Félix Rodrigo Mora
El estrés hídrico está devastando los montes. Que se extingan el lince, el urogallo o el oso pardo es algo terrible, pero que conozcan la misma suerte los bosques de encinas, que son el principal reservorio de la biodiversidad en grandes áreas peninsulares es un acontecimiento aterrador. Podemos achacarlo al cambio climático producido por los gases de efecto invernadero, como hace el ecologismo institucional, según su estrategia de que son los gobiernos y los expertos, no los pueblos, quienes están llamados a resolver los problemas medioambientales. Tal enunciado convierte la parte en el todo e impone una explicación monista en contradicción con lo observado.
Dejando de lado el politicismo, podemos señalar como causas de la devastación de esos bosques: 1) la sequía estival; 2) el descenso de la capa freática por causa del exceso de regadíos; 3) la falta de población en los medios rurales, que impide darles las labores adecuadas, así como la pérdida de saberes; 4) el desprecio por sus frutos, sobre todo por la bellota, que antaño sirvió también para la alimentación humana en forma de pan y de un sinfín de productos; 5) la escasez de ganado autóctono en extensivo, que cuida y fertiliza el bosque; 6) la contaminación aérea por metales pesados y lluvia ácida; 7) la falta de atención de los pueblos, que antaño
cuidaban sus montes desde la institución del concejo abierto, tarea que ahora, en general, les ha sido usurpada por las instituciones
y que se delega sobre todo en el Seprona, con efectos muy negativos.
Tenemos, pues, siete causas, a las que hay que añadir una octava, sí, el efecto invernadero. La sequía estival, esa dramática realidad que terminará convirtiendo a la gran mayoría de la península ibérica en un desierto, si no se actúa enérgicamente desde las bases del cuerpo social, tiene, a su vez, diversos orígenes. Los males originados por la disminución e irregularidad de las precipitaciones, así como por la reducción de la humedad relativa del aire, ya eran bien visibles en la segunda mitad del siglo XIX, y sobre su procedencia se aportaron análisis certeros: la destrucción a gran escala de la cubierta arbórea debido a la privatización (ilegítima) de los bosques concejiles por el Estado.
Más allá de las propuestas puramente técnicas, funcionariales y “apolíticas”, es el sistema de concejo abierto de la ruralidad popular el que, recreado, aunque no como copia del pasado¡ sino adecuándolo a las condiciones actuales, puede proporcionar soluciones a los problemas medioambientales.
Una parte creciente de la flora y fauna silvestres está manifestando no poderse adaptar a tan rapidísima transformación del clima que se ha agravado en los últimos decenios, pero que comenzó a producirse en el siglo XVIII, con la organización productivista del medio natural dirigida por el ente estatal que preconizó la Ilustración, Jovellanos, por ejemplo, y luego con las medidas tomadas por la revolución constitucional y liberal, tal como se desprenden de la luctuosa Constitución de 1812, inspiradora del Decreto de desamortización de baldíos (comunales), de 1813, que dejó sin árboles millones de hectáreas, aunque aún fue peor la Ley de Desamortización Civil, de 1855, proveniente de la Constitución de 1845.
A ello se unieron los intereses estratégicos del aparato militar, que se expresa en las aciagas Ordenanzas de Montes de Marina, desde mediados del XVIII y en las factorías para la fundición de cañones que destruyen áreas inmensas de arbolado, como la de Liérgana (Cantabria). Posteriormente, en el fomento de los altos hornos sobre todo para poseer poder naval; en la conversión de la agricultura en un mercado para los productos de una industria química que existe, principalmente, por razones castrenses; en la imposición de la maquinaria pesada agrícola como paso previo a la fabricación de equipo militar pesado, en la introducción de los insumos neoquímicos con fines inconfesables.
Convertidas amplias extensiones, quizá entre 12 y 17 millones de hectáreas, de pasto y bosque en terrenos agrícolas o en superficies hoy devastadas y estériles, por la desamortización civil, aquéllos van a padecer una nueva merma de biodiversidad en la segunda mitad del siglo XX, con la generalización de la agricultura científica e industrial, dirigida por ingenieros y especialistas, maquinizada y quimizada. Si esas tierras peninsulares de labor, ya bastante degradadas por las causas expuestas, tenían hacia 1950 una riqueza faunística de unas 30 especies, en torno al año 2000 únicamente se contabilizaban 7, lo que significa una pérdida superior al 75% en sólo cincuenta años, algo pavoroso.
