La naturaleza del poder es el egoísmo, cuya razón de ser es la
búsqueda y conservación de su propio mando. Se trata de un mando que
existe por y para sí mismo y que, a su vez, se establece como la causa
de grandes formaciones sociales como los Estados. De este modo no es la
sociabilidad humana la que explica la aparición de esta institución,
como tampoco la disposición de una inmensa mayoría a obedecer. Más bien
su aparición y desarrollo histórico se debe a la existencia de una
minoría con la voluntad de mandar y de hacerse obedecer.[1] Las diversas
explicaciones sobre las causas de esa voluntad dominadora ponen el
acento sobre diferentes factores, pero en cualquier caso remiten en
última instancia a una misma actitud frente al mundo de esas
individualidades dominadoras que puede resumirse en un complejo de Dios.
La búsqueda por asegurar la propia existencia ha hecho de la
satisfacción de las necesidades vitales el principal impulso de la
historia. En términos generales existen dos formas opuestas de hacerse
con los medios para satisfacer dichas necesidades: a través del robo y
de la apropiación por la fuerza del trabajo ajeno, y por medio del
trabajo propio y de su intercambio por el trabajo de otros.[2] Así es
como la lucha por la vida que impone la naturaleza llega a desarrollar
en ocasiones el deseo, e incluso la necesidad, de mandar sobre otros y
someterlos a explotación. Todo esto denota en gran medida el principio
de supremacía del más fuerte que también se encuentra presente en otras
especies, donde se establece un guía y conductor del grupo como
resultado de la lucha entre diferentes rivales. El complejo de
superioridad explica en parte el comportamiento y la sicología de
aquellos individuos que pretenden el poder, quienes se creen mejores o
mejor dotados para ejercer su dominio sobre los demás y que en ocasiones
reciben dicho reconocimiento.
A lo anterior hay que añadir los factores biológicos y sicológicos
propios de la evolución humana sobre los que se asienta el instinto de
dominación, y que en unas condiciones favorables logra desarrollarse con
éxito. Tanto es así que el principio del mando ha llegado a
considerarse un rasgo de la naturaleza humana sobre el que Bakunin
señaló lo siguiente: “De manera fatal, ese principio maldito se
manifiesta como un instinto natural, en todos los hombres, sin exceptuar
a los mejores. Todos llevamos el germen dentro de nosotros; y como
sabemos, por una ley fundamental de la vida, todo germen tiende
necesariamente a desarrollarse y a crecer, a poco que encuentre en su
medio las condiciones favorables a su desarrollo”.[3]
Asimismo, las propias circunstancias del medio han obligado al ser
humano a luchar contra factores amenazantes para su supervivencia, lo
que ha dado lugar al desarrollo de la técnica, entendida como forma de
manejarse en su lucha contra la naturaleza,[4] para transformar y
someter el mundo. En este sentido la explotación de los recursos
naturales y su transformación, la alteración del medio natural junto a
la creación del mundo maquinal han servido para originar un orden
artificial con el que ejercer su poder de dirección, al mismo tiempo que
todo ello ha impreso una necesaria tensión permanente para la
preservación y desarrollo de dicho orden.[5]
El sentimiento de angustia y temor provocado por la dependencia
respecto a un mundo desconocido y amenazante es el origen de la actitud
racionalizadora que clasifica, organiza y cuantifica todo cuanto existe
para poder establecer relaciones causales con las que conocer de
antemano lo que va a suceder y, de esta manera, alcanzar un mayor
control sobre el mundo. El desarrollo de la ciencia y de la técnica es
la respuesta a esa angustia, y obedece a una voluntad de poder dirigida a
la dominación del medio a través de su conocimiento con el propósito de
poner fin a la incertidumbre y al temor que provoca. Si el
psicoanálisis ha identificado la búsqueda del control de aquello que
genera intranquilidad con una impotencia narcisista, esa tendencia
llevaría a caer rápidamente en su extremo opuesto, en la identificación
con la omnipotencia narcisista y consecuentemente con la sabiduría
infinita de Dios.
