencia modulada. Tienen buenos intérpretes, malas pintas y cantan letras que hablan de asuntos muy alejados de los que obsesionan a la clase política, como son el sexo, la peligrosidad social, la escuela, el dinero, las peleas, el bailoteo, la juerga del fin de semana, etc. Se han cansado de versionear en inglés a sus grupos preferidos, cantan en español y demuestran un gran poder de convocatoria. De Burning a Barricada, de Leño a Baron Rojo, de La Banda Trapera a Cucharada, de Coz a La Polla Records, de Asfalto a la incipiente movida viguesa, un montón de bandas conectan de maravilla con un público que además de ir a los conciertos todavía se organizaba en los barrios, asistía a asambleas y se presentaba en las manifestaciones. El pacto desmovilizador que cimentaba la Transición no había acabado con eso puesto que su complemento económico, la sociedad de consumo, no había alcanzado niveles europeos. El coche, por ejemplo, el artefacto por excelencia del consumidor, no ocupaba el centro de la vida cotidiana del joven. Tampoco la moto ni la ropa. Culpa de la subida del precio del carburante y de la falta de trabajo que se empezaba a notar. Otras propuestas musicales ofrecerán menos interés, como por ejemplo el rock anestésico tipo andaluz o el rock-salsa layetano, hijos bastardos del progresivo, pero completan un cuadro que permite hablar de “creatividad” y de “libertad” con mayor propiedad que en ningún otro momento. La producción musical no iba condicionada y ni mucho menos determinada por las estructuras comerciales de un show bussiness que se comía bien poco en ese campo. El rock español de barrio superaba los límites del espectáculo al crear una comunión entre músicos y público lo suficiente real como para dar la impresión de una comunidad juvenil, cuando no de una “nación”, pero más bien como la del “Woodstock catalán” de Canet. Mera impresión sin mucha base, puesto que la marcha rockera no era sino una respuesta en el terreno del ocio a cuestiones sociales irresolubles en dicho terreno. La libertad, liquidada apenas acabada de nacer en la sociedad posfranquista, se preservaba de momento en enclaves juveniles de la periferia urbana. Pero se pretendía una resolución mágica de contradicciones sociales con la fórmula magistral de amontonamiento libre, buenrollismo y colocón tolerado. Las contundentes afirmaciones del público de los conciertos: “el rock es todo”, “es mi religión”, “es una forma de estar vivos”, etc., ya reflejaban las ansias de sublimar su libertad verdadera, sus experiencias posibles y sus deseos de acción en un lugar cerrado liándose canutos, dando cabezazos, rasgando guitarras irreales y saltando con la música a toda pastilla, con la ilusión adolescente de formar parte de algo completamente inexistente. Y sobre todo, manifestaban la voluntad de no correr riesgos. Al revés de lo ocurrido en la década anterior, en los últimos setenta nadie creía realmente que el rock cambiaría el mundo. Lo dijeron los Stones: “esto es sólo rocanrol”. Un estilo que además parecía perfectamente coherente con una mentalidad política conservadora: Neil Young, Alice Cooper, David Bowie y Eric Clapton, entre otros, se habían pronunciado por la derecha o la extrema derecha, y lo mismo harían miembros de Velvet Underground, King Crimson, Ramones, Kiss, Led Zeppelin y los mismísimos Doors. Estábamos en los balbuceos del tratamiento industrial de los jóvenes a través de la música, a los que se proporcionaba una identidad roquera de prestado ideal para convertirles en masa maleable.
El rock suburbano peninsular no tenía raíces
ibéricas; las tenía en el mundo anglosajón blanco. Eran raíces
importadas muy concretas. Nada que ver con el pop español tutelado y
facilón de los sesenta. Se inspiraba principalmente en el rock
sinfónico, experimental e intelectualizado, en el glam, en el rock duro y
en el heavy metal, estilos propios de la fase terminal del rock,
aquella en la que el ruido, las anfetas y la parafernalia escénica
creaban el necesario ambiente pasivo para que el espectáculo total se
consumara en una completa separación entre el grupo virtuoso y el
público contemplativo y domesticado. Cierto que también hubo mejores
influencias, Dr. Feelgod, The Clash, Johnny Thunders…
Pero por otro
lado, el macroconcierto se había revelado como el medio más idóneo para
congregar a masas de jóvenes huérfanos de personalidad que solamente se
sentían a gusto en una montonera, aplicación práctica del cuando más
seamos, mas reiremos. Incluso podía servir, con causa de por medio (como
el concierto para recaudar fondos pro Bangladesh organizado por el
beatle Harrison), para indignarse impotentemente ante una horrible
masacre y olvidarla a la salida, exhibiendo en público una sensibilidad
frívola y un compromiso falso por el precio de una entrada. Algo muy
narcótico, muy narcisista y muy en consonancia con el refuerzo de las
burocracias partidistas y del Estado. En cuanto al rock especifico de
los setenta, el bajo pesado, la presencia fálica de la guitarra marcando
un ritmo enfático, la percusión densa, la voz chillona del solista, la
pose teatral y machorra, la amplificación distorsionante, las bengalas,
los focos, la pelambrera y el inevitable logo, sublimado nazi, eran
elementos idóneos para conducir a bandas y seguidores hacia los
estereotipos más banales, respectivamente, de la “tribu”, sucedáneo de
la comunidad disuelta, y del “ídolo”, imagen viril de la alienación
modernizada que los “fans” agradecían y deseaban imitar. El fetichismo
rockero no hacía más que reflejar el fetichismo de la mercancía
espectacular, prueba suficiente de que el antagonismo entre clases
estaba degenerando en un conflicto generacional –o “tribal”. Un problema
de mucho menor calado, fácil de resolver mediante la creación
administrativa de espacios exclusivos donde los veinteañeros ociosos
pudieran fabricarse una identidad postiza y revolcarse alucinados en la
nada, dejando el campo libre a los profesionales de la política y del
sindicalismo. Vamos, la cuestión social convertida en un tema de
política municipal socialista o comunista. En realidad, era todo un
salto adelante en el espectáculo inscrito en el reajuste de los resortes
del poder institucional y sus nuevas políticas lúdico-ceremoniales.
Con
tales fuentes de inspiración el rock metropolitano no supuso un asalto a
la cultura, sino el desarrollo de un gueto juvenilista, feliz y
entusiasmado de nadar en movidas que no suponían peligro alguno, puesto
que no afectaban al orden neodemocrático. Un adelanto en el tiempo de
los polígonos discotequeros y las raves. El suplemento de libertad
conseguido no se empleaba más que en pasar un buen rato con los colegas
moviendo las caderas. Por ese lado no hubo conciencia de clase, y puesto
que la sociedad de masas había igualado las generaciones, tampoco hubo
conflicto generacional; al final de la Transición la despolitización era
general. Los padres no servían de ejemplo para sus hijos, aunque
tampoco servían de revulsivo. Los más modernos empezaban a imitarles.
Los ambientes lúdicos y despreocupados no alentaban sentimientos
colectivos de rebeldía, ni favorecían la lucidez. Además, en las bandas
era patente una absoluta falta de criterio político, llegando no pocas
veces a actuar para espectáculos de partido, en consonancia con la
resurrección de la Dictadura repeinada y acicalada como Democracia. Las
burocracias partidistas fueron las primeras en darse cuenta de las
posibilidades de esa clase de música para contrarrestar la tendencia a
la baja de la asistencia sus ceremonias y explorar de paso las
posibilidades electorales del filón juvenil. En ese sentido la actuación
de Ramones en la “Festa de Treball”, órgano del PSUC, marca un hito en
el oportunismo difícil de igualar. Entretanto, el capitalismo se
reafirmaba en suelo hispano cerrando fábricas y abriendo sucursales
bancarias, cercenando libertades y equipando a las fuerzas represivas.
Los ejecutivos de una sociedad forzada a una renovación constante, cuyos
miembros se sentían arrastrados a un consumo frenético, descubrían en
la “juventud”, término impreciso donde los haya, a la vanguardia del
ocio integrable y la reconversión cultural, algo secundario en un mundo
de productores, pero esencial en uno de consumidores.
La
juventud, tanto obrera como estudiante, en la medida que podía
permitirse vivir ajena al trabajo, descubría los sólidos lazos que la
ataban al mundo consumista de cuyas convenciones se burlaba. Consciente
de ello, su burla fue cada vez más frívola e insustancial y la
trasgresión anduvo cada vez más por las ramas. La trasgresión se volvía
moda y la pose, norma. Lo fijo desaparecía, todo se hacía muy cambiante,
pues lo efímero es la condición primera de la sociedad de consumo y del
espectáculo que se estaba entronizando. La separación entre la España
oficial de los partidos y los poderes fácticos, y la España real de la
policía y los parados, había acabado produciendo la inevitable
decepción. De carambola, la masa juvenil empezó a volverse incrédula,
narcisista, apolítica y esteta. También más femenina y políticamente
incorrecta: las letras de las canciones de los nuevos grupos no buscaban
la trascendencia, a lo sumo, una provocación light más que vista (p.e.
el uso de svásticas y uniformes nazis, la nota gamberra, la irreverencia
blanda). La juventud de los ochenta ya no quería salvar el mundo, ni
siquiera salvarse a sí misma. El desencanto, la soledad y el tedio
empezaron a rellenarse con humor, maquillaje y estupefacientes. El ocio
se hizo nocturno, como las rayas. Las rupturas, como siempre, se
limitaron a los códigos estéticos, no a la realidad, y también como
siempre, con varios años de retraso. Al no encarar la realidad, el
desengaño no produjo resentimiento, sino individualismo, mucho ego,
delirio, postureo, autodestrucción y nueva indumentaria. En fin,
hablamos de la “Movida” madrileña, el tecno y otras hierbas similares.
Vale, la historia del punk y del rock radical no fue exactamente así,
pero aquellas ya eran movidas postransicionales y llovían sobre mojado.
Miquel Amorós
"...su burla fue cada vez más frívola e insustancial y la trasgresión anduvo cada vez más por las ramas. La trasgresión se volvía moda y la pose, norma." Y sin embargo si miramos hacia atrás, muchas cosas (actitudes, grupos, letras) de entonces ahora serían total y políticamente incorrectas. Ahora sí que vivimos en una época de puras apariencias.
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