Dado lo delicado del asunto, introduciré esta cuestión con un titular: Una población única de urogallo, amenazada por parques eólicos en la provincia de León(2); uno más entre docenas, quizá cientos, similares. En efecto, las energías renovables son el nuevo azote de la biodiversidad: dañan el ecosistema que permite sobrevivir al oso pardo, originan gran mortandad de aves, una parte de ellas en peligro de extinción, devastan la población de murciélagos, que mantienen a raya plagas tan tenaces como la carpocapsa, llevan el hormigón a lugares donde jamás antes había llegado, abren zanjas y sendas por doquier, recorridas regularmente por los servicios de mantenimiento, con la contaminación múltiple correspondiente, afean el paisaje y todo ello con fines productivistas, hacer posible, al menos en la intención, el crecimiento continuo del consumo de energía, cuando de lo que se trata es de reducirlo, incluso al 10% del actual. Lo mismo puede decirse de los “huertos solares” que ocupan cada vez mayores extensiones de terreno,
que es desertificado y apartado de su destino natural, el ser reforestado, además de usar sustancias muy tóxicas en la elaboración de las placas.
Pero eso no es todo. En mi libro Naturaleza, ruralidad y civilización expongo los notables daños al medio ambiente y a la preservación de la biodiversidad que ocasiona la agricultura ecológica certificada institucional: agresión a la entomofauna auxiliar con el desyerbado térmico, el uso de bacillus thuringiensis y otras prácticas; contaminación del suelo y el aire con feromonas, erosión a gran escala en el olivar ecológico, uso de sustancias tóxicas como insecticidas, utilización de maquinaria pesada que compacta los suelos, violación del principio de precaución, orientación productivista(3) y dependencia absoluta del par Estado-mercado, entre otros. No es, por tanto, una solución, y de ella no puede esperarse una mejora de la biodiversidad.
¿Cuál sería el programa de propuestas?
Poner fin a la sequía estival, por tanto, a sus causas. Retornar a los regadíos tradicionales, un tercio de los actuales, evitando la exportación de productos agrícolas, pues es exportar agua. Retirar de la agricultura unos diez millones de hectáreas, para proceder a su forestación con especies autóctonas. Desmontar los cultivos arbóreos paso a paso, especialmente los eucaliptales, para sustituirlos
por especies peninsulares. Incrementar la población rural hasta al menos el 75% del total, con fomento de la natalidad, lo que precisa eliminar la actual prohibición de facto de que las mujeres sean madres, ya que para la realización de las ingentes tareas de recuperación medioambiental, que pueden necesitar más de un siglo de trabajos colosales, hace falta una población numerosa y joven. Extinguir las ciudades, promoviendo su abandono voluntario, pues aquéllas son constitutivamente letales para el medioambiente y la biodiversidad. Hacer que al menos un tercio de la alimentación humana se base en frutos arbóreos, hierbas silvestres y nutrimentos no cultivados, para limitar la erosión que acompaña siempre a las prácticas agrícolas. Rebajar la ingestión de alimentos a 2.600 calorías, desde las 3.300 actuales, lo que permitiría reducir sustancialmente las superficies cultivadas, para lo cual se han de sustituir los hórridos placeres del estómago por una cosmovisión del esfuerzo y el servicio desinteresados, que se centre en los bienes inmateriales, la verdad, la libertad, la convivencia, el bien moral y la virtud. Restringir tanto como sea posible el uso de tecnología industrial en la agricultura y ganadería, eliminado al mismo tiempo la casi totalidad de los productos químicos y neoquímicos. Establecer el autoabastecimiento y el policultivo como sistema habitual, reduciendo al mínimo el mercado y el uso del dinero. Hacer universal el trabajo agrícola, de tal manera que todas y todos los adultos se ocupen de una parcela de tierra que les proporcione lo sustantivo de su alimentación. Desindustrializar y minimizar el uso de maquinaria. Estatuir la soberanía del municipio, política y económica. Crear un orden político que tenga su fundamento en las asambleas omnisoberanas, inspiradas en el
concejo abierto del universo rural popular tradicional, con comunales y normas jurídicas de creación y aplicación popular, con libertad de conciencia, libertad política y libertad civil, libertades hoy inexistentes en lo principal. Lo expuesto, qué duda cabe, es un programa revolucionario, por sí y por el marco político que exige.
¿Qué es lo que propone el ecologismo institucional? Coherente con su naturaleza, se reduce a preconizar la acción estatal, positiva, con políticas de fomento y ayudas (por ejemplo, a la agricultura ecológica, bien subvencionada), y negativa, ampliando cada vez más el número de las leyes y las sanciones penales, así como expandiendo los aparatos de vigilancia y coerción. La solución legicentrista
se manifiesta bien en, por ejemplo, Derecho europeo de la biodiversidad. Aves silvestres, hábitats y especies de flora y fauna (Agustín García Ureta, 2010), un tomo de 755 páginas dedicadas a la legislación medioambiental. Su lectura lleva a una conclusión: que tan profusa actividad normativa, por tanto represiva, no puede ser el remedio. Primero, porque es una inmensa maraña de normas legales imposible de manejar. Segundo, debido a que no va a las causas sociales de los problemas, pues se limita a reprimir algunas de sus manifestaciones. Tercero, porque el derecho que “protege” la biodiversidad es el mismo que mantiene las actuales estructuras, que son decididamente dañinas.
Los hechos prueban tal aserción: tras casi medio siglo de legislación ambiental a gran escala, la biodiversidad y el medio ambiente,
lejos de mejorar, han seguido empeorando.
