Monólogo del peatón
A esta altura de mi vida en una gran
ciudad, lo mejor que le encuentro a un automóvil es que no sea mío. Desgraciadamente ellos
no parecen compartir este rechazo, y me basta salir a la calle para ingresar en un
sistema y un código en los que sólo la vigilancia más atenta puede evitar el rápido paso de
la integridad a la papilla.
No todos tienen conciencia de la diferencia aterradora entre las aceras y las calzadas, allí donde un simple descuido significa la pérdida de todos los derechos del peatón; nada más ominoso que ese zigzag municipal a que nos obligan para que crucemos la calle en las esquinas, siguiendo como blandas ovejas los bretes dibujados por la doble hilera de clavos metálicos.
La ciudad se vuelve así un decurso rectilíneo capaz de enloquecer a todo espíritu amante de las curvas, la inspiración del instante, el atractivo de la vitrina de enfrente, el perfil de la chica que jamás alcanzaremos a ver de cerca a menos de apostarle la vida, lo que acaso es demasiado para un perfil.
Supongo que en la campaña los autos son más neutralizables, pero es un territorio que poco frecuento; urbano, en plena aglomeración de casas y cosas fascinantes, los sufro como un ejército de ocupación, una enfermedad de la tierra, un estrépito y un tufo que me agreden con su amenaza permanente, sus arietes prontos a abrirse paso entre peleles lanzados en todas direcciones.
Tal vez por eso no me desagrada recorrer la ciudad en auto, cuando es un taxi o me lleva un amigo; es el único lugar donde me siento a salvo, así como hay edificios tan horribles que lo único posible es entrar en ellos y contemplar desde alguna de sus ventanas la ciudad momentáneamente libre de su silueta. (Tal vez por cosas así nos soportamos a nosotros mismos, puesto que sólo nos vemos desde adentro).
A alguien podrá sorprenderle que escriba esto después de un libro como Los autonautas de la cosmopista, en el que se cuenta la forma en que mi compañera Carol y yo pasamos más de un mes en un auto y rodeados de autos, en una carretera enhebrada por millones de ellos en sus más variadas y vehementes manifestaciones. Pero el lector de ese libro sabe que nuestro viaje era precisamente un desafío a la costumbre, y que entre sus muchos lados patafísicos el más visible era el de buscar las excepciones en las reglas, el silencio en el estrépito, la calma en el fragor. Si una autopista vacía cesa de tener sentido, lo que contaba para nosotros era mostrar cómo el vacío sigue presente en lo lleno si se lo busca con las armas de la poesía, el azar y por qué no la locura. Si los autos hubieran sido para nosotros lo que son para el que se suma a esa horda desatada de la que hay que cuidarse a cada segundo sin por eso dejar de ser parte de ella, el viaje hubiera perdido no sólo su razón de ser sino el ser de su razón, y esa razón era precisamente el reto supremo, afirmar frente a los autos que podíamos verlos sin verlos, que podíamos aparearnos a ellos desde otra dimensión, que los neutralizábamos con las armas del juego, y que ese juego era uno de los rumbos de una vida más bella, menos atada a las rutinas y a los códigos.
Y eso sin ninguna jactancia ni sentimiento de superioridad, simplemente porque éramos un lobo y una osita y ya se sabe que eso cambia las perspectivas, las ópticas y no solamente el pelaje.
Desde luego que ese viaje lo hicimos en un auto, pero nuestro rojo dragón Fafner se hubiera ofendido al escuchar semejante calificación. Mi larga intimidad con él no provino de la relación usual auto-conductor, sino que sólo me decidí a ir a buscarlo a su caverna (un garage de Bourg- la-Reine) cuando estuve seguro de que Fafner era por encima de todo una casa que, como la alfombra mágica, podía llevarme a cualquier lado sin privarme de su techo, su cocina, su cama y su salón de estar. A partir de eso, el motor y las cuatro ruedas perdían esa insolente primacía que distingue a los autos comunes; tan es así que los fabricantes mismos, sin duda poco dados a la poesía, no se decidieron nunca a llamarlo auto o camión o camioneta, aunque de todo tenía un poco, y optaron por denominarlo “combi” que hasta hoy no he buscado entender demasiado.
Por cosas así no sentimos jamás que
ese viaje lo hacíamos en un auto, primero porque gran parte del tiempo lo pasamos fuera
de él explorando los paraderos, y después porque apenas nos metíamos dentro nos
ganaba un sentimiento doméstico, la alegría de volver a casa y encontrar todo lo que necesitábamos, desde el trago reparador hasta la música y los libros, sin hablar de la
nevera debidamente surtida de buenas cosas.
Cuando los autos se detenían cerca de nosotros en los altos del atardecer o a lo largo de la noche, no nos sentíamos ligados a ellos por ese sentimiento ambivalente que mueve a los automovilistas a intercambiar impresiones sobre sus respectivos vehículos apenas llevan un rato de conversación. Todo nuestro interés estaba concentrado en los viajeros, en esa gente que subía y bajaba de sus vehículos en etapas casi siempre fugaces (claro que no tenían como nosotros más de un mes para hacer un viaje de diez horas), y los niños o los perros nos atraían mucho más que los Mercedes o los Renault. Pienso ahora que en un viejo cuento, La autopista del sur, mi punto de vista fue exactamente el mismo aunque las condiciones variaran en todo sentido; también allí los autos sólo sirvieron como telón de fondo, limitándose a transmitir sus nombres a sus ocupantes, a la vez que la inmovilidad forzosa les quitaba eso que podríamos llamar la “autidad” y que es lo único capaz de darles un sentido; poco a poco se fueron convirtiendo en malos hoteles para una interminable pesadilla, cosa que por lo demás también puede suceder cuando corren a toda máquina por las autopistas.
¿Me reconciliaré alguna vez con los autos? Tal vez, pero para ello tendrían que ser muy diferentes de lo que son, y cuando hablo de autos hablo sobre todo de sus dueños y conductores.
Los aceptaría si la ciudad estuviera llena de formas insólitas y coloreadas, de pinturas y dibujos en movimiento, de burbujas o de paralelepípedos que prismaran las luces al moverse, de una individualidad que cada vez falta más en nuestra civilización; los aceptaría si sus conductores, tantas veces solos en el volante mientras la gente sale de sus trabajos y busca ansiosamente un autobús ya lleno o ausente, invitaran a aquellos que coincidieran con su itinerario, los acercaran a sus casas y charlaran un poco con ellos. Ya sé que es mucho pedir, y que casi siempre el que se compra un auto no lo hace para acercarse sino para separarse, para reinar como un pequeño déspota dentro de su triste escarabajo reluciente. De manera que hasta nueva orden sigo andando a pie o tomando el metro; siento la brisa en la cara y el suelo bajo mis zapatos, me rozo con la gente y cuando puedo hablo con ella. Retrógrado, sin duda, pero mucho más feliz.
Motor 16, Madrid, n.º 13, 21 de
enero de 1984.
amo a Cortazar
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