El sistema penal es de alguna manera la
primera línea de la amenaza, pronta a convertirse en violencia, que el
régimen de dominación hace pesar permanentemente sobre los oprimidos
para imponerles sumisión. Y, por tanto, también en cierto modo, la
primera línea de la resistencia frente a ella. Sería lógico, pues, que
los autodenominados “anarquistas” —para ellos mismos al menos, los
principales enemigos de dicho régimen— prestaran gran atención a los
conflictos concretos que pudieran producirse en esa primera línea. La
autodefensa contra el sistema penal es parte fundamental de la tradición
anarquista. Por ejemplo, en las primeras décadas del siglo XX, la
solidaridad con los presos, junto a las expropiaciones y la lucha
abierta con la policía y con los pistoleros de la patronal, era el
centro de la actividad de muchos grupos de afinidad. En el 36, como una
de las primeras medidas tomadas desde abajo en la revolución que hizo
frente al alzamiento militar, los anarquistas abrieron las cárceles. Sin
embargo, los que ocuparon posiciones de poder en el Estado republicano,
entre otras muchas opciones netamente contrarrevolucionarias,
contribuyeron a volver a llenarlas o lo consintieron, incluso cuando
eran los mismos anarquistas quienes iban presos. García Oliver fue
ministro de justicia, máxima autoridad carcelera y, según se dice, uno
de los inventores de los campos de concentración. Además de que, como
muchas otras organizaciones del bando republicano, la CNT tuvo también
sus “checas”, cárceles informales donde se encerraba, se interrogaba y
se juzgaba sumarísimamente a los sospechosos de connivencia con el
enemigo, que muchas veces eran ejecutados, y hubo participación de
anarquistas en las “sacas” de presos “facciosos” para ser fusilados.
Acercándonos más al presente, desde la
muerte de Franco, salvo honrosas aunque contadas excepciones, la
presencia de los anarquistas en esa primera línea ha sido bien poco
relevante, no pasando casi nunca de testimonial, ideológica,
propagandística… Y, desde luego, algo que ha brillado por su ausencia
desde entonces es un análisis estratégico del campo penal, lo cual no es
de extrañar, ya que la indigencia teórica concuerda con la impotencia
práctica. Ese análisis sólo podría realizarse integrado en un relato de
las luchas concretas, que contribuya a la conciencia de las mismas, a la
reflexión sobre la experiencia que proporcionan y a la permanente
discusión de los proyectos a realizar, los objetivos concretos que hay
que intentar alcanzar, los medios que se necesitan y se pueden
desarrollar para ello, sobre su eficacia y los errores y aciertos en su
empleo. La falta de eso es un buen indicador de la verdadera situación
del pretenciosamente llamado “movimiento anarquista” en esos años.
Un
indicador, entre otros, de su inexistencia o de su existencia meramente
aparente, objetivamente espectacular, subjetivamente delirante, de su
condición de ficción efectiva que aspira a compartir la explotación de
la realidad en libre concurrencia con tantas otras mentiras. Sin que eso
quiera decir que no existan verdaderos anarquistas, sólo que no se ha
notado apenas su presencia, al menos en la crítica práctica de la
maquinaria social punitiva. No vamos a analizar las miserias del
anarquismo contemporáneo más que en la medida en que afectan
directamente a nuestro tema, pero es necesario decir que esta corriente
revolucionaria, anonadada por la contrarrevolución triunfante, se ha
visto casi totalmente desplazada del espacio que ocupaba antaño en la
conciencia colectiva por diversos sucedáneos, que han venido a confluir
finalmente en el llamado “gueto político”. El anarquismo, si no es
acción y estrategia revolucionarias, sólo es un esperpento del pasado.
Lo que, al menos en relación con las agitaciones en torno a la cuestión
criminal, se ha venido autodenominando “movimiento anarquista”, en una
actitud típicamente narcisista de megalomanía compensatoria, no es más
que ese gueto, o un sector de él, cuya característica más esencial es
que no quiere superar su impotencia, sino ser feliz en ella. Porque,
desde luego, sin dejar de sentir respeto por los muchos militantes
honrados que nos consta hay en ellas, no tenemos intención de conceder
la menor credibilidad al “anarquismo” oficial de la CNT, la CGT y otras
“organizaciones”, cuya práctica se ha podido calificar en muchas
ocasiones como anarco-estatismo o anarco-colaboracionismo. Aunque hayan
existido y continúen existiendo intentos y situaciones que no desmerecen
del anarquismo histórico, no se puede decir que, ni en conjunto —ya que
no ha habido cohesión entre ellas— ni por separado, formen todavía un
movimiento, y pocas veces se ha expresado en las mismas la menor
pretensión al respecto. Hasta hace muy poco, lo que se ha venido
llamando “movimiento anarquista” era en realidad el gueto, el cual no es
ningún movimiento, ya que no va a ninguna parte. Su actividad ha sido
siempre activismo, rodar en la noria, aunque fuera con trayectorias
laberínticas. Tampoco participa ni ha participado jamás en ninguna lucha
real, sus luchas han sido aparentes, espectaculares, virtuales…
pantomimas ante el espejo. Carece de auténtica autonomía o
autoorganización, ya que en él nunca ha habido reflexión ni verdadera
decisión, sino un rebaño de niños perdidos conducidos por una especie de
animadores socio-culturales. Sus asambleas se consolidaron hace tiempo
como rituales donde se escenificaba la construcción de un consenso
logrado previamente, en parte por acuerdo separado entre camarillas
dirigentes, en parte por coincidencia tácita entre “militantes centrales
y militantes periféricos” en cuanto a las mejores maneras de gestionar
unos intereses creados completamente ajenos a la lucha social. El gueto
ha servido más bien, entonces, como laboratorio para procedimientos de
manipulación y recuperación, utilizado por la izquierda partitocrática,
por la “sociedad civil”, por la propaganda “antitrerrorista” o por quien
fuera, como avanzadilla supuestamente radical, como carne de cañón o
como chivo expiatorio, fantoche de la subversión o de la rebeldía
juvenil derrotada de antemano. Su clientela ha estado siempre
mayoritariamente integrada por jóvenes narcisos en busca de sí mismos,
individuos aislados como otros cualesquiera, fragmentos de la masa
social perpetuamente movilizada hacia ninguna parte. No importa nada si