El activismo institucional se manifiesta asimismo en la forma de encuentros internacionales. El más conocido hasta ahora fue la llamada Cumbre de la Tierra, en Río de Janeiro en 1992, en la que se reunieron 156 Estados. Han pasado ya casi 20 años, ¿qué ha
resultado de ella? La respuesta es que, en lo positivo, apenas nada y en lo negativo mucho. En efecto, lo allí preconizado para mantener la diversidad biológica ha manifestado ser mendaz propaganda institucional, con algunas medidas quizá positivas, pero muy pocas y de ter- cer orden. La mezcla de verborrea y mejoras de ínfima significación ha servido, en los años transcurridos, como pantalla tras la cual ampliar y profundizar la destrucción medioambiental. El balance es, por tanto, ampliamente negativo. Tales montajes, propios de la sociedad del espectáculo, se usan sobre todo para confundir, apaciguar y desmovilizar a la opinión pública, a la que se hace llegar el mensaje de que son los Estados y los expertos en “salvar el planeta” quienes se han de encargar de estos asuntos, no el pueblo. El mismo juicio se debe aplicar a, por ejemplo, la cumbre de Copenhague sobre el cambio climático, celebrada a finales de 2009.
De tales eventos nos llegan textos tan infaustos como la “Convención sobre la biodiversidad”, que sostiene, sin pudor, que son los Estados, no los pueblos, los que poseen derechos sobre los recursos biológicos, y que son los Estados, no los pueblos, quienes son
responsables de su conservación. Una vez que se ha producido la marginación y exclusión de la gente común, a la que se niega la capacidad para actuar a favor del medio ambiente, que queda como tarea de altos funcionarios, legisladores, policías y guardias civiles, políticos profesionales, tecnócratas, profesionales del ecologismo institucional, multinacionales “verdes” y otros grupos de élite, la restauración del medio natural es imposible.
Pero hay más. Un texto así, que expresa el ideario del ecologismo institucional, es no-democrático y totalitario en sí mismo, pues estatuye la dictadura de los expertos en una cuestión vital para todos, el medio ambiente.
Si algo enseña la historia del quebranto medioambiental, en las tres grandes oleadas que han tenido lugar en los últimos 200 años, es que tras ella está siempre el poder constituido, de manera que no es posible admitir que la causa primera del mal se haya convertido en su remedio. El elemento motor en última instancia de la pérdida de diversidad biológica han sido los intereses militares, policiales, imperiales, de dominio político, legislativos, aleccionadores, fiscales y económicos de los aparatos estatales, desde el siglo XVIII hasta hoy, temible complejo al que se denomina razón de Estado. Ésta, unida a la codicia de las clases propietarias, es la responsable de las nocividades en curso, de manera que es imposible admitir que una combinación de intervencionismo estatal unido a un renovado afán de lucro, sin olvidar el deseo de cierto ecologismo de proporcionar a sus adeptos carreras profesionales exitosas, pueda ser el remedio. Para comprobarlo basta con repasar las causas concretas de la pérdida de la biodiversidad y devastación ambiental, antes señaladas, a fin de determinar quién las ha promovido y promueve, y a quién benefician.
Hay, pues, dos conclusiones a extraer:
Una respecto a los fines. La biodiversidad ha sido máxima en el pasado, cuando el régimen de concejo abierto, comunal, colectivista,
de ayuda mutua y fundamentado en el derecho consuetudinario, con una agricultura popular (tan diferente a la convencional como a la ecológica) y soberanía del municipio, eran realidades tangibles. Cuando la revolución liberal y constitucional arrumbó por la fuerza de las armas todo ello se constituyó un orden político-jurídico, el actual, que ha liquidado la vitalidad y diversidad del medio natural, arruinando los bosques y estableciendo una agricultura de una destructividad asombrosa, que además se incrementa día a día.
No se trata de preconizar una imposible e indeseable vuelta al pasado sino de aprender críticamente de éste para construir un futuro
que ha de ser creación de un nuevo orden político y económico, cualitativamente diferente al actual, no-libre, que se manifiesta en los hechos incompatible con la conservación de la diversidad biológica, es más, con la continuidad misma del mundo natural.
La otra respecto a los medios. La vía institucional, el confiar en los expertos y los profesionales, con menosprecio de las funciones de la gente común, sólo está llevando a reforzar y ampliar el biocidio en curso. Tanta verborrea presuntuosa, tanto estudio científico o pseudo-científico, tanta actividad legislativa, tanta acción judicial-policial, tantas cumbres internacionales no están ofreciendo ningún resultado positivo apreciable y sí muchos negativos. Hay que retornar pues a un ecologismo popular, en el que sea la gente corriente quien tenga todo el protagonismo, tras años de exclusión de ésta.
Extracto de la ponencia sobre la que intervino Félix durante el seminario organizado el pasado mes de junio por Ecologistas en Acción, bajo el título “¿Por qué perdemos biodiversidad?”.
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