La modernidad, como proceso histórico, se ha caracterizado por su
tendencia hacia una creciente racionalización, a una expansión del
conocimiento científico-técnico con el objetivo de alcanzar algún día el
completo dominio de la naturaleza. Este conocimiento que no cesa de
transformar el mundo no se preocupa de su propia relación con dicha
transformación al no traspasar las fronteras de la racionalidad
instrumental, aquella que sólo busca medios para fines prefijados. De
esta forma la actividad racional abandonada a sí misma, al no estar al
servicio de ninguna ética, sólo sirve como herramienta del poder para
alimentar sus fantasías narcisistas de omnipotencia.
Las diferentes explicaciones acerca del origen de la voluntad de
poder remiten a una misma actitud frente al mundo que puede resumirse en
lo que Hans E. Richter denominó complejo de Dios.[6] Tras las ansias de
dominación y sometimiento tanto de la naturaleza como de los demás
seres humanos se esconde este complejo, pues quienes aspiran a ejercer
el principio del mando aspiran también a desempeñar el papel de demiurgo
que ordena y transforma, bajo diferentes pretextos que operan como
elementos legitimadores, el mundo y la sociedad en su conjunto. Por
medio de la permanente y progresiva racionalización inherente al
ejercicio del mando no sólo se persigue un mayor conocimiento que
permita el completo dominio del mundo, sino que al mismo tiempo se trata
de satisfacer, a través del autoengaño, una fantasía narcisista de
omnipotencia que consiste en sustituir el poder de Dios por el poder del
sujeto.
El complejo de Dios se acentúa con el ejercicio del poder al imponer a
los demás la voluntad propia, lo que los convierte en instrumentos para
alcanzar los grandes fines de quien detenta la autoridad. La sociedad
gobernada pasa a ser una extensión del yo que transmite a diario sus
propios impulsos a un cuerpo inmenso, de forma que moviliza en la
lejanía ingentes y desconocidos recursos para el logro de sus objetivos.
El propio poder alimenta la sensación de omnipotencia que contribuye a
desarrollar un acrecentado sentimiento de megalomanía.
El poder como tal no duda en revestirse de cierto mesianismo al
presentarse como omnipotente. Este rasgo se acentúa cuando la propia
sociedad se lo atribuye en un contexto proteccionista en el que el poder
cubre todas las necesidades básicas, y se convierte así en un aliado de
las capas populares. Sin embargo, este rasgo es llevado al paroxismo
cuando el complejo de Dios no sólo se limita al crecimiento del poder
sino que termina identificándose explícitamente con Dios. Entonces, el
poder no sólo se pone en el lugar de Dios sino que se hace Dios mismo.
En la a historia son numerosos los casos en los que el poder se ha
arrogado un carácter divino, como pueden ser los faraones de Egipto y
los emperadores romanos entre otros. El poder busca de esta manera la
legitimidad que hace aceptables sus decisiones y su mando. En este
sentido la divinización del poder sirve para conferirle un origen y
carácter sobrenatural que lo haga incuestionable, que es lo que facilita
la máxima obediencia de sus súbditos. Asimismo, y a diferencia de lo
que pudiera pensarse, el proceso de secularización de la sociedad
iniciado por la modernidad no impidió que en lo sucesivo se produjeran
nuevas formas de divinización del poder. A finales del s. XVIII y sobre
todo durante el s. XIX emergieron diferentes ideologías de carácter
autoritario que hicieron del Estado el centro de la vida social, y que a
la postre constituyeron religiones políticas que recreaban con un
sentido y significado nuevo aspectos propios de las religiones del
pasado.
Cuando la religión comenzó a ser un obstáculo para el crecimiento
ilimitado del poder este recurrió a nuevas creaciones ideológicas para,
al igual que ocurrió en el pasado con la religión, conseguir la
obediencia de sus dominados y, sobre todo, su disposición a sacrificarse
voluntariamente por el Estado. Este es el caso del nacionalismo,[7]
pero igualmente el de todas aquellas ideologías que se erigieron en
teorías omnicomprensivas y totalizantes que pasaron a organizar los
conocimientos y la experiencia del sujeto. Este es el ejemplo del
fascismo que desarrolló su propia mitología, rituales, simbología, etc.,
con los que aspiraba a desarrollar una experiencia total del mundo en
la que el sujeto estuviese completamente integrado junto a los demás, de
tal forma que quedase anulado como individualidad.[8]
Pero la carga irracionalista no sólo está presente en el fascismo
sino también en ideologías que, como el marxismo, hacen del racionalismo
un dogma políticamente orientado para articular la interpretación total
de la realidad que debe asumir el sujeto en tanto que reflejo de la
verdad objetiva que una vanguardia se ocupa de interpretar. Resulta
significativa la existencia dentro del marxismo de la corriente
filosófica representada por Lunacharsky, Bogdánov, Bazárov, Iushkévich, y
por algún tiempo también Gorki, que aspiraban a unir el socialismo
científico con la religión para crear un ateísmo religioso donde los
objetos de adoración del socialista son la humanidad y el cosmos.[9] Los
constructores de Dios, tal y como llegó a conocérseles, veían al
marxismo, ante todo, como un sistema religioso que señala a la gente el
camino hacia una nueva vida.[10] En este mismo sentido la corriente
cosmista en el seno del bolchevismo que impregnó de milenarismo y
mesianismo al proyecto totalitario soviético es, al menos en parte, un
reflejo de esto en la medida en que hizo parcialmente suyas las
categorías de bien y mal propias de la sociedad tradicional rusa.[11]
La necesidad de apoyarse en las creencias y valores imperantes en la
sociedad para alcanzar su consentimiento no constituye otra cosa mas que
un recurso dialéctico, y por tanto propagandístico, para conquistar el
poder. Responde al ansia de dominación de quienes se presentan como
realizadores del bien colectivo, lo que implícitamente remite a la
primitiva idea de Dios como hacedor de ese mismo bien y por tanto como
gran protector de la comunidad. Los grandes líderes dominadores se
presentan de este modo y tratan de recrear y encarnar bajo una forma
diferente los atributos que en épocas arcaicas le correspondían
exclusivamente a la divinidad. El gran líder es quien sabe y por tanto
quien está destinado a dirigir a la comunidad para realizar el bien
común, para protegerla y garantizar su bienestar. Él es el gran
depositario de la confianza colectiva y como tal el intérprete y
artífice de los designios de la comunidad, es su conciencia viva a
través de la que la propia comunidad expresa su voluntad. El líder sin
ser Dios ocupa su lugar en tanto que mito, como gran unificador de las
voluntades que conforman la comunidad. Todo esto lo hace incuestionable
mientras ejerce su dominio ilimitado al no encontrar resistencia alguna,
lo que sirve para alimentar aún más el complejo de Dios que anima su
irrefrenable voluntad dominadora. Todo ello da lugar a una
identificación directa entre las masas y el jefe supremo.
Así es como el afán de dominación, y por tanto el poder mismo,
obedece a esa omnipotencia narcisista encarnada por el complejo de Dios.
El complejo de quien necesariamente se cree mejor y superior al resto, y
que para alcanzar una posición de poder se apoya en las creencias y
valores que articulan a la sociedad para presentarse como una
encarnación de las mismas, y por tanto como el artífice de la voluntad
colectiva cuando en realidad únicamente le mueve su propio interés para
satisfacer su voracidad dominadora.
Esteban Vidal
[1] Jouvenel, Bertrand de, Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento, Madrid, Unión Editorial, 2011, pp. 158-162
[2] Oppenheimer, Franz, The State, Canada, Black Rose Books, 2007, pp. 12-14
[3] Leval, Gastón, El Estado en la historia, Cali, Otra Vuelta de Tuerca, p. 40
[4] Spengler, Oswald, El hombre y la técnica y otros ensayos, Madrid, Espasa, 1967
[5] Díaz, Marino, El pensamiento social de Georges Sorel, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977
[6] Frank, Manfred, El Dios venidero, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994, pp. 52-59
[7] Ibarra, Pedro, Nacionalismo. Razón y pasión, Barcelona, Ariel, 2005
[8] Gentile, Emilio, Fascismo: Historia e interpretación, Madrid, Alianza, 2004
[9] Lunacharsky, Anatoly Vasilievich, Religión y socialismo, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1976
[10] Mark M. Rosental y Pavel F. Iudin, Diccionario de filosofía, Madrid, Akal, 1975
[11] Fernández Ortiz, Antonio, “El hombre, el cosmos, la ciencia y el bien: los aportes soviéticos de la ciencia soviética” en Utopías: nuestra bandera Nº 188, 2001, pp. 195-217
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