quienes les guiaban decían ser anarquistas, independentistas,
bolcheviques, demócratas, activistas contraculturales, promotores del
show bussines alternativo, partidarios del neocapitalismo
cooperativista, o algún híbrido. Por otra parte, el hecho de que haya
muchas cuestiones importantes de las que durante mucho tiempo no se ha
hablado más que en el gueto, el cual parece por eso su único heredero,
no quiere decir que sea allí donde se están planteando o vayan a
plantearse realmente. Entre otras razones, porque una de sus
características esenciales es una forma peculiar de falsa conciencia, de
engañarse a sí mismo, conectada directamente con unas determinadas
maneras de comportarse. Una especie de “cultura”, o “contracultura”,
juvenil que recoge una parte de la herencia en descomposición de la
extrema izquierda político-sindical. Como nunca se dio en el gueto una
verdadera crítica del izquierdismo, ni teórica ni práctica, sus
habitantes siguieron “pensando” ideológicamente, según las directrices
elaboradas por algunos expertos de andar por casa, o simplemente
asumidas de manera tácita, impregnadas, por así decirlo, en el conjunto
de rituales que servían al rebaño juvenilista para autoafirmarse, y
nunca cuestionadas. Los continuos “debates”, charlas, publicaciones,
etc. sólo sirvieron finalmente a los más espabilados para elaborar los
discursos que les permitieran “explicarlo todo” y manipular suavemente a
sus seguidores. El gueto tiene poca sustantividad. Además de esa
ideología desustanciada, posee una materialidad precaria, volátil, lo
cual podría ser una virtud en lugar de un defecto si la gente que lo
habita fuera un poco más sólida, lúcida y creativa.
Sería mejor hablar,
entonces, de un efecto gueto, resultado de una serie de factores que
habría que describir con alguna exactitud para intentar hacerles frente.
En todo caso, no es lo que es sólo porque esté sometido a unas
determinadas condiciones materiales de existencia: un cierto número de
personas encerradas en uno o varios espacios. Es, más bien, una actitud,
una “mentalidad”, compartida uniformemente entre un número variable de
personas, adoptada tal como se producen estos fenómenos en una sociedad
de masas: los individuos-átomo que la forman no son nada y pueden serlo
todo… momentánea, aparente, superficialmente… todo aquello de lo que
sean capaces de procurarse las señas de identidad correspondientes;
normalmente, a través del trabajo y del consumo alienados. Pero hay
medios “alternativos”, los cuales, al fin y al cabo, poco se diferencian
de los otros si su finalidad es la misma: lograr una identidad,
asegurarse unas condiciones de existencia en el mundo del Capital, en la
sociedad del espectáculo. Lo cual implica reconocerlo como el mundo
verdadero, entrar en un toma y daca, negociar con él, traducirse a su
lenguaje.
Uno de los aspectos más destacados de esa mentalidad sería la
autocomplacencia, una especie de narcisismo colectivo, cuyo principal
resultado consistiría en la reproducción rutinaria de una especie de
medio social que no quiere llegar a nada más que a sí mismo, un
“ambiente” donde medran una serie de individuos y grupos satisfechos de
ser lo que son y como son, quizá con razón, ya que demuestran mayor
capacidad de adaptación al modo de vida dominante que muchos de los
supuestamente integrados. En la generación, por tanto, de una red de
intereses particulares dispuestos a negociar con la dominación las
condiciones para el mantenimiento de un lugar a su sombra.
Pero hoy,
cuando el Capital y el sistema tecnológico han logrado configurar todos
los aspectos de la vida, moldeando a su antojo al mismo tiempo a los
individuos, no es posible trasformar el mundo sin empezar por la
transformación tanto de aquéllos como de las relaciones entre ellos. La
autocomplacencia está contra eso. Hoy en día, la primera condición de
toda crítica es la autocrítica. El primer policía que hay que matar
sigue siendo el que todos llevamos dentro. La dominación sabe que, de
momento, no puede acabar definitivamente con la rebeldía, así que
prefiere tenerla controlada en un reducido espacio, definida con unas
cuantas etiquetas, manipularla desde dentro y desde fuera y hacerla
servir a sus intereses. Una de las causas objetivas de la existencia del
gueto es la marginación que sufren en esta sociedad precisamente
determinados planteamientos críticos, radicales o utópicos. Últimamente
se impone a menudo la idea errónea de que para salir del gueto hay que
rebajar esos planteamientos. Pero otro de los aspectos de esa
idiosincrasia guetista, principal factor subjetivo de aquellos por los
que se produce y reproduce el efecto gueto, contrarrestando
decididamente el cual se podría hacer mucho para debilitar el conjunto,
es cierto “malditismo”, una tendencia a adaptarse a las condiciones de
esa marginación haciendo de la necesidad virtud, a acomodarse en el
estrecho espacio que nos dejan y consi- derarlo “nuestro”, para luego
negociar las condiciones de su propiedad, entrar en un tira y afloja con
el enemigo, que es en realidad quien los marca, solamente para mantener
o ampliar esos límites. A los anarquistas les correspondería inventar
otro lenguaje, ir construyendo ese mundo nuevo que dicen que llevan en
sus corazones, no existir en la realidad dominada, ni positiva ni
negativamente, ya que en ella la ideología anarquista, cualquier
ideología, no es más que palabrería, una versión más, en concurrencia
con otras muchas, de la única realidad de la que todas hablan, aunque
parezca que lo hacen de realidades diferentes, de mundos utópicos,
siendo el mundo del Capital y el Estado el que de hecho describen y
contribuyen a reproducir, y del cual aspiran a delimitar, patentar y
explotar algún fragmento. Algunos de los habitantes de la parcela que se
ha dado en llamar “gueto radical” han llegado a identificarse con el
esperpento mediático-policial del anarquismo, con sus bombas que sólo
hacen puf, una especie de “mano negra” postmodernizada. Sin embargo, por
mucha pólvora que se queme y por mucho que se salga en los “medios de
formación de masas”, el gueto no se parecerá más al movimiento
anarquista histórico, salvo como caricatura. Su verdadera función, al
servicio de la dominación, ha sido hasta ahora la de “guardería del
viejo mundo”, para tener a los políticamente rebeldes controlados en
unos espacios donde debían quedar encerrados y al mismo tiempo visibles.
O sea, la de un módulo o un régimen de vida más dentro de la cárcel
social. Luchar contra la cárcel, para quienes viven en él, es en primer
lugar, luchar contra el propio gueto, contra los factores que lo
constituyen, cuyo conjunto es, precisamente, el de todo lo que les
impide el acceso a un planteamiento verdaderamente radical de los
problemas sociales.
Es verdad que, además de algunas reflexiones serias y
situaciones de enfrentamiento real con la dominación y con las
consecuencias del desarrollo capitalista, existen ateneos, centros
sociales, proyectos autogestionados… periódicos, revistas, páginas web,
emisoras de radio, editoriales, librerías… distribuidoras
anticomerciales, grupos de rock, colectivos, coordinadoras, redes… que
hay presencia en movilizaciones de autodenominados anarquistas o
tildados de tales, y también que ha habido y hay presos anarquistas,
acusados de acciones que se suelen considerar propias de ellos, como
poner bombas, preparar atentados, hacer sabotajes o conspirar para ello,
aunque sea, frecuentemente, de una manera que parece más parodia que
verdad. El gueto no es ningún movimiento anarquista y no puede luchar
por sí mismo contra el Estado ni contra la cárcel, pero se le han de
reconocer algunos rasgos verdaderamente anarquistas: asambleas,
autoorganización, coordinación horizontal, conocimiento práctico
compartido, planteamiento directo y activo de los problemas por los
propios afectados, ocupación, autorreducciones, enfrentamientos directos
con los intereses dominantes y con la represión, solidaridad, etc. Ese
es su lado positivo, lo negativo es que, a causa de que estamos hechos
por y para la vida en el capitalismo y de la falta de autocrítica,
demasiado a menudo, todo eso se convierte en mera apariencia y, muy
pronto, en su contrario, ya que los individuos no se esforzarán por
lograrlo si creen que ya lo tienen. El efecto gueto es todo aquello que
pugna por mantener esas situaciones por los supuestos beneficios, sean
materiales o psicológicos, que proporcionan a las personas que las
sostienen, a base de construir y reproducir una identidad en una especie
de relación de propiedad con las ideas, los espacios, las
colectividades, unos rasgos estéticos… Si hablamos de anarquismo,
hablamos de revolución; no de las anécdotas de nuestra propia vida, sino
de acontecimientos históricos. El egocentrismo no es más que el núcleo
de la personalidad del individuo-masa, del ciudadano consumidor al
servicio de la megamáquina explotadora, la de quienes hacen al mismo
tiempo su capricho y la voluntad del Capital, pues se configuran a sí
mismos comprando y vendiéndose. Su actividad no tiene nada que ver con
la acción ni con la construcción del mundo, sino con la “labor de
nuestros cuerpos”; no producen sus condiciones de vida, no abren un
campo para su libertad, no crean su mundo, ni luchan por ello, solamente
sobreviven. No se puede pensar sinceramente en la revolución o en la
subversión del régimen de dominación y explotación y ser egocéntrico al
mismo tiempo, porque la única manera posible de llevarlas a cabo es
cambiar radicalmente los contactos, intercambios y acuerdos personales
que están en la base de las relaciones sociales, poner la solidaridad en
lugar de la lucha de todos contra todos capitalista. Eso sería lo
propio del pensamiento y la acción histórica consciente, de la praxis
revolucionaria, del anarquismo. Lo propio del gueto no es la reflexión y
el debate permanentes, generalizados, extendidos horizontalmente entre
individuos y grupos de base, estableciendo una y otra vez la
comunicación directa entre ellos y de la teoría con la práctica, la
lucidez estratégica, el conocimiento del campo en el que te mueves, la
memoria, la reflexión, el proyecto compartido, la discusión libre, la
decisión en pie de igualdad, la autoorganización… Lo propio del gueto es
lo propio de los individuos atomizados, criados por y para una sociedad
de masas: ser movilizados de forma alienada, como consumidores o
subtrabajadores; seguir modas, repetir y obedecer consignas o slogans,
consumir desperdicios infraideológicos; actuar sin reflexión ni diálogo,
por inercia inconsciente, disfrazada complacientemente de esponta-
neidad… Así que ese debate no puede empezar si no empieza, primero o a
la vez, una autocrítica radical, o lo que es lo mismo, una crítica de
qué y cómo es el gueto, de cómo se configura y mantiene, de cómo ha
llegado a ser lo que es y cómo se sostiene, de los factores concretos
que lo constituyen como objeto o entidad sustantiva y en nuestra propia
existencia individual y colectiva. Nuestro tema no es, pues, el de las
relaciones de un supuesto “movimiento anarquista”, por demás
inexistente, con una “lucha anticarcelaria”, de dudosa existencia a su
vez, sino la relación de un cierto “gueto político” con unos intentos de
lucha determinados y concretos, llevados a cabo por un puñado de
personas presas, así como la suerte corrida por aquéllos y, en relación
con ella, la influencia positiva o negativa de la participación
guetista. Desde los orígenes del gueto en la segunda mitad de los 80
hasta que a finales de los 90 se inició la llamada “lucha contra el
FIES”, la “lucha anticarcelaria” se limitó en “sus espacios” a la mera
propaganda: carteles, charlas, programas de radio, letras de rock
radical, fanzines… algún acto testimonial que se convertiría pronto en
rutinario, como aquellos pasacalles navideños, petardos incluidos,
alrededor de las cárceles de algunas ciudades, cuando aún estaban dentro
de los cascos urbanos. Muy temprano, esa especie de marketing político
entró en una relación ambigua con el clientelismo asistencialista de la
extrema izquierda, reciclada en parte, después del estrepitoso fracaso
de su apuesta electoralista, en proyectos de autogestión tutelada de la
miseria, a ser posible subvencionada, y con la llamada “sociedad civil”
surgida alrededor de la práctica correspondiente. Lo cual dio lugar a
una especie de híbrido, la “coordinadora de organizaciones de
solidaridad con las personas presas”. Los elementos de la mezcla, sin
olvidar la presencia de la iglesia, fueron algunos colectivos sociales
surgidos al socaire de la “política social” de la izquierda
partitocática, y varias ONG —recién inventadas oficialmente, aunque
algunas pioneras llevaran ya algunos años funcionando—, subvencionados
casi siempre, unos y otras, según las necesidades gubernamentales e
integradas, sin que faltaran los curas, por profesionales o
semiprofesionales del ramo jurídico o de la asistencia social, más
algunos “voluntarios” y “militantes”; y además, unos cuantos grupos
“antirrepresivos” formados en el recién nacido gueto radical juvenil,
dedicados, como casi todos los “colectivos” de aquella época, más a la
publicidad que a ningún otro tipo de actividad, e instrumentalizados por
las organizaciones asistencia- listas cristianas o izquierdistas, dado
su absoluto desconocimiento del campo penal y penitenciario y la
necesidad consiguiente de ser guiados en él. Su actividad en común,
siempre bajo la dirección de los “expertos”, no superó nunca un cierto
campañismo, una serie de rutinas —carteles, charlas, publicaciones,
concentraciones, artículos de prensa, alguna actividad “académica”, y,
en el mejor de los casos, algo de “acción jurídica”, asesoramiento
legal, etc.— heredadas de la práctica democráticamente autolimitada de
la extrema izquierda electoralista y de los “sindicatos alternativos”,
de la que unos no podían salir de ningún modo aunque hubieran querido y a
los otros no les interesaba otra cosa. En las redes clientelares de la
“lucha contra la exclusión” y el asistencialismo alternativo, esos
procedimientos, útiles para “visibilizar” las “problemáticas” en las que
medraban, eran también a menudo un recurso para cuando veían en peligro
los salarios y subvenciones asignados por las administraciones
públicas. En el gueto, fundado y tutelado también por elementos de esa
“izquierda revolucionaria” fracasada, en busca de algún terreno que
explotar, dieron lugar a la faceta “anticarcelaria” de esa propaganda
ideológica que constituía casi su única actividad, aparte de la
ocupación. No es que en esos momentos no existieran luchas
anticarcelarias reales. Las hubo, y virulentas, como los intentos de
fuga por la brava que se fueron propagando en progresión creciente desde
los primeros 80, para los que a menudo se tomaban rehenes, sobre todo
entre los carceleros, y que solían acabar, cuando fracasaban,
reteniéndolos durante algún tiempo para forzar la atención de
autoridades y periodistas y denunciar las condiciones infrahumanas en
que se mantenía a los presos. O los motines reivindicativos de la
Asociación de Presos en Régimen Especial, contra los departamentos
carcelarios de tortura institucionalizada. Pero fueron aplastadas ante
la indiferencia de los supuestos radicales, que no alzaron la voz ni una
sola vez en su defensa. Otorgaron callando su aquiescencia al discurso
oficial, que presentaba a los presos en lucha por su dignidad como
verdaderos monstruos antisociales e infrahumanos, o bien, como mucho, en
actitud paternalista y sin comprender lo más mínimo la resistencia de
los presos como lucha social, ofrecieron una asistencia más afectiva que
otra cosa, poniendo en juego de vez en cuando, con reticencia y
arbitrariedad, sus limitados recursos. Actitud típica de una izquierda
autoritaria disfrazada superficialmente de “autónoma” que llamaba, por
ejemplo, “luchar contra la heroína” a impedir violentamente la entrada
de los yonkis en sus centros sociales, o medraba fomentando la división
entre supuestos militantes politizados, hijos de la clase media
izquierdista, y “kostras” o “pies negros”, a los que se marginaba y
perseguía, cuando no se necesitaba utilizarlos como carne de cañón. La
cosa permaneció así hasta que, a mediados de los 90, los “ambientes
libertarios” se vieron sacudidos por las polémicas suscitadas por la
solidaridad con un grupo de atracadores anarquistas detenidos en
Córdoba, a la salida de un trabajo, después de un tiroteo donde la
policía llevó la peor parte, y por sus llamamientos desde la cárcel a
apoyar la resistencia frente al régimen FIES, instaurado para reprimir
esas ignoradas luchas que hemos mencionado antes, resistencia en la que
habían coincidido con cierto número de presos sociales, muchos de ellos
veteranos de aquéllas. La llamada de los presos FIES no cayó en ningún
movimiento anarquista sino en esa red de asociaciones “garantistas” y en
ese “movimiento juvenil” tutelado por burócratas demócrata-bolcheviques
o anarco-colaboracionistas. En cuanto al “Movimiento Libertario”
oficial, al ostentar la patente espectacular del anarquismo, la CNT, las
Juventudes Libertarias, etc. han sido siempre, entonces como ahora,
punto de parada de alguna gente joven que, sintiéndose anarquista, iba
buscando a los suyos, y fue la que recogió el llamamiento. Como se puede
ver en uno de sus primeros comunicados, enviado por el “colectivo de
presos en aislamiento de Soto del Real”, la llamada de los presos en
lucha iba dirigida por igual a las organizaciones legalistas y a los
anarquistas, considerando a unas y otros, junto con los presos mismos,
parte de un “movimiento de resistencia”, cuya mera existencia era “en sí
misma una victoria”. “Nos interesa tanto la sensibilidad y las ideas de
Madres Unidas Contra la Droga, como las de los grupos abiertamente
anárquicos, y os interesa conocer la opinión de los que padecen la
cárcel. Creemos indispensable un acercamiento real a los planteamientos e
inquietudes de los presos. Nos parece fundamental que la lucha se
articule en torno a quienes vivan la represión. En el caso contrario el
movimiento corre el peligro de dar vueltas sobre sí mismo hasta
convertirse en un nuevo movimiento de beneficencia”. En el texto,
después de unas notas estratégicas, para situarse a escala internacional
frente al momento vigente de evolución del capitalismo, y de unas
reflexiones históricas sobre las luchas del pasado inmediato a las que
el enemigo había respondido con la manipulación mediática, la imposición
del FIES, la construcción de macrocárceles y el incremento de los
módulos de aislamiento, proponían “la creación de un espacio en el cual
cada cual pudiera expresarse y participar en la planificación de la
lucha contra la cárcel”, con intención de superar la “carencia de
eficacia a la hora de obtener resultados” dentro y fuera y el
“sentimiento de impotencia” resultante, espacio que “implicaría una
autocrítica de los medios empleados y por lo tanto un no estancamiento
de los mismos”. Se trataba de tejer “una red de comunicación” que les
permitiría “romper con no pocos estereotipos y enriquecernos
mutuamente”. “Unificarnos a partir de nuestras diferencias es el único
modo viable de hacer frente a la represión”, decían. Salvo por su
creencia en que se dirigían a un “movimiento alternativo” idílicamente
bien avenido, con el que directamente iban a poder coordinarse y en la
existencia dentro de él de grupos anarquistas con los que no necesitaban
apenas hablar para pensar todos los mismo, la propuesta de los presos
era lúcida, coherente y medida. Pero sobre ellos imperaban ya las
condiciones de atomización logradas por medio de las macrocárceles, el
FIES, los módulos de castigo y la llamada dispersión. De manera que no
podían mantener la cohesión entre sí sin apoyo de la calle. Como ellos
mismos decían: “En los aislamientos no nos falta combatividad. Nos falta
coordinar nuestras propuestas. Vosotros, desde el exterior podéis
ayudarnos a organizarnos, y, a partir del mencionado espacio, juntos
promover acciones y reclamar que se cumpla la legalidad. Con vuestro
apoyo creemos posible erradicar las torturas y malos tratos. Tenemos la
convicción de poder hacer frente a los abusos, pero os necesitamos, nada
podemos hacer sin vosotros salvo seguir pudriéndonos en la celda”. Las
diferentes camarillas receptoras del mensaje se ocuparon más de sus
propios intereses particulares disfrazados de generales que de hacer lo
necesario para que se pudiera abrir ese “espacio de lucha” y que las
redes de comunicación y apoyo surgidas espontáneamente se extendieran y
consolidaran. La “lucha contra el FIES” coincidió con un relevo
generacional en el gueto, con el consiguiente enfrentamiento entre dos
grupos de edad. Uno de ellos, el más antiguo, representado por quienes
hasta entonces habían partido el bacalao en él, que se identificaban con
la coordinadora, con sus procedimientos legalistas y con la tendencia,
de estirpe leninista, a crear organizaciones de ámbito estatal,
centralizadoras, con una estructura marcada que los burócratas pudieran
manejar. Y, por otra parte, la gente más joven, que se apuntó a la moda
de la “organización informal” y la “lucha insurreccional”.
Aunque más
limpia en la relación con los presos, era también muy ignorante y cayó
fácilmente en una euforia por la que mitificaba a los presos así como su
propio “movimiento” y después, por las mismas, en todo lo contrario. Ni
los “reformistas” ni los “radicales” estuvieron a la altura del
momento, ni cumplieron suficiente y duraderamente las funciones de
difusión, coordinación, movilización, apoyo jurídico y afectivo, etc.
que hubieran podido contribuir a que la lucha se extendiera. Los
dirigentes de la coordinadora y sus corresponsales en el gueto,
acostumbrados a hacer de todo por los presos pero sin ellos, no se
identificaban lo más mínimo con un grupo de “incorregibles”,
anarquistas, atracadores y asesinos, psicópatas y yonkis, así que,
inicialmente, su respuesta fue “escasa, cuando no abiertamente hostil”.
Con su paternalismo característico, preferían ver a los presos como
víctimas, pero, si había lucha, no querían dejar de controlarla, ya que
tenían la parcela “anticarcelaria” del gueto como propia. Hicieron lo
que pudieron para seguir administrándola, maniobrando además para no
perder la tutela de muchos de sus jóvenes feligreses, que se estaban
saliendo de madre, sustituyéndoles como figuras paternas por unos
cuantos presos de alta peligrosidad. No es que no se dedicaran a otra
cosa; los “colectivos” y asociaciones que integraban la coordinadora,
además de labores asistenciales, hacían en conjunto un trabajo de
“denuncia pública” de la situación de los presos toxicómanos y enfermos
de SIDA, de las torturas y muertes en prisión, incluso del FIES. En este
caso, sin embargo, asumieron un papel nefasto: en un momento en que
parecía tomar impulso una corriente de movilización anticarcelaria más
amplia, en lugar de ayudar desinteresadamente a su formación, ellos
quisieron encauzarla, intentando encabezarla al principio, atribuyéndose
la organización de acciones colectivas que habían sido iniciativa de
los presos; traducirla después a su lenguaje ciudadanista con propuestas
de pacificación; sabotearla en todo momento, desaconsejando a algunos
presos la participación en ella, colaborando en la criminalización de
los “radicales”, boicotenado las propuestas de movilización conjunta…
Llegaron a convocar una huelga de hambre sin contar con los presos y,
ante la poca respuesta, utilizaron los “medios de comunicación
alternativos” para hinchar desmesuradamente las cifras de participación,
lo cual fue un duro golpe para la moral y la confianza tanto de los
presos como de quienes les apoyaban, al poner bruscamente de manifiesto
la irrealidad del “movimiento”. Años después, aún se atribuían todo el
mérito de la “lucha contra el FIES”, basándose sobre todo en un recurso
contencioso-administrativo presentado por las “madres unidas contra la
droga”, que en realidad no sirvió de nada más que como elemento para la
escenificación de un “debate público”. Porque el FIES estuvo en vigor
durante 18 años de modo “alegal”. Cuando el supremo, al fin, sentenció
que la circular que lo había instituido era ilegal, ya el FIES se regía
por otra circular, distinta pero con el mismo contenido, y enseguida se
incluyó en el Reglamento Penitenciario, se legalizó, y asunto concluido.
Pero la herramienta represiva nunca ha dejado de estar en manos de los
carceleros. Los jóvenes “radicales” respondieron con mucho más
entusiasmo, pero en lugar de decirles a los presos que ellos no formaban
parte, todavía al menos, de ningún “movimiento de resistencia”, se
quisieron creer el halagüeño reflejo que aquéllos les ofrecían, de
manera que, desde el principio, las ilusiones de unos alimentaron las de
los otros. En apoyo de las huelgas de hambre o de patio y otras
acciones reivindicativas de los presos, mientras los reformistas
pugnaban por controlar la situación imponiendo su dinámica legalista,
los “grupos anárquicos” que querían ser independientes de los buró-
cratas, aparte de las concentraciones y manifestaciones —para las que
eran poca gente, visto que los del otro sector se negaron a colaborar en
su convocatoria y organización— no supieron inventar otra táctica que
la de los pequeños atentados dispersos, incluidos los vergonzosos
paquetes-bomba, que dieron lugar a nefastos montajes
mediático-policiales. Maneras de actuar para las que tampoco estaban
preparados y que pusieron en práctica de una manera descoordinada y sin
un mínimo criterio estratégico. El discurso de la coordinadora,
supeditado a su propia estrategia contemporizadora, poco tenía que ver
con el de los presos, pero los “anárquicos” carecían de cualquier
discurso o estrategia que no fuera la nueva retórica “insurreccional”
ibérica. Sin iniciativa propia, se nutrían de los comunicados de dentro,
mucho más lúcidos y realistas aunque coincidieran en parte con ese
lenguaje, mitificados pero mal comprendidos, y de consignas que se
reducían al llamamiento a esa “violencia difusa” que luego no sabían
ejercer más allá de lo débilmente simbólico. Tampoco supieron separar
las acciones ilegales de las que eran necesarias para establecer y
sostener las redes de comunicación, que se vieron, por tanto, acosadas
por la policía, y afectadas por detenciones y montajes, con la aparición
estelar del fantasma del “terrorismo anarquista”. Hasta que cundió el
pánico, entre personas más bien inconscientes que se habían tomado la
cosa como un juego. Se dispersaron, con muy pocas y respetables
excepciones, demostrando en su mayor parte falta de verdadero
compromiso, y la moda presista remitió hasta casi desaparecer, con la
misma rapidez con que había venido. Fueron cerca de dos años bregando
por extender la lucha, con varios intentos de coordinar acciones
colectivas dentro y fuera, para sustentar una tabla reivindicativa que
intentaba incluir también las necesidades de los presos de segundo
grado, centrándose en los conocidos tres puntos (“ni FIES ni dispersión
ni enfermos en prisión”) a los que se añadió más tarde el de la
limitación de las grandes condenas. La participación —en la primera
huelga de hambre colectiva de cuatro días, en marzo del 2000— no pasó de
un máximo de 300 presos, según los cálculos más optimistas, cifra que
no hizo sino disminuir, con un grupo de irreductibles de unas 30
personas. En la calle, salvando las distancias, se puede hablar de una
participación parecida, tanto en el número total como en la proporción
entre implicaciones circunstanciales e incondicionales. Pero el “espacio
de lucha” abierto en un principio, al tiempo que se desmoronaba fuera
ante el acoso policial, se vio sometido a una fuerte presión por parte
de la administración carcelera, que hizo lo necesario, torturas
incluidas, para dispersar a los presos, minar su moral e interceptar las
comunicaciones entre ellos y con el exterior. En lugar de ampliarse, se
disipó de la noche a la mañana, salvo en lo que concierne a una exigua
minoría. No se logró ningún objetivo; la situación en la cárcel empeoró
por las represalias y medidas tomadas para impedir la unión. El
movimiento anticarcelario no se desarrolló en la calle, sino que se
debilitó hasta prácticamente desaparecer: el motín de la cárcel de
Quatre Camins, en mayo del 2002, la brutal represión y la insignificante
reacción solidaria señalaron su final.
No hubo debate, ni autocrítica,
ni balance de ninguna clase, aparte de los comunicados de algunos presos
y la crítica “anarquista” del presismo. No se aprendió nada. Que
soplaran en el anquilosado “movimiento okupa” vientos de
descentralización, que los administradores patentados de la ideología
anarquista mostraran de pronto su verdadero rostro burocrático y
legalista oponiéndose a la solidaridad con los presos anarquistas, o que
los subrepticios dirigentes de la “coordinadora Lucha Autónoma” dieran
muestras de un repugnante oportunismo, y que algunos jóvenes militantes
libertarios decepcionados y unos cuantos “autónomos” de barrio
decidieran como reacción seguir, como bastantes jóvenes okupas cansados
también de soportar a sus vanguardias informales, la moda
insurreccionalista, no les había ayudado a superar las maneras de ser
básicas de los seguidores de modas: ideología en vez de pensamiento,
activismo ciego, preferencia por la ficción frente a la realidad,
exhibicionismo… La defensa de los presos fue uno de los motivos que les
hicieron rebelarse contra sus tutores. O al menos sus antiguos pastores
les dejaron solos en esa lucha. Pero eso no les proporcionó la
experiencia o la inteligencia que la pertenencia al rebaño juvenilista
no les había proporcionado.
Así que reprodujeron las formas de
comportarse aprendidas en ella: en sus asambleas tuteladas y manipuladas
por burócratas, el pensamiento crítico individual, el diálogo abierto y
la construcción a partir de la experiencia común de una conciencia
colectiva eran imposibles, había que conformarse, pues, con las
consignas infraideológicas pergeñadas por mediocres especialistas y
actuar sin pensar, por inercia, confundiendo el capricho y la rutina con
la espontaneidad, el mimetismo con la coordinación, el narcisismo
individual y colectivo con la autonomía, el campañismo con la lucha
social, el deseo de figurar en el espectáculo capitalista con el ímpetu
subversivo… Para el caso que nos ocupa, la peor inercia de ese
“movimiento juvenil” hijo de “una generación educada por el
espectáculo”, además de la sumisión a una estética barata, podría ser el
“inmediatismo”: la ansiedad de satisfacer urgentemente los deseos
típica del consumidor, ya que tanto el trabajo de los anarquistas como
el de la lucha anticarcelaria se han de plantear a largo plazo. Hace
tiempo que un significado preso anarquista, Claudio Lavazza, uno de los
de Córdoba, señaló claramente, poniendo el dedo en la llaga, la
necesidad de un debate de balance y reflexión sobre la “lucha contra el
FIES”, pero ese debate, casi 10 años después de su propuesta, apenas se
ha iniciado, al menos en la calle. Entre algunos presos sí que ha
existido una cierta continuidad en la discusión estratégica, al hilo de
los intentos de lucha que se han dado, pero en el exterior ha pasado
prácicamente desapercibida, a pesar de que se le ha dado suficiente
publicidad. Los “militantes anticarcelarios” han hecho oídos sordos a
esas aportaciones, que no han recibido de ellos ni una sola respuesta
directa. Sin memoria, ni diálogo, ni reflexión se han repetido una y
otra vez los mismos errores de aquel “intento fracasado de lucha”:
activismo; irrealismo; primado de las apariencias y afán de
protagonismo; ambigüedad con respecto a los típicos comportamientos
reformistas de la izquierda, debida a la total ausencia de crítica real,
con la consiguiente dependencia táctico-estratégica; falta de
pensamiento crítico, de capacidad de reflexión y hasta de sentido común;
frivolidad y egocentrismo en el uso de la violencia… maneras de
comportarse típicas del gueto. Lo que hizo éste —no podía ser de otra
manera— fue negarse a pensar, empecinándose en una estupidez satisfecha
de sí misma, al menos en lo que toca a la lucha anticarcelaria. Lo cual
es fácil de entender, pues, pese al gusto del gueto por el victimismo,
el Estado había sido siempre bastante indulgente con sus actividades
ilegales y, así, nada obligaba a estos hijos de la “clase media” a
afrontar el análisis de la represión estatal, del sistema penal y la
autodefensa frente a ellos. Y precisamente de eso trata, en primer
lugar, nuestra crítica: no es que rechacemos tal manera de actuar o tal
otra, lo que rechazamos es la acefalia, el espontaneísmo inerte, y más
aún esa actitud autocomplaciente que valora por encima de todo la
autoexpresión, tildando demagógicamente la racionalidad estratégica de
“utilitarismo”. Ese egocentrismo disfrazado de romanticismo idealista y
sentimentaloide no es más que un síntoma de narcisismo, la patología que
sufre el idiota, separado del mundo, de sus semejantes e incluso de sí
mismo, que confunde sus fantasías con la realidad, o pretende hacerlas
realidad, lo que viene a ser lo mismo. El caso es que el debate y la
reflexión estratégica sobre la lucha anticarcelaria en el territorio
dominado por el Estado español han estado casi totalmente ausentes de
los “medios radicales”, ausencia favorecida además por la presencia de
pseudorreflexiones, discursos ideológicos, engañosos y simplistas, que
ocupan el espacio y acaparan las energías necesarias para la búsqueda de
la verdad. El término “presismo” se popularizó en el gueto a raíz de la
publicación de un artículo, “El fin de las cárceles es el fin del
presista”, en el 2002, una mirada afilada en medio de toda esa
confusión, a pesar de que adoptaba el punto de vista de un “movimiento
anarquista” tan mitológico como pudieran ser las “masas de rebeldes
sociales” que poblaban las cárceles en los sueños presistas.
Y pasó con
él como con otras críticas al gueto —“Ad Nauseam”, por ejemplo, donde se
acuñó, en el 2000, el propio término “gueto”—, que, aunque levantaran
ampollas, fueron muy celebradas durante un tiempo como las últimas
novedades del mercadillo “antagonista”, los nuevos términos quedaron
incorporados al lenguaje guetista, su contenido olvidado muy pronto, y
los comportamientos criticados no sólo continuaron vigentes sino que se
fueron agravando. De manera que se puede decir que durante años se ha
impuesto entre quienes dicen estar contra la cárcel una verdadera
ceguera. ¿Es que nadie entre todos los participantes tenía la lucidez
mental suficiente para reflexionar sobre la experiencia común elaborando
una visión de conjunto y un balance de errores y aciertos? Finalmente,
hubo alguna “mesa redonda”, se publicaron un par de reflexiones
interesantes sobre el tema, pero no son suficientes, porque las
conclusiones no parecen haber calado entre quienes se internan hoy en el
mismo terreno. Así que ese “debate sobre objetivos y medios” en la
lucha contra el poder punitivo del Estado sólo puede empezar partiendo
de las aportaciones de los presos, de la constatación de que en la calle
está en sus primeros balbuceos y del análisis de esa ceguera, poniendo
en claro sus causas, orígenes y factores constitutivos, así como sus
consecuencias. En principio, la cárcel es más vulnerable desde dentro
que desde fuera, precisamente en la medida en que la tecnología
penitenciaria no logre imponerse sobre la rebeldía de los presos,
dividiéndoles, clasificándoles, sometiéndoles a la condición asignada a
cada cual por códigos, sentencias, reglamentos y órdenes burocráticas,
separándoles entre sí y de la gente de la calle, en la medida en que
logren unirse en una lucha por su dignidad y quizá por su libertad. Pero
sería aún más vulnerable atacándola coordinadamente desde los dos
lados. Al fin y al cabo, la cárcel social funciona poniendo a cada cual
en su sitio: los currantes haciendo horas extras o buscando trabajo,
enganchados a sus aparatitos electrónicos y a los placeres y
servidumbres del consumo y de la propiedad privada ficticia; los
delincuentes en el talego —reglamento, tratamiento, régimen—,
participando en “actividades terapeúticas”, sobreexplotados en trabajos
superalienantes, tirados en los patios y anulados por el hastío y las
drogas, o aislados en los departamentos de máxima crueldad. Los
anarquistas podrían haber contribuido a lograr esa unión, a sabotear
todo ese proceso de atomización, pero no sin enfrentarse al efecto
gueto, a los factores que les separaban entre sí, del resto de la gente y
de cualquier enfrentamiento real con la dominación y la explotación.
Como decían los presos FIES de Soto del Real: “Es indudable que un
hombre o una mujer que no se deja absorber por la masa, posee una
riqueza creadora capaz de aportar nuevos métodos reivindicativos e ideas
que nos permitieran fortalecernos”. Por desgracia, eso no coincide con
lo ocurrido realmente. Reflexión de la que enseguida se sigue que ni el
gueto ni los autodenominados “anarquistas”, han tenido, por mucho que
digan, más protagonismo en las luchas o intentos frustrados de lucha
subsiguientes a la campaña contra el FIES que el que ellos mismos se han
atribuido en los típicos relatos esquemáticos y autocomplacientes
habituales en sus medios. Lo que ha habido es una relación de
complementariedad entre las ilusiones del gueto y las de un grupo de
presos que, más que a luchar, se han acostumbrado a aparentar que lo
hacían, en una especie de pelea con su propia sombra, al estilo
guetista, aunque para sustentar esas apariencias tuvieran que ponerse,
por ejemplo, en huelga de hambre o autolesionarse y afrontar las más que
seguras represalias carceleras. Todo está basado en un juego de
intercambio de fantasías. Primero, los autodenominados anarquistas
mitifican a los presos como una especie de vanguardia de la rebeldía
social o sujeto revolucionario sustitutivo. Luego, se les hace creer a
ellos que existe un “movimiento anarquista” que les apoya y puede
proporcionarles una identidad y un reconocimiento como luchadores. Son
dos narcisimos que se alimentan recíprocamente, producto ambos de la
alienación, del alejamiento forzado de la realidad como proceso
constitutivo de las condiciones fundamentales de la vida de todos, del
encierro en una dimensión dentro de la versión solidifica- da de esa
realidad que se nos impone, cosificándonos, privándonos de la condición
de sujetos de nuestra propia vida, es decir, de la autoconciencia, de la
voluntad, de la creatividad, de la libertad, de la interrelación
directa, del apoyo mutuo, de la comunidad. Anarquista sería, como
mínimo, quien luchara por recuperar todo eso sin aplazar su disfrute
hasta el momento de la victoria, sino sumergiéndose ya mismo en el
conflicto, afrontando la angustia, la perplejidad y el peligro de vivir y
ser día a día la nada creadora. No quien se adhiriera compulsivamente a
una identidad abstracta, rígida, muerta, de la que se intenta fingir la
vida agitando, como el viento un espantapájaros, su cadáver disfrazado y
adornado a la última ¡Qué triste desperdicio de energía! Tampoco ha
sido nunca el anarquismo lo que algunos se imaginan, una cuestión de
capricho individual —interpretación propia de niños pijos— y no va a
empezar a serlo porque algunos lo decidan así. Pueden utilizar la
etiqueta como les dé la gana, también lo hacen, como lo han hecho
siempre, la policía y la propaganda de la dominación. Al fin y al cabo,
lo que importa no es el anarquismo sino la anarquía y la lucha por
lograrla, importa la acción, los hechos y no tanto las palabras o los
gestos. Ahora bien, no hay que confundir con la acción el activismo, por
efectista o subido de tono que sea, y mucho menos el activismo
campañista, la “guerrilla de la comunicación”, eso sería el viento
agitando el espantapájaros. Los problemas reales están aquí, en nuestras
propias vidas, y no se pueden plantear siquiera si huimos ante ellos
refugiándonos en una identidad ficticia. Tanto el deseo vivo de acabar
con la tortura institucionalizada y el poder punitivo como la acción
encaminada a abolir el Capital y el Estado se encuentran hoy en una
situación de debilidad, casi de inexistencia. El uno y la otra son sólo
dos aspectos, el primero incluido en el segundo, de un mismo proyecto:
el intento de constituir una colectividad rebelde que llegue a ser lo
suficientemente fuerte como para convertirse algún día en
revolucionaria, aprovechando las oportunidades que ofrezca el imparable
proceso de descomposición social que nos ha tocado vivir, y poder
plantearse seriamente esos objetivos, sabiendo que no se puede derribar
el régimen de dominación y explotación sin destruir el sistema penal y
tampoco viceversa. Tanto la lucha anticarcelaria como el movimiento
anarquista tienen todavía que llegar a ser. No se pueden desperdiciar
las fuerzas necesarias fingiendo que ya lo hemos logrado.
Publicado por
primera vez en el número 6 de la revista Argelaga
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