Después de siglos de adiestramiento, el
hombre moderno ya no se puede imaginar, sin más, una vida más allá del
trabajo. En tanto que principio imperial, el trabajo domina no sólo la
esfera de la economía en sentido estricto, sino que también impregna
toda la existencia social hasta los poros de la cotidianidad y la vida
privada. El «tiempo libre», ya en su sentido literal un concepto
carcelario, hace mucho que sirve para la «puesta a punto» de mercancías a
fin de velar por el recambio necesario.
Pero
incluso más allá del deber interiorizado del consumo de mercancías como
fin absoluto, las sombras del trabajo se alzan también fuera de la
oficina y la fábrica sobre el individuo moderno. Tan pronto como se
levanta del sillón ante la televisión y se vuelve activo, todo hacer se
transforma inmediatamente en un hacer análogo al trabajo. Los que hacen
footing sustituyen el reloj de control por el cronómetro, en los
relucientes gimnasios la calandria experimenta su renacimiento
postmoderno, y los veraneantes se chupan un montón de kilómetros en sus
coches como si tuviesen que alcanzar el kilometraje anual de un
conductor de camiones de largas distancias. Incluso echar un polvo se
ajusta a las normativas DIN de la sexología y a criterios de competencia
de las fanfarronadas de las tertulias televisivas.
Si
el rey Midas vivió como una maldición que todo lo que tocaba se
convirtiese en oro, su compañero de fatigas moderno acaba de sobrepasar
ya esa etapa. El hombre del trabajo ya no se da cuenta ni de que al
asimilar todo al patrón trabajo, todo hacer pierde su calidad sensual
particular y se vuelve indiferente. Al contrario: sólo por medio de esta
asimilación a la indiferencia del mundo de las mercancías le puede
proporcionar sentido, justificación y significado social a una
actividad. Con un sentimiento como el de la pena, por ejemplo, el sujeto
del trabajo no es capaz de hacer nada; la transformación de la pena en
«trabajo de la pena» hace, no obstante, de ese cuerpo emocional extraño
una dimensión conocida sobre la que uno puede intercambiar impresiones
con sus semejantes. Hasta el sueño se convierte en el «trabajo onírico»,
la discusión con alguien amado, en «trabajo de pareja», y el trato con
niños, en «trabajo educativo». Siempre que el hombre moderno quiere
insistir en la seriedad de su quehacer ya tiene presta la palabra
«trabajo» en los labios.
El imperialismo del
trabajo, en consecuencia, también se deja sentir en el uso común del
lenguaje. No sólo estamos acostumbrados a usar inflacionariamente la
palabra «trabajo», sino también a dos ámbitos de significado muy
diferentes. Hace tiempo que «trabajo» ya no se refiere solamente (como
correspondería) a la forma de actividad capitalista del molino-fin
absoluto, sino que este concepto se ha convertido en sinónimo de todo
esfuerzo dirigido a un fin y ha borrado así sus huellas.
Esta
imprecisión conceptual prepara el terreno para una crítica de la
sociedad del trabajo tan poco clara como habitual, que opera exactamente
al revés, o sea, a partir de una interpretación positiva del
imperialismo del trabajo. A la sociedad del trabajo se le reprocha,
justamente, que aún no domine la vida lo suficiente con su forma de
actividad porque, al parecer, hace un uso «demasiado estrecho» del
concepto de trabajo, al excomulgar moralistamente del mismo el «trabajo
propio» o la «autoayuda no remunerada» (trabajo doméstico, ayuda
comunitaria, etc.), y considerar trabajo «verdadero» sólo el trabajo
retribuido según criterios de mercado. Una valoración nueva y una
ampliación del concepto de trabajo debería acabar con esta fijación
unilateral y con las jerarquizaciones que se siguen de ésta.
Este
planteamiento, por lo tanto, no se propone la emancipación de las
imposiciones dominantes, sino exclusivamente una reparación semántica.
La enorme crisis de la sociedad del trabajo se ha de superar,
consiguiendo que la conciencia social eleve «verdaderamente» a la
aristocracia del trabajo, junto con la esfera de producción capitalista,
a las formas de actividad hasta ahora inferiores. Pero la inferioridad
de tales actividades no es meramente el resultado de un determinado
punto de vista ideológico, sino que es consustancial a la estructura
fundamental del sistema de producción de mercancías y no se supera con
simpáticas redefiniciones morales.
En una
sociedad dominada por la producción de mercancías como fin absoluto,
sólo se puede considerar riqueza verdadera lo que se puede representar
en forma monetarizada. El concepto de trabajo así determinado se refleja
imperialmente en todas las demás esferas, pero sólo negativamente, al
hacerlas distinguibles en tanto que dependientes de él. Las esferas
ajenas a la producción de mercancías se quedan, por lo tanto,
necesariamente en la sombra de la esfera capitalista de producción,
porque no entran en la lógica abstracta de ahorro de tiempo propia de la
economía de empresa; a pesar de que y justamente porque son tan
necesarias para la vida como el campo de actividades separado, definido
como «femenino», de la economía privada, de la dedicación personal, etc.
Una
ampliación moral del concepto de trabajo, en vez de su crítica radical,
no sólo encubre el imperialismo social real de la economía de
producción de mercancías, sino que además se encuadra excelentemente en
las estrategias autoritarias de administración estatal de la crisis. La
exigencia, elevada desde los años setenta, de «reconocer» socialmente
como trabajo plenamente válido también las «tareas domésticas» y las
actividades en el «sector terciario», especulaba en un principio con
aportaciones estatales en forma de transferencias financieras. No
obstante, el Estado en crisis le da la vuelta a la tortilla y moviliza
el ímpetu moral de esta exigencia, en el sentido del temido «principio
de subsidiaridad», en contra de sus esperanzas materiales.
El
canto de loa del «voluntariado» y del «trabajo comunitario» no trata
del permiso para hurgar en las arcas estatales, de por sí bastante
vacías, sino que se usa como coartada para la retirada social del
Estado, para los programas en curso de trabajo forzoso y para el
mezquino intento de hacer recaer el peso de la crisis sobre las mujeres.
Las instituciones sociales oficiales abandonan sus obligaciones
sociales con el llamamiento, tan amistoso como gratuito, dirigido a
«todos nosotros» para combatir, en el futuro, la miseria propia y ajena
con la iniciativa privada propia y para no volver a hacer reclamaciones
materiales. De este modo, una acrobacia de definiciones con el concepto
de trabajo aún santificado, mal entendida como programa de emancipación,
abre todas las puertas al intento del Estado de llevar a cabo la
abolición del trabajo asalariado como supresión del salario, manteniendo
el trabajo, en la tierra quemada de la economía de mercado. Así se
demuestra involuntariamente que la emancipación social hoy en día no
puede tener como contenido la revalorización del trabajo, sino sólo su
desvalorización consciente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario