Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

martes, julio 25

La expropiación del tiempo en el capitalismo actual

1. Primeros momentos del capitalismo industrial

En un principio la expropiación del tiempo en el capitalismo industrial estaba referida de forma preferente a los obreros y al ámbito laboral, porque se trataba de convertir a antiguos campesinos y artesanos, que tenían su propio manejo del tiempo –algo muy diferente al tiempo abstracto del capitalismo, regido por el reloj-, con sus ritmo lento y pausado, en el que se mezclaba la actividad productiva, con la fiesta, el calendario religioso, el carnaval, el descanso, la vida en común. Los trabajadores resistieron en este primer momento con la huida y el abandono de los sitios del trabajo, proclamando de manera implícita el “derecho a la pereza”, un principio prioritario en la resistencia a la proletarización.
Cuando el capitalismo logró crear la primera generación de trabajadores asalariados los disciplinó en concordancia con sus intereses de valorización y de generación de ganancias y se empezó a regir por la célebre máxima “el tiempo es oro”. En este segundo momento, los trabajadores habían sido sometidos y ya no luchaban contra el nuevo ritmo temporal -el del cronómetro- sino por el acortamiento del tiempo de trabajo, lo que indica que se había aceptado el nuevo ritmo temporal, abstracto y vertiginoso del capital. Un componente fundamental de la lucha histórica de los trabajadores de todo el mundo, cuando ya habían asumido su condición de asalariados, se centró en plantear la separación entre el tiempo de trabajo en el ámbito fabril, y luego en todos los sitios de trabajo (oficinas, escuelas, hospitales…) respecto al resto del tiempo, lo cual se expresó en la lucha por los tres ochos (8 horas de trabajo, 8 horas de estudio, 8 horas de descanso). Esta lucha generó importantes movilizaciones y épicas conquistas de la clase obrera, entre las cuales la más relevante, por el simbolismo que connota, es la del Primero de Mayo. Con esa celebración se trataba de arrancarle al capital un día al año, en el cual los trabajadores no estaban sometidos al ritmo infernal del despotismo del capital, y en ese día podían marchar, gritar y protestar o desarrollar actividades propias de la cotidianidad de los trabajadores. Fueron estos espacios externos al escenario de la fábrica, aunque ligados a la misma, en donde se gestó y se construyó una cultura obrera. Esa cultura disfrutaba su tiempo libre a su manera: jugando fútbol, tomando trago en la taberna, fundando bibliotecas populares, impulsando clubes contra el consumo de alcohol, fomentando la publicación de libros, periódicos y revistas de los trabajadores, organizando salidas a las afueras de los pueblos y ciudades en compañía de sus familias…
Durante toda la época del fordismo, los trabajadores lograron mantener la separación entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio. Incluso, en la época del Estado de Bienestar, y sus diversos remedos en todo el mundo, los trabajadores obtuvieron como una de sus conquistas fundamentales el derecho a disfrutar de vacaciones durante unas semanas del año. Para hacer frente a esta realidad, el capitalismo procedió a mercantilizar el tiempo libre de los trabajadores y convertirlo en tiempo de ocio, mediante el fomento del consumo individual y familiar y haciendo que ese tiempo estuviera regido por la lógica del capital, porque, por ejemplo, las vacaciones se disfrutan en hoteles, balnearios o playas en las cuales se despliega una actividad mercantil que genera ganancias. Por esa razón, Herbert Marcuse señalaba que a una sociedad libre corresponde un tiempo libre y a una sociedad represiva un tiempo de ocio.
 2. Generalización de la expropiación del tiempo
En el mundo contemporáneo, la expropiación del tiempo se ha extendido a todos los ámbitos de la vida y no se limita, como antes, al terreno laboral. En el capitalismo actual la expropiación del tiempo de la vida se expresa, de manera paradójica, en la falta de tiempo. Esto es ocasionado por el culto a la velocidad, la aceleración de ritmos, la dilatación de los trayectos de las ciudades, la incorporación de las periferias urbanas mediante la generalización del automóvil, los embotellamientos por el exceso de vehículos privados, la conversión del ocio en una mercancía, la omnipresencia esclavizante del celular, el sometimiento al televisor, frente al cual las personas pasan una buena parte de su existencia, la ampliación de la jornada de trabajo… Un dicho africano expresa de manera contundente nuestra falta de tiempo: “Todos los blancos tienen reloj, pero nunca tienen tiempo” (Chesneaux, 1996).

Esta expropiación del tiempo de la vida está relacionada con la definición del poder en términos del control del tiempo ajeno. En concreto, para decirlo en términos de David Anisi:
Todos partimos de una igualdad básica. Independientemente de nuestras coordenadas sociales, el día tiene veinticuatro horas para todos. Técnicamente el tiempo es algo imposible de producir. Sólo el ejercicio del poder, al apropiarnos del tiempo de los demás, puede acrecentarlo. El poder se mide como la relación entre el tiempo obtenido de los demás y el tiempo necesario para conseguir esa movilización (Anisi, 2006).
Hasta ahora, a importantes sectores de la sociedad el capitalismo no les había podido expropiar su tiempo, si recordamos que “el tiempo es el único recurso del cual pueden disponer gratuitamente los que viven en el escalón más bajo de la sociedad” (Sennett, 2006: 14). Esto era aplicable a gran parte de la población que habitaba en los países periféricos y también concernía a las personas que se encontraban en los territorios de la antigua Unión Soviética y de Europa oriental. En el caso de nuestros países, pobres y periféricos, al capitalismo sólo le interesaban aquellas personas que pudieran convertirse en trabajadores asalariados fueran potenciales consumidores de mercancías materiales o pudieran pagarse unas vacaciones– como manera de expropiarles el tiempo libre, convertido en tiempo de ocio mercantil, comercializado en forma de paquetes turísticos.
 Las personas más pobres, que no podían, ni pueden, convertirse en trabajadores asalariados, que no cuentan con dinero para consumir a vasta escala y que tampoco tienen ingresos para ir de vacaciones, ahora soportan la expropiación de su tiempo, por medio, principalmente, del teléfono celular, convertido en un verdadero objeto de consumo masivo, tan omnipresente hoy en día como los relojes de mano. Todas las clases sociales usan celulares, aunque de diferente precio y calidad, pero con la misma finalidad de consumir tiempo en una comunicación perpetua, y en la mayor parte de los casos innecesaria. Eso lo hacen también los pobres, sin empleo y en condiciones indignas de vida (sin escuelas, sin salud, sin ingresos económicos, sin ninguna perspectiva vital, aprisionados en tugurios, sin agua potable…), que invierten lo poco que tienen en la compra de un celular y en adquirir tarjetas para hablar. En ese sentido, puede decirse que hoy ni siquiera los pobres pueden disponer gratuitamente de su tiempo, pues se les ha expropiado y se les ha obligado a usarlo de forma permanente en parlotear en el celular o en ver televisión basura, con lo cual no sólo pierden su tiempo sino que producen fabulosas ganancias a los emporios multinacionales que controlan y manejan la economía de los teléfonos celulares.
 
En el caso de la antigua URSS y los países de Europa oriental, la gente constata la magnitud de los cambios experimentados en los últimos veinte años en el “tiempo perdido”. Las personas que hablan de la época anterior a 1989-1991 coinciden en que antes les sobraba tiempo para tener amigos, visitarlos, hablar con ellos, conversar y compartir. Ahora, nada de eso existe, porque el capitalismo ha impuesto un ritmo frenético y veloz, en el que ya no les queda tiempo para nada, ni para los amigos, ni para disfrutar de alguna actividad cultural o de goce personal (leer, ver una película, ir a un concierto o a una obra de teatro), algo que no sólo era gratuito hace un cuarto de siglo sino que convocaba a importantes sectores de la población. Hoy predomina el tiempo cuantitativo, vacío, homogéneo y abstracto, que se expresa, entre otras muchas cosas, en la generalización de la televisión basura al más puro estilo estadounidense. Las bibliotecas están vacías, se ha reducido dramáticamente la lectura y la compra de libros. A cambio, la mayor parte de la gente malvive en el rebusque diario para conseguir su sustento y un ritmo vertiginoso caracteriza sus existencias pauperizadas.[1]

En síntesis, con la universalización del capitalismo lo que hoy se está viviendo es la plena “subsunción de la vida al capital”, que implica que se han mercantilizado y sometido a la férula del tiempo abstracto todos los aspectos de la vida. En concordancia con este presupuesto, el capital ha rotó la distancia que separaba el tiempo de trabajo y el tiempo libre, o el tiempo de la vida. Eso se ha logrado con la utilización de múltiples estrategias, entre las que sobresalen la flexibilización laboral, que no es otra cosa sino el alargamiento de la jornada de trabajo y el regreso a formas de explotación donde impera la plusvalía absoluta, la deslocalización de empresas a otros países y continentes, en los que se puede someter a vastos contingentes de trabajadores a ritmos infernales y prolongados de explotación diaria (jornadas de 15 o más horas de trabajo) y, sobre todo, el empleo de la tecnología electrónica y digital. Este aspecto es tan crucial, que merece ser tratado con algún detalle.
 Un primer dato, indicativo del fenómeno que comentamos, está referido a un hecho que contraviene los anuncios de algunos teóricos del trabajo, como André Gorz, quienes habían previsto la reducción del tiempo de trabajo y el correlativo incremento del tiempo libre y de ocio. No obstante, se ha presentado una situación completamente opuesta a lo anunciado: un incremento inesperado del tiempo de trabajo en el mundo. Una persona nacida en 1935 llegó a trabajar 95 mil horas; a una persona que nació en 1972 se le preveía una vida laboral de 40 mil horas; y las personas recién empleadas en la primera década del siglo XXI van a tener que trabajar 100 mil horas[2]. ¡Toda una vida de trabajo!, en el sentido literal del término. Si a eso le agregamos que un habitante promedio de los Estados Unidos, el país en donde el trabajo es una enfermedad, gasta 1.500 horas al año metido en su automóvil (lo que en unos 30 años representa 45.000 horas), podemos comprender el predominio del tiempo no libre en el capitalismo de hoy.
 
De la misma manera, la introducción de aparatos microelectrónicos en el ámbito laboral, especialmente el teléfono celular, ha roto la separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre, o, más exactamente, el tiempo de trabajo ha absorbido el tiempo libre. En este caso, “el teléfono celular tomó el lugar de la cadena de montaje en la organización del trabajo cognitivo: el infotrabajador debe ser ubicado ininterrumpidamente y su condición es constantemente precaria” (Berardi Biffo, 2010).
Aunque no exista otro momento en la historia del capitalismo, como el de las dos últimas décadas, en que tanto se hayan exaltado las libertades individuales, en la práctica tenemos que el tiempo laboral se ha celularizado y cada día se parece más al trabajo de los esclavos, porque:
ya nadie puede disponer de su propio tiempo. El tiempo no pertenece a los seres humanos concretos (y formalmente libres) sino al ciclo integrado de trabajo. Sólo los desertores escolares, los vagabundos, los fracasados, los ociosos desocupados pueden disponer libremente de su tiempo (íd).

Lo que resulta más significativo con respecto a la mezcla del tiempo de trabajo y el tiempo libre radica en que, por lo común, las nuevas generaciones de trabajadores lo aceptan como algo normal, especialmente los llamados trabajadores cognitivos, porque conciben el trabajo como la parte más importante de su vida y ellos mismos tienden a prolongar de manera voluntaria su jornada laboral. Un cambio antropológico y social tan importante se explica por múltiples razones: la pérdida de vínculos humanos en las grandes ciudades en donde los nexos entre las personas se han convertido en un envoltorio muerto y sin placer; la mercantilización y el culto al consumo como la razón de ser de la existencia humana y de los trabajadores, lo cual se complementa con la crisis de los proyectos emancipatorios; el culto a los artefactos tecnológicos como sustitutos de las relaciones con otros seres humanos; el éxito del capital en imponer su ideología individualista en la que se atenúa y se reducen, y en algunos sectores, desaparecen, las luchas colectivas y se enfatiza la cuestión del triunfo individual, que en forma supuesta se alcanzaría subordinándose por completo a los intereses del capital. En resumen:
el efecto que se produjo en la vida cotidiana durante las últimas décadas es el de una des-solidarización generalizada. El imperativo de la competencia se volvió dominante en el trabajo, en la comunicación, en la cultura, a través de una sistemática transformación del otro en un competidor e incluso en un enemigo. Una máquina de guerra se esconde en todo nicho de la vida cotidiana (ibíd).
Como se ha impuesto la lógica de la mercantilización absoluta y del consumo como sinónimo de felicidad humana, se concibe que se debe trabajar y endeudarse, es decir, dedicar mayor tiempo al trabajo, con la expectativa ingenua de obtener más dinero para comprar más mercancías, que permitirán el disfrute del tiempo libre, el cual cada vez es más lejano, precisamente porque la vida no alcanza para trabajar tanto y conseguir dinero para pagar las deudas que se han adquirido en la perspectiva de tener algún día tiempo libre. Así:
Cuanto más tiempo dedicamos a la adquisición de medios para poder consumir, tanto menos nos queda para poder disfrutar el mundo disponible. Cuanto más invirtamos nuestras energías nerviosas en la adquisición de dinero, tanto menos podemos invertir en el goce […] Para tener más poder económico (más dinero, más crédito) es necesario prestar más tiempo al trabajo socialmente homologado. Pero esto supone reducir el tiempo de goce, de experimentación, de vida.La riqueza entendida como goce disminuye proporcionalmente al aumento de la riqueza como valor económico, por la simple razón de que el tiempo mental está destinado a acumular más que a gozar (íd).
La utilización de los artefactos microelectrónicos y digitales en el trabajo además de hacer que desaparezca el tiempo libre, fragmentan y precarizan aún más la actividad laboral. Esa precarización no es solamente una cuestión jurídica, en la cual los individuos no tienen derechos, sino que además supone “la disolución de la persona como agente de la acción productiva y la fragmentación del tiempo vivido” (ibíd.: 91). Esto quiere decir que en el plano de la organización del trabajo se generaliza la individualización de las tareas, hasta el punto que el colectivo trabajador puede ser disuelto, como ocurre en el llamado trabajo en red, donde ciertos individuos se conectan durante un tiempo para realizar un determinado proyecto, luego se desconectan y se vuelven a conectar en el momento en que tienen un nuevo proyecto. De esta forma, se pone en marcha la “dinámica de la descolectivización”, un logro muy importante para el capitalismo de nuestra época, porque:
el trabajo se organiza en pequeñas unidades que auto administran su producción, las empresas apelan más ampliamente a los temporarios y a los contratados, y practican la terciarización en una gran escala. Los antiguos colectivos no funcionan y los trabajadores compiten unos con otros, con efectos profundamente desestructurantes sobre las solidaridades obreras (Castel, 2010).
Por ello, el capital reclama su derecho de moverse libremente por el mundo para “encontrar el fragmento de tiempo humano en disposición de ser explotado por el salario más miserable” y luego de usarlo lo tira a la basura. Esto es posible porque el tiempo de trabajo ha sido fractalizado, es decir, se ha reducido a fragmentos mínimos que luego se pueden recomponer y por eso el capital busca el lugar donde impera el salario más miserable. Aunque la persona que trabaja es jurídicamente libre, el control de su tiempo por un poder extraño, el del capital, lo hace esclavo; sencillamente, “su tiempo no le pertenece, porque está a disposición del ciberespacio productivo recombinante” (Berardi Bifo, 2010). 
A esta nueva forma se le puede denominar el esclavismo celular, lo cual se evidencia de manera contundente en el BlackBerry, un aparato que reproduce el nombre de un instrumento usado en la época de la esclavitud en los Estados Unidos, que se ataba en los tobillos de los esclavos para que no huyeran, para que su tiempo siguiera perteneciendo, por la fuerza bruta, a los esclavistas. Algo similar sucede hoy, cuando el BlackBerry mantiene a la gente esclava de otros, principalmente de los patronos y empresarios, siempre atados de manos y cerebro a ese aparatejo insoportable.
El tiempo laboral de los trabajadores cognitivos se ha celularizado porque se divide en fragmentos, en células, que de manera despersonalizada el capital hace circular por la red, y se mantiene una conectividad perpetúa, a través del teléfono celular, que obliga a que los trabajadores precarizados estén disponibles como esclavos posmodernos, cuando el capital los requiera. Esto es posible porque ahora “la persona no es más que el residuo irrelevante, intercambiable, precario del proceso de producción de valor. En consecuencia, no puede reivindicar derecho alguno ni puede identificarse como singularidad”, por ende es un esclavo celular y del celular (íd). El trabajador se convierte así en un código de barras, que no importa como ser humano, por su subjetividad, sino sólo porque es una pieza más de un engranaje conectado en red, a través de la computadora, Internet y, en la forma más íntima, a través del teléfono celular.
Y, entre paréntesis, si el objetivo es convertir a los seres humanos que trabajan en un simple código de barras, como el de cualquier objeto mercantil que se vende en un supermercado, también se transforma la escuela y la universidad para hacerlas funcionales a este propósito. No otra cosa es lo que está sucediendo en nuestros días con las transformaciones educativas cuya finalidad es producir terminales humanos que sean compatibles con un circuito productivo, porque ya el objetivo explícito del capital es transformar a los seres humanos en engranajes de la producción de valor en el capitalismo y para lograrlo, o sea, convertirlos en códigos de barras, hay que eliminar las diferencias culturales e históricas en los procesos de enseñanza. Eso se expresa, por ejemplo, en la nueva lengua de la escuela, con sus estándares universales de créditos, competencias, movilidad internacional, saberes comunes y homogéneos, acreditación externa, todo lo cual no es sino la legalización administrativa y pretendidamente pedagógica de nuestra conversión en códigos de barras. Y esto tiene que ver con los saberes de forma directa. En efecto:
La producción del espacio productivo del saber se articula en estrecha relación con la construcción de la tecnosfera digital de red. La dinámica de la red muestra una fundamental duplicidad: por un lado, su expansión requiere un potenciamiento de los agentes sociales del saber. Pero, por otro lado, y al mismo tiempo, somete la transmisión de saber a automatismos tecno-linguisticos modelados según el paradigma de la competencia económica.Todo agente de sentido, si quiere volverse productivo, operativo, debe ser compatible con el formato que regula los intercambios y vuelve posible la interoperabilidad generalizada en el sistema (ibíd).
En tales circunstancias, la potencia del Internet no es otra cosa que una potencia de despersonalización a vasta escala, de liquidación de la singularidad y de la individualidad. Se han creado “las condiciones para la reproducción ampliada de un saber sin pensamiento, de un saber permanente funcional, operacional, desprovisto de cualquier dispositivo de auto-dirección (ibíd).
Por supuesto, esto genera patologías entre la población en general y entre los trabajadores en particular, porque la comunicación obligatoria se ha convertido en una epidemia. Su lógica es simple pero destructiva de la psiquis individual: si quieres sobrevivir en el capitalismo actual tienes que ser competitivo y para serlo requieres estar conectado todo el tiempo, recibir y enviar información sin pausa, manejar una masa creciente de datos, suministrar tu tiempo, siempre, a quien lo requiera. Ya no eres dueño de tu tiempo nunca, ni de día, ni de noche, ni los fines de semana, siempre debes estar dispuesto a dar tu tiempo a quien te lo compre a bajo precio. Esto genera un estrés permanente, porque debe estarse atento a la información que recibes y la que se te solicita, a la par que tu tiempo disponible para la afectividad y las relaciones personales prácticamente se reduce a cero. Con estas dos tendencias se devasta el psiquismo individual. En estas condiciones, se presenta un cambio trascendental:
Mientras el capital necesitó extraer energías físicas de sus explotados y esclavos, la enfermedad mental podía ser relativamente marginalizada. Poco le importaba al capital tu sufrimiento psíquico mientras pudieras apretar tuercas y manejar un torno. Aunque estuvieras tan triste como una mosca sola en una botella, tu productividad se resentía poco, porque tus músculos funcionaban. Hoy el capitalismo necesita energías mentales, energías psíquicas. Y son precisamente ésas las que se están destruyendo. Por eso las enfermedades mentales están estallando en el centro de la escena social (ibíd).
Todo esto lo ha hecho posible el capital, porque desde el momento en que surge la medición del tiempo, en horas, minutos y segundos, se puede comprar y vender, es decir, el tiempo se convierte en una mercancía. Hasta no hace mucho tiempo esto aparecía como algo etéreo, pero hoy se hace evidente de una manera gráfica. En Colombia, y suponemos que eso se reproduce en otros países del mundo, las personas que alquilan celulares tienen unas avisos en papel en los que se puede leer: “Se venden minutos”, lema comercial que también agitan a viva voz, diciendo “minutos a 100 pesos”. Incluso, las empresas comercializadoras de los teléfonos celulares no les importa tanto, o por lo menos de manera exclusiva, que la gente tenga un Móvil, sino que lo use sin pausa, que hable no ya minutos sino horas o días, lo que han logrado plenamente. Por eso, esas empresas ofrecen tarjetas que cada vez tienen más minutos. Así, se venden tarjetas con las que se puede hablar durante 2.000 o 3.000 o 5.000 minutos. La gente las compra y se ve obligada a consumirlas en un tiempo determinado. Es decir, que de manera forzada tiene que hablar durante 50 o más horas en un corto lapso de tiempo, unos dos o tres meses. Esto, aparte de generar una verdadera neurosis individual y colectiva y un chismorroteo insustancial para comunicarse cosas triviales que no requieren de ninguna conexión telefónica, es un espectacular negocio para las empresas de telefonía celular, a costa del tiempo de la gente.
 
Todo lo señalado constituye una verdadera expropiación del tiempo personal y produce una neurosis colectiva, que todos los días soportamos en el bus, en la universidad, en los teatros, en donde sea, porque tarde o temprano el insoportable sonido del celular interrumpe cualquier actividad, por sublime que fuese, como el hacer el amor. Al respecto, en España se dice que un 40 por ciento de las personas interrumpen relaciones sexuales para contestar el celular. Aparte de la expropiación del tiempo personal hay otra expropiación igualmente grave, la de la dignidad individual, la de la autoestima, porque hasta se ha perdido la pena y la vergüenza: antes una conversación telefónica era algo privado, de la que no tenía por qué enterarse nadie que estuviera cerca. Hoy, eso es cosa del pasado, ya que la gente habla y cuenta sus cosas personales delante de cualquiera. Esta expropiación de la dignidad es como un esnobismo público permanente, como se evidencia con las mal llamadas redes sociales (Facebook y similares), en las que se socializan por la red, y en forma visual, hasta las relaciones íntimas.
La generalización de la conectividad perpetua tiene como consecuencia que la gente sienta la necesidad imperiosa de estar comunicándose todo el tiempo, enviando mensajes, averiguando o que le averigüen dónde está y qué está haciendo. Si no se puede comunicar o no le contestan cunde el pánico, se siente abandonado. Lo paradójico radica en que la gente se comunica todo el tiempo, pero eso no es un resultado del enriquecimiento de las relaciones sociales, sino todo lo contrario, de la muerte de cualquier relación social. Esto indica que estamos viviendo una catástrofe temporal, porque en la comunicación virtual y digital:
...la presencia del cuerpo del otro se vuelve superflua, cuando no incomoda y molesta. No queda tiempo para ocuparse de la presencia del otro. Desde el punto de vista económico, el otro debe aparecer como información, como virtualidad y, por tanto, debe ser elaborado con rapidez y evacuado en su materialidad (ibíd.)
En conclusión:
Acabamos por amar lo lejano y por odiar lo cercano porque este último está presente, porque huele, porque hace ruido, porque molesta, a diferencia de lo lejano que se puede hacer desaparecer con el zapping… Estar más cerca de quien está lejos que de quien está a nuestro lado es un fenómeno de disolución política de la especie humana. La pérdida del propio cuerpo comporta la pérdida del cuerpo de los demás en beneficio de una especie de espectralidad de lo lejano (Virilio/Petit, 1996).
En consonancia con el tiempo virtual, instantáneo e inmediato, se impone la velocidad, esa cierta forma de fascismo que tanto denunció en su momento Pierre Paolo Pasolini, al señalar el impacto de la tecnología en la vida de la gente en su Italia de las décadas de 1960 y 1970. Y el culto a la velocidad está en la base de las diversas formas de expropiación del tiempo en el mundo contemporáneo, las cuales ameritan un breve análisis.
a) Expropiación del tiempo en el centro comercial y en los supermercados
Un espacio que rompe brutalmente el tiempo son los centros comerciales y los hipermercados, que establecen una jornada interrumpida de quince o más horas y todos los días de la semana. Los dueños de estos supermercados determinan que no se cierre al mediodía, pauta que siguen otros almacenes y establecimientos. Así se fractura el horario de la siesta y se quiebra a los pequeños comerciantes y artesanos. Esto tiene también consecuencias sobre el tiempo libre y el tiempo urbano, porque “cualquier instante de nuestro tiempo libre se rellena por algún tipo de conexión comercial, convirtiendo así al tiempo en el más escaso de todos los recursos” (cit. en Angulo/Unzueta). Entre esos efectos se encuentran que la gente que trabaja durante un horario prolongado y/o los fines de semana descuida a sus hijos y familiares, se incrementa el uso del automóvil privado y, por ende, los embotellamientos y la contaminación.
En algunos supermercados de los Estados Unidos se registra una de las más aberrantes formas de expropiación del tiempo de los trabajadores, cuando de manera casi inverosímil, ni siquiera se les permite que vayan al sanitario, en razón de lo cual esos trabajadores se ven obligados a usar pañales en el sitio de trabajo, dada la amplitud de la jornada laboral[3] (cit. en Carr, 2011).

Debe agregarse a tan degradante expropiación del tiempo de la gente y de expropiación de su dignidad personal, la generalización del control y la vigilancia sobre los trabajadores, situación que justifican los empresarios con el argumento que deben protegerse contra el robo de tiempo por parte de los empleados. Se ha vuelto algo normal, y no lo es de ningún modo, que los empresarios vigilen a sus trabajadores de día y de noche, en el puesto de trabajo y fuera de él, que husmeen en sus correos electrónicos si usan Internet, graben y registren sus movimientos, controlen sus actividades personales mediante el celular y los mantengan en contacto permanente, incluso en los instantes en que los trabajadores están en sus casas o en sus “momentos de ocio”.
En el centro comercial el logos cartesiano ha desaparecido para dar paso a la implacable lógica mercantil, que se resume en la frase “Consumo, luego existo” y ese es, desde luego, no sólo un consumo de mercancías sino de tiempo, medido cuantitativamente en dinero, que expresa una auténtica colonización del tiempo personal. El supermercado y el centro comercial expropian tiempo a la gente de múltiples maneras, porque se convierten en el principal lugar de “sociabilidad”, ante la clausura de los espacios públicos (parques, bibliotecas, teatros), y la sensación de inseguridad que se pregona por doquier, pero de una sociabilidad reducida al puro ámbito del consumo mercantil, del desfile de modas, del mundo sin contradicciones, en donde todo es limpio e iluminado, y no hay ni pobres ni ricos, porque están unificados por el deseo hedonista de consumir.
b) Expropiación del tiempo de la comida
La expropiación del tiempo de la gente barre todas aquellas costumbres y tradiciones, inscritas en un tiempo lento, de la modorra, de la quietud, todas las cuales son despreciadas por el capitalismo como expresión de atraso, de pereza, de falta de competitividad, de ineficiencia, de improductividad y de mil calificativos por el estilo. Tal cosa sucede con el acortamiento, desaparición o transformación de cosas tan humanas como comer con tranquilidad o hacer la siesta.
Fast Food no sólo es un tipo de comida sino un estilo de vida, con una temporalidad acelerada, en la que se pierden los nexos sociales que históricamente se han creado alrededor de la mesa. No vamos a referirnos a sus consecuencias sobre la salud de la gente, sino a los efectos que tiene en términos de expropiación del tiempo. La comida es una de las formas culturales más importantes para cualquier sociedad, porque en torno a ella se tejen relaciones humanas, en la medida en que se preparan, se consumen y se degustan los alimentos, los cuales a lo largo del tiempo gestan tradiciones y costumbres que dan identidad a los pueblos, porque “comer no es una mera actividad biológica sino también una actividad vibrantemente cultural” (Mintz, 2003). El comer en términos culturales se ha basado hasta no hace muchos años en el sentido de la lentitud, uno de los lujos más preciosos que existen, porque una buena comida requiere y necesita tiempo, en su preparación y en su degustación.
Esto queda hecho añicos con la imposición de la comida rápida, cuyo símbolo principal esta constituido por los restaurantes McDonald’s, los cuales constituyen un modelo a pequeña escala de lo que es el capitalismo realmente existente. Primero, en términos laborales, la fuerza de trabajo empleada en esos restaurantes es una de las peores expresiones de la flexibilización y la precarización laboral, tanto por los bajos salarios, como por las mismas condiciones de trabajo en la que no existe la posibilidad de protestar y de organizarse sindicalmente. Aunque a primera vista parezca que el trabajador de McDonald’s es polivalente, porque realiza una serie de faenas en la venta de hamburguesas, en realidad esa labor es profundamente monótona y rutinaria, típica del fordismo, en la que se le prohíbe que tome cualquier iniciativa y no puede ni hablar con los clientes. Segundo, en términos de los consumidores, el objetivo de los McDonald’s es llenar de comida a los comensales para que estos devoren rápido y sin pestañear. Que coman lo más posible en el menor tiempo, y desocupen el restaurante, el cual es diseñado sin ningún atractivo interesante y obliga a la gente a comer e irse de inmediato. Como de lo que se trata es de promover la rapidez, los platos que ofrecen los restaurantes de Fast Food son pocos, estandarizados y producidos en serie. De esta forma, no sólo se come rápido sino siempre lo mismo, con el pretexto de que así se gana tiempo.
 
El argumento dominante para justificar la generalización del McDonald’s es que el capitalismo actual es profundamente vertiginoso y la forma de comer también lo debe ser. Se supone que así se está beneficiando al consumidor, lo que en el caso de la comida chatarra es completamente falso, y no sólo por los problemas nutricionales y de salud que origina, sino porque altera aspectos fundamentales de las relaciones sociales de las personas que, cuando comen, cada vez son más solitarios y acelerados, porque necesitan tiempo para el trabajo, al cual se le deben dedicar la mayor parte de las energías individuales. El Fast Food no deja tiempo ni para la compañía, ni la solidaridad, ni la hospitalidad.
Habría que preguntarse, además, cuál es el costo humano y ambiental de la comida rápida, es decir, en que medida la temporalidad acelerada de los McDonald’s destruye la temporalidad pausada de la naturaleza y de las sociedades campesinas. ¿En cuantos días o semanas se destruyen los bosques del mundo, resultado de lentos procesos de evolución natural, en los cuales se va a producir el pasto que alimenta a las vacas, que van a ser factorías de carne de las que sale la materia prima de las hamburguesas?
En este caso, la rapidez que se le imprime al comer suprime la importancia de los saberes locales, sacrificados a nombre de un universal superior, la hamburguesa made in USA, y donde se aplican unas mismas formulas química y recetas que uniformizan y degradan el gusto y empobrecen los saberes del mundo. En contraposición, debe reivindicarse la alimentación lenta, en la cual se respeten las tradiciones alimenticias locales, y la alimentación refleje valores humanos de buen vivir y compartir, más allá de la eficiencia y la predictibilidad de lo que se va a consumir, que recupere los saberes artesanales que se transmiten de generación en generación y respete lo autóctono y lo natural de un territorio determinado y se constituya en un espacio para compartir con familiares y amigos. No por azar, los partidarios de la Slow food (comida lenta) tienen como símbolo al caracol, tal como lo explica Carlo Petrini: “Emblema de la lentitud, este animal cosmopolita y prudente es un amuleto contra la velocidad, la exasperación, la distracción del hombre demasiado impaciente para sentir y gustar, ávido para recordar lo que recién ha terminado de devorar” (Petrini, 2006).
c) Expropiación de la siesta
En cuanto a la siesta se refiere, se ha hecho dominante su desprecio por considerarla como el mejor ejemplo de lo que genera el atraso y el subdesarrollo, porque quienes practican y reivindican la siesta son vistos como perezosos e improductivos. La siesta en esa perspectiva es una tradición de holgazanes, que pierden el tiempo y no les gusta trabajar y quien la hace derrocha el dinero y el tiempo de otros, porque mientras duerme plácidamente los demás trabajan como bestias, como quien dice la persona que hace la siesta es vista como un parásito. En contra de tan discutibles opiniones, propias del tiempo capitalista que sólo mide la importancia de las cosas y de las prácticas humanas por su carácter mercantilista y productor de ganancia, la siesta puede considerarse como un derecho humano fundamental, porque desde el punto de vista biológico el organismo necesita descansar no sólo durante la noche sino una vez al día, además que ese breve lapso de tiempo después del almuerzo en que se puede dormir resulta trascendental para desarrollar todas las actividades individuales. La siesta ayuda en el rendimiento individual, incrementa la capacidad de atender y concentrarse en determinada labor, contribuye a mejorar la vida sexual, la memoria y el genio, retrasa el envejecimiento, reduce el estrés y la ansiedad. Según Sara C. Mednick, psicóloga y experta en el sueño humano, la siesta es tan importante que “hace que el cerebro opere con la máxima eficiencia, que el cuerpo sea más ágil y sano y, por encima de todo, no tiene efectos colaterales”[4].

Si todo esto es cierto, la expropiación de la siesta se constituye en un atentado contra la salud de los seres humanos y por eso hoy adquiere mucho sentido plantearse una revolución de la siesta, que la reivindique como un derecho humano fundamental, en estos tiempos vertiginosos en que no queda tiempo para aquello que no esté regido por la lógica de la ganancia y de la acumulación.
d) La expropiación del tiempo de la noche
Hasta no hace muchas décadas la noche estaba consagrada al descanso y al reposo, salvo en las fábricas donde desde finales del siglo XIX, tras la invención de la luz eléctrica, el capitalismo había implantado la jornada perpetua de 24 horas de trabajo, en unidades productivas que nunca cerraban y en las cuales las máquinas no se detenían jamás. A ese ritmo febril se tuvieron que acoplar a la fuerza los obreros, que debieron repartirse los turnos y laborar en la noche. Esa fue la primera expropiación del tiempo nocturno, un momento en el cual nuestro reloj biológico, por disposición genética, nos dice que debemos dedicarnos a descansar, porque nuestro organismo está adecuado para eso y no para estar despierto y menos trabajando.
Después, cuando la luz salió de las fábricas y se extendió por las ciudades, en el siglo XX, se alargó el tiempo cotidiano de la gente, que podía salir y deambular en la noche. En el último medio siglo en casi todo el mundo se presentó otro cambio drástico que se proyecta hasta el día de hoy, consistente en que la televisión se fue convirtiendo en un instrumento permanente en los hogares y cada vez se fue ampliando más el tiempo de transmisión televisiva, hasta durar hoy las 24 horas del día. En este caso, se asiste a la expropiación del tiempo personal de las familias que empezaron a dedicarle una parte sustancial de sus vidas a ver televisión, que en algunos casos, como en los Estados Unidos, supone que cada persona vea en promedio siete horas diarias de televisión, en razón de lo cual ese aparato se ha convertido en uno de los principales medios de educación de nuestra época.
Esta expropiación de la noche que acompaña la desbocada urbanización en el mundo produce cambios significativos en el comportamiento de los seres humanos y una modificación brusca del entorno natural y de los ecosistemas, así como de las costumbres y hábitos temporales de las personas, que pierden todo vínculo evidente y directo con la naturaleza y sólo se relacionan con el medio artificial, principalmente con la luz eléctrica. Ya lo decía Pasolini en uno de sus últimos escritos que se habían acabado las luciérnagas en la Italia de comienzos de la década de 1960 y que las nuevas generaciones no tenían ni idea que aquéllas habían existido y, por lo tanto, no podían quejarse por su desaparición. En donde habían luciérnagas ahora aparecían centros comerciales, propiedad de capital transnacional, y en contra de esa presunta modernización en la que se adora el cemento, la luz de neón y el fulgor y sonido de los artefactos electrónicos, Pasolini declara: “Yo, por más multinacional que sea, daría toda la Montedison (un centro comercial) por una luciérnaga” (Passolini, 1983).
 
Así como han desaparecido las luciérnagas, también han desaparecido las estrellas en la noche, o mejor, nunca las vemos porque no tenemos ni tiempo ni espacio para mirar hacia arriba. La luz artificial nos ciega o estamos resguardados, los que podemos, en nuestras cuatro paredes ante la luz espectral del televisor.
e) La expropiación de la memoria y del pasado
Haremos mención al aspecto crucial de la expropiación de la memoria y del pasado de las sociedades, las culturas y los seres humanos. Para comenzar, un punto de partida crítico está referido a la manera como el abuso de los artefactos electrónicos, de manera principal Internet y el Celular, están alterando el funcionamiento del cerebro en general y de la memoria en particular. Al respecto valga señalar que las denominadas tecnologías intelectuales tienen un impacto directo sobre el funcionamiento del cerebro, hasta tal punto que, según estudios neurológicos, lo que se está alterando es nuestro propio cerebro y no solamente la forma en que nos comunicamos. Esto lo han confirmado estudios en los que se señala el impacto contundente sobre la memoria a largo plazo, la más importante que tenemos, y la memoria a corto plazo. La primera memoria guarda recuerdos que duran mucho tiempo, incluso de por vida. La segunda aloja recuerdos que duran muy poco, en muchos casos sólo unos cuantos segundos. La memoria a largo plazo es la sede del entendimiento, porque no sólo almacena datos y hechos sino, lo más importante, conceptos y esquemas, los cuales permiten organizar datos dispersos. Como lo dice John Swellwr, un estudioso del asunto: 
“Nuestra capacidad intelectual proviene en gran medida de los esquemas que hemos adquirido durante largos períodos de tiempo. Entendemos conceptos de nuestras áreas de pericia porque tenemos esquemas asociados a dichos conceptos” (cit. en Carr, 2011)
Ahora resulta que con la sobrecarga de información a que estamos expuestos todos los días por los sistemas microelectrónicos nos saturamos de datos que asume la memoria de corto plazo, sin poderla conectar con la información almacenada en la memoria de largo plazo. En tal caso, no estamos en capacidad de distinguir lo relevante de lo irrelevante, o en otras palabras, estamos perdiendo la memoria y “nos convertimos en descerebrados consumidores de datos” (ibíd.)
Lo que resulta sintomático de la presión a que está siendo sometido nuestro cerebro y nuestra memoria de largo plazo se muestra con el hecho que, en gran medida, los cultores de la inteligencia artificial están adecuando la memoria de corto plazo a la lógica de funcionamiento de los ordenadores, lo que quiere decir que “entrenamos nuestros cerebros para que presten atención a tonterías”, algo que tiene funestas consecuencias sobre nuestra vida intelectual. En resumen:
Las funciones mentales que están perdiendo la “batalla neuronal por la supervivencia de las más ocupadas” son aquellas que fomentan el pensamiento tranquilo, lineal, las que utilizamos al atravesar una narración extensa o un argumento elaborado, aquellas a las que recurrimos cuando reflexionamos sobre nuestras experiencias o contemplamos un fenómeno externo o interno. Las ganadoras son aquellas funciones que nos ayudan a localizar, clasificar y evaluar rápidamente fragmentos de información dispares en forma y contenido, los que nos permiten mantener nuestra orientación mental mientras nos bombardean los estímulos. Estas funciones son, no por casualidad, muy similares a las realizadas por los ordenadores, que están programados para la transferencia a alta velocidad de datos dentro y fuera de la memoria. Una vez más, parece que estamos adoptando en nosotros mismos las características de una tecnología intelectual novedosa y popular (cf. ibíd)
Para los apologistas de las Nuevas Tecnologías de la Información esto significa que el cerebro se reduce a un instrumento que procesa datos y, en tal caso, la inteligencia humana ya no se diferencia de la llamada inteligencia artificial. Esta concepción taylorista aplicada al cerebro, la reproduce muy bien Google, cuyos gestores conciben a la inteligencia como un proceso mecánico, constituido por una serie de pasos que se pueden aislar, medir y optimizar, como el taylorismo ha hecho con la división de tiempos y tareas para producir tornillos o automóviles.
En esta perspectiva, no resulta sorprendente que se confundan la memoria de los seres humanos con los espacios en que se almacena información de los computadores y a eso se le llame memoria, sin rubor alguno. La confusión resulta crítica porque de allí se desprende que el computador puede remplazar a nuestra memoria biológica. No por azar, ciertos apologistas de la tecnología lo dicen sin titubear: “Con un clic en Google, memorizar largos pasajes o hechos históricos” ya es algo obsoleto y en tal caso memorizar se considera una “pérdida de tiempo” (Don Tapscotott, cit. en Carr, 2011). Desde luego, si reducimos la memoria humana a una simple caja que almacena información de corto plazo, eso puede ser asumido por los computadores, pero si concebimos a la memoria como una característica exclusivamente humana y que no se reduce a recordar información desechable sino que es esencial para nuestra vida, porque no sólo nos permite recordar sino sentir, pensar y sobrevivir, tener emociones y empatía, las cosas cambian sustancialmente porque la memoria está viva, y la que se llama memoria informática no.
Las transformaciones que están generando las Nuevas Tecnologías de la Información sobre nuestro cerebro y memoria se relacionan con la lógica del capitalismo actual de inscribir a los seres humanos en el corto plazo, o más exactamente, en el carácter instantáneo del tiempo comercial, un perpetuo presente, sin pasado ni futuro. El ritmo vertiginoso y acelerado del capitalismo sólo deja tiempo para consumir y tirar a la basura, con lo cual se anulan las diferencias temporales. Ahora, 
“...el proceso productivo se presenta objetivamente como un gran flujo informático que atraviesa los espacios tradicionales destruyéndolas y que anula las distancias temporales con una inaudita aceleración del tiempo (casi hasta la desaparición de las temporalidades tradicionales: noche, día, laborable, festivo, etcétera)” (Barcellona, 1992)
De esta forma se nos ha robado el tiempo y el espacio, y por tanto no hay lugar para la memoria, salvo que esta se puede convertir también en una mercancía, en un bien de consumo, lo cual la transforma y la aplasta, porque deja de ser un patrimonio crítico del individuo y de la sociedad y deviene en un artefacto insustancial que se reduce a la memoria informática, como indicamos más arriba.
En esas condiciones desaparece el ser humano como un sujeto histórico, con vínculos profundos con su pasado personal y social, para quedar reducido a un mero consumidor, que vive en un presente eterno, sin antes ni después. De ahí que, entre otras cosas, en las reformas educativas implementados en los últimos años en diversos países del mundo se proponga de manera clara el abandono a las nociones temporales, para que los estudiantes se doten de competencias laborales y empresariales, atadas a la producción y al consumo inmediatos, como cosas que son presentadas como las únicas útiles que existen. Esto no es otra cosa sino hundirnos en la barbarie, que, según Philip Rieff, es “la ausencia de memoria histórica. Y esto es precisamente lo que caracteriza la mentalidad mecanicista del tecnólogo” (cit. en Riechmann, 2006).
Desde otro punto de vista, la expropiación de la memoria fortalece al capitalismo, si la ubicamos en la perspectiva que su expansión mundial aniquila otros espacios y otras temporalidades. En ese sentido:
El tiempo real corre el riego de hacernos perder el pasado y el futuro a favor de una “presentificación” que supone una amputación del volumen del tiempo. El tiempo es volumen. No es sólo un espacio tiempo en el sentido de la relatividad. El volumen y profundidad del sentido, y el advenimiento de un tiempo mundial único que liquide la multiplicidad de tiempos locales es una perdida considerable de la geografía y de la historia (Virilio/Petit, 1996).
Debe enfatizarse que existe otro elemento adicional, la expropiación de la memoria de las luchas de los oprimidos, cuyas gestas y logros, que se han materializado en importantes rebeliones y revoluciones a lo largo de los últimos siglos, han desaparecido del imaginario de las generaciones contemporáneas que han sido “educadas” en la lógica capitalista y neoliberal del fin de la historia y en la ideología TINA (There is no alternative) que los obliga a pensar que este es el único mundo posible, y tolerable y, además de todo, es insuperable.
Por todo ello, y para terminar, un proceso revolucionario en el mundo de hoy debe recuperar otra visión del tiempo, en el que se reivindique la lentitud, la quietud, el goce por disfrutar cosas fundamentales de la vida que necesitan de tiempo, la recuperación de la memoria de los vencidos y de sus luchas, para iluminar el tenebroso presente capitalista, porque, como decía Oscar Wilde, el socialismo necesita muchas tardes libres. O, para decirlo con Pier Paolo Passolini, hay que reivindicar los tiempos lentos del ser.

 
 
Bibliografía
Altvater Elmar / MahnkopfBirgit, La globalización de la inseguridad. Trabajo en negro, dinero sucio y política informal. Ediciones Paidós: Buenos Aires, 2008.
Anisi, David, Creadores de escasez. Del bienestar al miedo. Alianza Editorial: Madrid, 1995.
Barcellona, Pietro,Posmodernidad y comunidad. El regreso de la vinculación social. Trotta: Madrid, 1992
BerardiBifo, Franco, El sabio, el mercader y el guerrero. Del rechazo al trabajo al surgimiento del cognitariado. Acuarela Libros: Madrid, 2007.
– Generación post-Alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo. Tinta Limón Ediciones: Buenos Aires, 2010.
Carr, Nicholas,Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Editorial Taurus: Bogotá, 2011.
Castel, Robert, El ascenso de las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del individuo. Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires, 2010,
Chesneaux, Jean, Habiter le temps. Présent, passé, futur: esquisse d’un dialogue politique. Bayard Éditions: París, 1996.
Lewin, Moshe, El siglo soviético, ¿Qué sucedió realmente en la Unión Soviética?  Editorial Crítica: Barcelona, 2006,
Mintz, Sydney W. Sabor a comida, sabor a libertad, Incursiones en la comida, la cultura y el pasado. CONACULTA: México, 2003
Pasolini, Pier Paolo, El caos. Contra el terror. Editorial Crítica: Barcelona, 1981.
– Escritos corsarios. Editorial Planeta: Barcelona, 1983.
– Cartas luteranas. Trotta: Madrid, 1997.
Petrini, Carlo, “Slow food contra la comida chatarra”. En: http://cafemassimiliano.blogia.com/2006/081602-slow-food-contra-la-comida-chatarra.php.
Riechmann, 2006
Sennett, Richard, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Editorial Anagrama: Madrid, 2006.
Sepúlveda, Luis, Mundo del fin del mundo. Tusquets Editores: Buenos Aires, 2010.
Virilio Paul / Petit, Philippe, La politique du pire. Textuel: París, 1996.

Notas
[1] Cf. Riechmann, 2006: 199ss. y Lewin, 2006: 478ss.
[2] Cf. Berardi Bifo, 2007: 160.
[3] Cf. Altvater/Mahnkopf, 2008, p. 112, nota 1.
[4] La siesta tiene ventajas como el mejoramiento de la vida sexual y el retraso del envejecimiento, en:

sábado, julio 22

El fin de la especie

¿Qué nos han hecho que siendo pensantes somos sumisos?
Que siendo salvajes somos soldados.
Que siendo libres somos salario.
Que siendo parlantes somos cotorras.
Que siendo animales somos piedras.
Que siendo diferentes somos contrarios.
Que siendo espíritu somos objetos.
Que siendo pasión somos iceberg.
Que siendo querer somos temor.
Que siendo risas o llantos somos hastío.
Que siendo sentidos somos consumo.
Que siendo Vida somos cadáver.
Es la desaparición de lo humano


Gustavo Duch (del libro Secretos. Relatos de mucha gente pequeña)

miércoles, julio 19

Sobre el éxodo

 Es obvio que el éxodo empezó por razones políticas. En el extranjero los periodistas empezaron a escribir que en el paisito la atmósfera era irrespirable. Y en verdad era difícil respirar. Los periodistas extranjeros siguieron escribiendo que allí la represión era monstruosa. Y realmente era monstruosa. Pero el hecho de que esas verdades fueran recogidas y difundidas por periodistas foráneos dio pie a las autoridades para una inflamada invocación al orgullo nacional. El error gubernamental fue quizá haber puesto la invocación en boca del presidente, ya que en los últimos tiempos, no bien asomaba en los receptores de radio y las pantallitas de televisión la voz y/o la imagen del primer mandatario, la gente apagaba de apuro tales aparatos. De modo que los pobladores jamás llegaron a enterarse de la invocación al orgullo nacional que hacía el gobierno. Y en consecuencia se siguieron yendo.
      

Primero se fueron todos los sospechosos que andaban sueltos. Después se empezaron a ir los parientes y los amigos de los sospechosos [presos o sueltos]. Al principio, aunque eran muchos los que emigraban, siempre eran más los que iban a despedirlos a puertos y aeropuertos. Pero el día en que partió un barco con mil emigrantes y fueron despedidos por sólo 24 personas, el hecho insólito fue registrado por la indiscreta cámara de un fotógrafo. extranjero, y la publicación de tal testimonio en un semanario de amplia circulación internacional dio lugar a una nueva invocación patriótica del presidente, y en consecuencia al momentáneo y preventivo apagón de los pocos receptores que aún contaban con radioescuchas y de las escasas pantallitas que aún tenían televidentes. Lo curioso fue que el gobierno no pudo verosímilmente castigar ese nuevo hábito, ya que, a partir de la crisis petrolera, había exhortado a la población a no escatimar sacrificios en el ahorro del combustible y por tanto de energía eléctrica. ¿Y qué mayor sacrificio [decía el pretexto popular] que privarse de escuchar la esclarecida y esclarecedora voz presidencial? No obstante, debido tal vez a esa circunstancia fortuita, el pueblo tampoco esta vez llegó a enterarse de que su orgullo patrio había sido invocado por el superior gobierno. Y siguió yéndose.
    

  Cuando los sospechosos que andaban sueltos, más sus amigos y familiares, emigraron en su casi totalidad, entonces empezaron a irse los que pasaban hambre, que no eran pocos. La última encuesta Gallup había registrado que el porcentaje de hambrientos era de un 72,34%, comprobación importante sobre todo si se considera que el 27,66% restante estaba en su mayor parte integrado por militares, latifundistas, banqueros, diplomáticos, cuerpos de paz, mormones y agentes de la CIA. El de los hambrientos que se iban representó un contingente tanto o más importante que el de los sospechosos y «sospechosos de sospecha». Sin embargo, el gobierno no se dio por enterado y como contrapropaganda empezó a difundir, por los canales y emisoras oficiales, un tratamiento de comidas para adelgazar.
      

Cierto día circuló el rumor de que en Australia había gran demanda de obreros especializados. Inmediatamente se embarcaron rumbo a Oceanía unos treinta mil obreros, cada uno con su mujer, sus hijos y su especialización. Es sabido que, en cualquier lugar del mundo, los grandes industriales captan rápidamente las situaciones claves. Los del paisito también las captaron, y al comprender que sus fábricas no podían seguir produciendo sin la mano de obra especializada, desmontaron urgentemente sus planes y plantas industriales y se fueron con máquinas, dólares, muzak, familia y amantes. En algunos contados casos dejaron en el país un solo empleado para que presentará la liquidación de impuestos, pero en cambio no dejaron ninguno para que la pagara.
     

 Otro día circuló el rumor de que, también en Australia, había gran demanda de servicio doméstico. Inmediatamente se embarcaron rumbo a Sydney cuarenta mil sirvientas, mucamos, etc., incluido en el etcétera un ex mayordomo que estaba sin trabajo desde el secuestro del embajador británico. En las grandes familias de la oligarquía ganadera, las damas de cuatro a seis apellidos también captaron rápidamente la situación, y al comprender que, sin servicio doméstico habrían tenido que ocuparse ellas mismas de la comida, la limpieza, el lavado de ropa [los lavaderos y tintorerías hacía meses que habían emigrado] y la higiene de letrinas y fregaderos, convencieron a sus maridos para que organizaran con urgencia el traslado familiar a algún país medianamente civilizado, donde al oprimir un botón de inmediato acudieran sirvientitas que hablaran inglés, francés, y no tuvieran piojos ni hijos naturales. Porque aquí, en el mejor de los casos, al llamado del timbre sólo aparecían los piojos. Y no se sabía por cuánto tiempo seguirían apareciendo.
     

 Hay que reconocer que los militares fueron de los que se quedaron hasta el final. Por disciplina, claro, y además porque percibían suculentos gajes. En el momento oportuno, su voluntad de arraigo les había hecho emitir un comunicado especialmente optimista, en el que se señalaba que en el último año había disminuido en un 35,24% la cantidad de personas que habían sufrido accidentes de tránsito. Los periodistas extranjeros, con su habitual malevolencia, intentaron minimizar ese evidente logro, señalando que no constituía mérito alguno, ya que en el territorio nacional había cada vez menos gente para ser atropellada. El único diario que reprodujo este insidioso comentario fue clausurado en forma definitiva.
   

   Sí, los militares [y los presos, claro, pero por otras razones] se quedaron hasta el final. Sin embargo, cuando el éxodo empezó a adquirir caracteres alarmantes, y los oficiales se encontraron con que cada vez les iba siendo más arduo encontrar gente joven para someterla a la tortura, y aunque a veces remediaban esa carencia volviendo a torturar a los ya procesados, también ellos, al encontrarse en cierta manera desocupados, empezaron a buscar pretextos para emigrar. Las becas que proporcionaba la gran nación del Norte para cursos de perfeccionamiento antiguerrillero en la zona del Canal, comenzaron a ser masivamente aceptadas. Aproximadamente la mitad de los oficiales en servicio fueron canalizados hacia el Canal. En cuanto a la mitad restante, se dividió en dos clanes que empezaron a luchar por el poder. Eso duró hasta que una tarde, un coronel medianamente lúcido reunió en el casino del cuartel a sus camaradas de armas y les zampó esta duda cruel: «¿A qué luchar por el poder si ya no queda nadie a quien mandar? ¿Sobre quién carajo ejerceremos ese poder?» El efecto de semejante duda filosófica fue que al día siguiente se embarcaron para el exterior el noventa por ciento de los oficiales que quedaban. Los que permanecieron [casi todos muy jóvenes, pertenecientes a las últimas promociones], felices de hallarse por fin sin jefes, intentaron organizar un partidito de fútbol en la plaza de armas, pero cuando advirtieron que el total de fieles servidores de la patria no alcanzaba a los 22 que marca la reglamentación de la FIFA, decidieron suspender el partido. Y al día siguiente se fueron en el alíscafo.
    

  El último de los militares en irse fue el director del Penal. Cuando se alejó, sin despedirse siquiera de los presos políticos [aunque sí de los delincuentes comunes], dejó el gran portón abierto. Durante una hora los presos no se atrevieron a acercarse. «Es una trampa para matarnos», dijo el más viejo. «Es un espejismo», dijo el más cegato. «Es la tortura psicológica», dijo el más enterado. Y estuvieron de acuerdo en no arriesgarse. Pero cuando transcurrió otra hora, y desde afuera sólo venía el silencio, el más joven de los reclusos anunció: «Yo voy a salir». «¡Salgamos todos!», fue la respuesta masiva.
     

 Y salieron. En las calles no se veía a nadie. Junto a un árbol hallaron dos revólveres y una metralleta abandonada. «Habría preferido encontrar un churrasco», dijo el más gordo, pero acaso por deformación profesional tomó uno de los revólveres. Y avanzaron, primero con cautela y luego con relativa intrepidez. «Se fueron todos», dijo el más viejo. «Ojalá hayan dejado también a las presas», dijo el más enterado. Y ante la carcajada general, agregó: «No sean mal pensados. Lo digo preocupado fundamentalmente en la tarea de repoblar el país». «¡Falluto! ¡Falluto!», gritaron varios.
    

  Demoraron dos horas en llegar al Centro. En la plaza tampoco había nadie. El héroe de la Patria, desde su corpulento caballo de bronce, por primera vez en varios años tenía un aire optimista. También por primera vez el monumento no estaba decorado por los excrementos de las palomas, tal vez porque las palomas se habían ido.
     

 El que llevaba el revólver empujó lentamente la gran puerta de madera y penetró con cierta parsimonia en la Casa de Gobierno. Los demás lo siguieron, un poco impresionados porque aquel edificio había sido algo inaccesible. En una habitación de la planta alta encontraron al presidente. De pie, silencioso, con las manos en los bolsillos del saco negro.
     

 —Buenas tardes, presidente —dijo el más viejo. Disimuladamente alguien le alcanzó el revólver que recogieran durante la marcha.
      —Buenas tardes —dijo el presidente.
      —¿Por qué no se fue? —preguntó el más viejo.
      —Porque soy el presidente.
      —Ah.     


 Los ex reclusos se miraron con una sola pregunta en los ojos: «¿Qué hacemos con este tarado?» Pero antes de que nadie hallara una respuesta, el más viejo le alcanzó el arma al presidente.
     

 —Señor, queremos pedirle un favor. Péguese un tiro.
     

 El presidente tomó el arma y todos observaron que la mano le temblaba. Pero algunos lo atribuyeron a que fumaba demasiado.
     

 —No sé si ustedes saben que soy cristiano. Y a los cristianos les está prohibido suicidarse.
     

 —Bueno —dijo el más viejo—. Tampoco hay que ser tan esquemático. Es cierto lo que usted dice, pero hasta cierto punto. Usted es un cristiano, señor presidente, pero un cristiano de mierda, y a esa subespecie sí le está permitido suicidarse.
  

    —¿Usted cree?
      —Estoy seguro, señor —dijo el más viejo.
      El presidente se sonó las narices y se acomodó el nudo de la corbata.
      —¿Permiten por lo menos que me vende los ojos?
      El más viejo miró a los demás.
      —¿Le dejamos que se vende los ojos?
      —¡Sí! ¡Que se los vende! —dijeron todos.
    

  Como el blanco pañuelo del presidente estaba sucio por haberse sonado las narices, uno de los ex reclusos tomó una servilleta que había sobre una mesa, y con ella le vendó los ojos. El presidente alzó entonces su mano con el revólver, y antes de arrimarlo a la sien derecha, dijo con voz ronca:
    

  —Adiós, señores.
      —Adiós —dijeron todos, con los ojos secos, pero sin alegría.
     

 El tiro sonó extraño. Como un proyectil que se hunde en paja podrida.
      Aún resonaba la estela opaca del estampido, cuando empezaron a oírse los tamboriles de los primeros jóvenes que regresaban.



Mario Benedetti. Sobre el éxodo. (Con y sin nostalgia. 1977)

domingo, julio 16

La política y la sociedad del espectáculo

En estos días, durante una de las jornadas de la cansina y estéril moción de censura promovida por Podemos, se ha escuchado mencionar al inefable Mariano Rajoy, en reproche al líder de esa formación, la llamada "sociedad del espectáculo".

Es (muy) dudoso que el presidente del Gobierno haya leído la obra de Guy Debord, mucho menos que tenga la capacidad intelectual y el interés de profundizar en el concepto de la "sociedad del espectáculo". Recordemos que este autor es unos de los fundadores, y con seguridad el nombre más conocido, de la llamada Internacional Situacionista, es posible que uno de los últimos y más interesantes pensamientos críticos de la Modernidad. Este movimiento, uno de los impulsores junto al anarquismo del Mayo del 68, fue capaz de realizar una primordial crítica a las grandes ideologías modernas y observar la miseria de la vida cotidiana en las sociedades occidentales. Cuando, en 1967, Debord escribe el ensayo La sociedad del espectáculo en las sociedades modernas avanzadas existe un reinado de la economía de mercado, que empuja a la gente a establecer su vida social en base a representaciones. Es muy posible que, cuatro décadas después de aquel análisis de Debord, con la auténtica revolución informativa y tecnológica que se ha producido, el nuevo escenario no haya hecho más que exacerbar aquella situación. No nos enfrentamos a una realidad concreta, nuestra vida está mediatizada por las imágenes. Desgraciadamente, gran parte de los integrantes de las nuevas generaciones parecen totalmente determinados por esta sociedad del espectáculo.

La política, por poner el ejemplo más evidente, pero también el conjunto de la realidad, constituyen un espectáculo interminable, producido y transferido por una serie de códigos y formas. Así, los diferentes ámbitos de la vida serían una especie de escenario donde se nos convoca a todo para asistir como observadores; nuestra mirada se ve seducida y nuestro deseo colonizado, no por las experiencias de la vida real y concreta, sino por una interminable sucesión de representaciones. Por supuesto, Rajoy en su crítica a la estrategia de Pablo Iglesias, ambos importantes actores en este escenario al que pretenden que acudamos como meros espectadores, utiliza frívolamente el concepto de "sociedad del espectáculo", desprendido de su importante significado y hondura crítica. El capitalismo avanzado es tan poderoso, que es capaz de convertir en "espectáculo" incluso las propias teorías críticas. Es posible que Debord, con teoría espectacular, vaya incluso más lejos que el concepto de alienación, que elaboraron autores clásicos como Marx como inherente a la sociedad capitalista. Insistiremos en que el espectáculo no es un simple factor más, sino que se apropia del conjunto de la actividad social; desde la política, o cualquier otra disciplina artística o incluso científica, hasta la vida cotidiana de las personas con sus anhelos y relaciones afectivas. La realidad acaba siendo sustituida por su imagen, y en ese proceso la imagen termina por hacerse real provocando comportamientos reales.

Lo que Debord denominaba "poder espectacular" adoptaba en 1967 para él dos formas: la concentrada y la difusa. La primera, la concentrada, sería propia de los sistema totalitarios, fascistas o estalinistas, en los que se otorga prioridad a una ideología aglutinada en torno a una personalidad dictatorial de carácter espectacular. La segunda, la difusa, incitaba a los trabajadores a escoger libremente entre una gran variedad de las nuevas mercancías; sería propia de la democracias burguesas consolidadas y vendría a ser una muestra de la influencia estadounidense en el mundo. Dos décadas después, en Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, el propio Debord reconocía una nueva forma, consecuencia de la combinación de las otras dos, aunque con base en la que se había manifestado como la más fuerte, la difusa. Esta nueva forma es lo espectacular integrado y se impondría paulatinamente a nivel global. La forma de lo espectacular integrado ha sabido emplear una y otra cualidad de las dos anteriores de forma amplia. En el aspecto de la forma concentrada, su centro director permanece oculto, de forma que ya no hay un líder evidente y conocido o una ideología clara. En lo que respecta a la forma difusa, si anteriormente era incapaz de aglutinar el conjunto de las conductas y objetos producidos socialmente, ahora no es así. En las dos formas previas, al espectáculo se le escapaba parte de la sociedad, en mayor o en menor medida, hoy no se le escapa nada. La sociedad moderna de lo mercantil impregna prácticamente todo en la vida social, no se le escapa nada. Las personas acuden a este representación interminable como meros espectadores pasivos.

La producción de la sociedad del espectáculo se ve incrementada por los avances tecnológicos de las últimas décadas, constitutivos de la sociedad capitalista avanzada, ya que los escenarios para las imágenes son ahora múltiples y variados. Otro importante rasgo de la sociedad moderna espectacular es la fusión de la economía con el Estado, hasta el punto de que es uno de los auténticos motores de desarrollo, en la que ambos ámbitos logran un progresivo beneficio, que favorece además la sociedad del espectáculo. Hay otros tres mecanismos, que Debord observa como instalados y favorecedores igualmente de la producción espectacular. El llamado secreto generalizado, ya que la enorme cantidad de imágenes e información producen una falsa sensación de transparencia en la sociedad del espectáculo; consumimos imágenes sin cesar, pero las decisiones de poder se toman de forma discreta en algún lugar desconocido para el común de los mortales. La llamada falsedad sin réplica es otro de los factores, ya que el espectáculo no permite contestación alguna; no no es posible cambiar muchas veces de espectáculo, ya que estamos íntimamente comprometidos y no no es posible eliminarlos ni cambiar de canal. Un mecanismo, primordial y especialmente significativo en España, es el llamado presente perpetuo. La producción espectacular tiene el afán permanente de seducir el deseo presente, no existe el pasado: probablemente, uno de sus objetivos primordiales sea ese, acabar con el pasado. Tal vez, esto explique la absoluta falta de memoria histórica de este país: no ya sobre lo ocurrido en la Guerra Civil, que se observa como un difuso acontecimiento que acabó enfrentando a "hermanos" (desprendido del más minimo análisis histórico, político y social), también sobre los hechos de hace escasas décadas, alabando a políticos y políticas que, tan sencillo como eso, no han conducido al desastre en que nos encontramos en el presente si establecemos un hilo histórico. Un presente, ensanchado y repetido, que no por casualidad acaba seduciendo frívola y espectacularmente a nivel político a gran parte de la sociedad.



jueves, julio 13

La enajenación del poder y la justificación del Estado

Para el anarquismo, la libertad no es una abstracción anterior al hecho social. Por lo tanto, al contrario de lo que afirman los liberales partidarios del contrato social, los seres humanos no ceden parte de su libertad para dar lugar a la sociedad; no se produce enajenación alguna, al menos no por la la propia voluntad de los individuos.

La libertad se construye sobre la base de la igualdad y de la solidaridad colectiva, de todos los miembros de la sociedad. Tanto la libertad, como la dominación, para los anarquistas, son producto de la actividad social, por lo tanto, contingentes, se pueden producir o no. Si el poder político se hace independiente de la sociedad, nace el Estado y, consecuentemente, se produce un abismo insalvable entre libertad e igualdad. El principio del Estado supone la heteronomía de la sociedad al mismo tiempo que justifica la jerarquía y la dominación. Esto explica las críticas anarquistas a toda teoría del contrato, que no funda la sociedad, sino el Estado; se trata de una diferencia considerable con el liberalismo, por mucho que tantas veces se enmascare este último como una forma de nuevo anarquismo. El liberalismo, tal y como se produce a partir del siglo XVII, acaba dando lugar al principio del Estado-nación, una consecuencia lógica del contrato social.

El anarquismo, por el contrario, considera la instancia política como parte de la sociedad en su conjunto; concibe lo político como una estructura social compleja, nunca definitiva, en conflicto permanente y basada en la reciprocidad y en la autonomía del sujeto en acción (es decir, la negación de una parcelación del poder que enajene al conjunto de la sociedad). La anarquía no niega lo político, sino que ofrece una alternativa al Estado con una estructura no jerárquica en la que el poder no es expropiado por una parte de la sociedad. En toda la filosofía política moderna, solo el anarquismo ha ofrecido una propuesta no dependiente del principio político del Estado. No estamos hablando de mera teoría política, ni de simples abstracciones, tanto el Estado como el anarquismo tienen su justificación histórica y empírica.

En su versión moderna, el Estado posee una legitimación metafísica. Es decir, el principio del Estado es considerado como una idea imperativa y trascendente a la voluntad de los individuos, que presupone el sometimiento de todos los miembros de la sociedad. El poder político no es ya, como antaño, un tirano incluso caprichoso, sino que posee rasgos racionales y abstractos, que queda enmarcado por la ley y el derecho. Por supuesto, estas leyes no son producto de un ser superior, sino que nacen del propio poder político formado por hombres, por lo que hay que buscar una primera crítica y falta de legitimación en esa cuestión. Al menos, desde finales del siglo XVIII, en la teoría política es posible una primera crítica a esa contrato social que funda y legitima el principio del Estado.

Sin embargo, pensadores anarquistas más recientes han considerado que el Estado, como entidad real y existente, no puede reducirse al conjunto de sus aparatos: (gobierno, administración, ejército, policía, escuela) y tampoco a la continuidad institucional en el tiempo. Llevado a un terreno lingüístico y semántico, el Estado existe en gran medida por la creencia de una mayoría de ciudadanos en él. Así, la posición anarquista puede considerarse como "descreimiento"; el ácrata no piensa en la existencia del Estado, no cree en él, y por lo tanto no lo justifica en su mente ni en su corazón. El imaginario colectivo está compuesto por una serie de representaciones, imágenes, ideas y valores, que en el caso del Estado suponen la justificación de un poder central supremo diferenciado de la sociedad civil e incluso legitimado por el uso de la fuerza. En la Historia, el proceso de formación del Estado ha sido largo, y es posible que se haya completado cuando, como sistema simbólico de legitimación del poder, ha logrado atraer una mayoría de voluntades.

Si entendemos que las sociedades humanas, como estructuras complejas e inestables, se regulan en base a la creación de ese sistema simbólico (es decir, de significados, normas, códigos e instituciones), podemos comprender el proceso legitimador del Estado. No es que el imaginario colectivo haya dado lugar al Estado, sino que es la alienación del poder que sufre la sociedad, con el nacimiento de la dominación o poder político, la que determina esa situación. Se trata de una expropiación de la capacidad simbólico-instituyente por parte de una minoría, clase mediadora o grupo especializado. De esa manera, la instancia política se autonomiza y nace el Estado. Para el anarquismo, el poder nace de la sociedad, como resultante de la diversidad y de todas las fuerzas en conflicto, no a la inversa. El Estado, en sus diversas formas, también el moderno democrático, no es más que un paradigma, una forma histórica particular. Resulta contingente, no necesario. Para el futuro, el reto es conquistar la sociedad libertaria, sin Estado, sin dominación.


lunes, julio 10

¡Abajo el trabajo doméstico!

Hace ya varios años que hemos sumado nuestras voces para exponer la relación entre trabajo asalariado y capitalismo, para asumir la contradicción, no defendiendo el trabajo sino la vida. Porque la contradicción más importante por la que luchamos es la que existe entre Capital y vida humana.
 
El modo de producción capitalista, pese a su imagen racionalista y científica también produce mitos, actos de fe gracias a los cuales se sostiene. Uno de ellos es que el trabajo es ajeno a la historia, que existe desde siempre y que, por tanto, no podría dejar de existir. Esto es una verdadera falacia. El trabajo aparece como actividad separada en las sociedades de clase. Y el trabajo asalariado, más precisamente, es la forma que adquiere la actividad humana en el capitalismo. Es por ello que cuando miles de proletarios en el mundo insistimos con la consigna «¡Abajo el trabajo!» no estamos proponiendo que haya que dejarse morir de frío e inanición, sino que debemos luchar para constituir una comunidad donde nuestras necesidades de alimento y techo, así como de goce y creatividad sean puestas en común sin ser una coartada para cuantificarlas y generar ganancias. Aunque parezca extraño en este tiempo inmóvil del Capital que se asemeja a un eterno presente, la mayor parte de la existencia de nuestra especie no hemos vivido de esta manera; ello vuelve evidente que este modo de producción también tiene los días contados.
 
Otro mito necesario para apuntalar la normalidad capitalista es exponer el trabajo doméstico como un atributo natural de las mujeres, quienes se supone que, por naturaleza, serían buenas cocineras, lavanderas, amantes, sensibles, débiles y, por sobre todo, dependientes. No es ninguna casualidad, el primer paso para la domesticación es la creación de dependencia.
 
Una dependencia que es tanto económica como ideológica, basada en el mito (1) de que siempre fue el trabajador asalariado hombre el que llevó el pan a la mesa. Y en el pobre imaginario social —¡y aunque estaba a simple vista!— este trabajador habría carecido de la necesidad de cuidados, porque se trataba de un adulto sano que se valía por sí mismo. Esta falacia no solo invisibilizó —e invisibiliza— esos cuidados, sino que además produce un modelo, especialmente masculino o masculinizante, que se caracteriza por su pretensión de no necesitar de nadie. Un individuo que rechaza la interdependencia humana en nombre de la fuerte y prominente independencia típica del capitalismo.

 
Tal como sucede con cualquier trabajo, la función de la ideología dominante es que el trabajo doméstico sea naturalizado, amalgamado a cualquier actividad humana, cuando en verdad se trata de un fenómeno social determinado e histórico. El trabajo doméstico de las mujeres se encuentra bajo mayores sombras aun que el trabajo asalariado, por ser considerado, erróneamente, un atributo natural de la personalidad femenina, una aspiración del “ser mujer”. Pero lo que se olvida es que para crear la imagen de ese supuesto atributo natural fueron necesarios siglos enteros de desposesión y de persecución misógina, cuando las mujeres muy lejos estaban de cuadrar con la imagen de ama de casa sumisa y siempre atenta a las necesidades de su familia, y que el Capital «chorreando sangre y lodo por todos los poros», logró imponer.
 
No es fácil definir al trabajo doméstico en cuanto categoría. Sin embargo, quien lo sufre en carne propia sabe a qué nos referimos. El trabajo doméstico está constituido por las tareas realizadas en el hogar o para el hogar. No obstante, eso no lo es todo: a diferencia de la mayoría de los trabajos asalariados, la jornada no tiene un horario definido ni tareas precisas. ¿Y el cuidado de niños, ancianos y enfermos al que son confinadas millones de mujeres a diario? ¿Y el “servicio sexual”? Esto ni siquiera termina en casa. Llevarle un café al jefe y charlar con él acerca de sus problemas maritales es trabajo de secretaria y no un favor personal. Preocuparse por cumplir con un perfil físico determinado e imitar la imagen de las mujeres de las publicidades es una condición laboral y no el resultado de la vanidad femenina.
 
Obtener un segundo trabajo para las mujeres no cambia su rol impuesto, así lo han demostrado décadas y décadas de trabajo “femenino” fuera de casa. Un segundo trabajo no solo incrementa la explotación, sino que además reproduce aquel rol de diferentes maneras. Donde sea que miremos podemos observar que los trabajos llevados a cabo por mujeres son meras extensiones de las labores confinadas a la esfera privada.

 
Amas de casa, maestras, prostitutas, limpieza, secretarias, enfermeras, niñeras, psicólogas… las virtudes de la esposa homenajeada el día de la madre. La celebración oficial de cada 8 de marzo y las loas mercantiles a las mujeres feroces, valientes e independientes es la celebración de la explotación en nombre de un supuesto heroísmo, de una naturaleza femenina que se reconoce en la imagen masculinizante de la mujer todopoderosa, capaz de dedicarse a las tareas del hogar al mismo tiempo que va a trabajar a la oficina.
 
Para este 8 de marzo se hace un llamado sorprendente: un paro nacional de mujeres. Como toda medida aislada tiene sus propias limitaciones. Pero, en este caso, el paro además visibiliza un hecho sobre el cual se basa la sociedad capitalista y del cual se habla poco y nada. El Capital domina y se desarrolla a través del sistema de salario y es a través del salario que se organiza también la explotación del proletariado no–asalariado. Esta explotación ha sido aún más efectiva porque la falta de un salario la oculta.
 
En los años 70 del siglo pasado hubo una campaña titulada Salario para el trabajo doméstico. Esto arrancó el tema del ámbito privado, donde se lo sobreprotegía —y aún sobreprotege— para que no entrara en discusión. Pero, en síntonía con el obrerismo, reclamó su porción al Estado y a las empresas por ser de suma importancia para la producción capitalista.
 
El Capital, además del trabajo asalariado, depende también del trabajo no remunerado realizado por las mujeres en los hogares. Por eso no hay que defenderlo, hay que destruirlo. Recibir un salario por aquello no ha sucedido, y no pareciera que vaya a suceder. Repartir las tareas de forma más equitativa entre hombres y mujeres es una posibilidad, pero bastante remota también. Y si bien cada vez se paga más por servicios que en otros tiempos se solicitaba gratis a las esposas, madres, hermanas, hijas o abuelas, estas siguen soportando la mayor parte de estos quehaceres.
 
La imposibilidad de reforma es evidente. Así como la necesidad de abolir tanto el ámbito público como el privado de esta sociedad. No hay nada que salvaguardar de ninguno de los dos, ni entremezclarlos, sino hacerlos saltar por los aires junto a toda la sociedad que los ha creado.
 
Nota:
(1) Con mito nos referimos a una situación que, escapando a la imagen eurocentrista dominante desde mediados de siglo XX, implica un proceso histórico más amplio que las décadas doradas del capitalismo y abarca la realidad de miles de mujeres que por su lugar y momento de nacimiento fueron confinadas a un trabajo siempre menos pago que el del hombre y tuvieron que cumplir además con el trabajo en el hogar. Es por tanto un mito burgués, un ideal de la familia burguesa impuesto a todo el mundo.
 
 

viernes, julio 7

A rebato, toque de fuego

¿CÓMO HEMOS LLEGADO HASTA AQUÍ? Un incendio más nunca es un incendio más, salvo en el imperio virtual de las estadísticas. Nos mordemos la lengua para no salir de manera apresurada al paso de la acuciante actualidad, del último gran incendio que asola otra comarca… pero va siendo hora de decir que lo dijimos. Por activa y por pasiva, por escrito y en cada uno de los foros en los que hemos tenido oportunidad de explicar que los monocultivos de pino y eucalipto constituyen un desastre global, no solo por la amenaza de paisajismo infernal que aumenta de manera exponencial con el calentamiento planetario, sino por toda la retahíla de efectos nocivos que conlleva la implantación masiva de especies invasoras.

Lo dijimos y lo repetiremos, tras los últimos incendios que asolan la península ibérica, comprobamos de nuevo que estas plantaciones tan solo eran una buena idea en los despachos de algunas corporaciones. Cierto que los beneficios son enormes para los señores de la celulosa, la madera y la biomasa que a corto plazo obtienen colosales fortunas. El gran invento consiste en utilizar especies de rápido crecimiento que producen en una generación cuantiosos dividendos, a costa de la fertilidad acumulada durante siglos. Las consecuencias son devastadoras: pérdida de suelo y por tanto de riqueza y capacidad de retención del agua, una contribución neta y constante al cambio climático, un peligro creciente de incendios y en definitiva el empobrecimiento de todos y la aniquilación de la biodiversidad de regiones enteras. Todo ello representa un verdadero atentado contra el patrimonio común que es la Tierra y que por cierto, debemos también a las generaciones futuras. Una de las justificaciones más socorridas ha sido la generación de puestos de trabajo, pero la palpable realidad es que la implantación de estos sistemas de gestión industrial del monte, contribuyen al despoblamiento rural y terminan con las culturas y los modos de gestión tradicionales. Por el contrario, la tasa de creación de empleo resulta ridícula teniendo en cuenta las inmensas comarcas que ocupan. Eso sí, auguramos que se crearán muchos empleos, a costa del erario público, en la lucha contra los incendios.

Las empresas del ramo rentabilizan con creces sus inversiones y nos dejan como un legado maldito las consecuencias de su desenfrenada ambición. La estrategia de colonización por el eucalipto ha consistido en persuadir a propietarios particulares y gestores públicos del interés económico de esta especie, para que se plantaran terrenos privados, públicos y comunales. Se ocupan así, sin coste alguno para los promotores, los terrenos forestales con mejores condiciones en cuanto a suelo y clima de la península.

Cuando la saturación de los mercados a escala planetaria, las plagas y los incendios comienzan a desinflar la burbuja, nos enfrentamos a la amarga realidad de que la marcha atrás es muy difícil y costosa para un cultivo que rebrota una y otra vez. El eucalipto es el paradigma de una gestión económica que destruye en un abrir y cerrar de ojos los equilibrios y formas de gestión sostenibles que se habían desarrollado durante generaciones incontables. Estos mismos territorios que a medio y largo plazo producirían al menos tres veces más rentabilidad económica y social con cultivos como los de las llamadas maderas nobles, que no tienen las graves contraindicaciones del pinar y el eucaliptal y albergan una extraordinaria biodiversidad, generando riquezas diversas. Una civilización, adicta a la celulosa y ávida de energía, acalla su conciencia con certificados ecológicos de buena gestión para unas plantaciones que han colonizado medio planeta. Mientras Vandana Shiva denuncia el desastre social, económico y ecológico de los eucaliptales que han terminado en la India con milenios de coexistencia sostenible del ser humano con su entorno; FSC bendice al eucalipto vendiendo como un logro su fatídica invasión de este país. Obvian los efectos del cambio climático y toda la biodiversidad y diversidad cultural que se está aniquilando. Lo mismo podríamos decir de los territorios mapuches en el Cono Sur, de inmensas extensiones en África o en la península ibérica, por citar algunas de las regiones más afectadas. Somos muchos los que defendimos la utilización de papel certificado para todo tipo de usos y publicaciones, aún a sabiendas de que buena parte procede de eucalipto. Al fin y al cabo al menos serían eucaliptales mejor gestionados. Hoy me pregunto si tiene alguna lógica que estos certificados justifiquen una de las mayores formas de invasión que ha conocido este planeta y la amenaza más seria a la que probablemente se enfrenta la humanidad de las próximas décadas, los gigaincendios que devoran enormes superficies y que tan solo se apagan cuando las condiciones atmosféricas lo permiten. Empresas como Ence que llevan décadas perpetrando este desatino con el apoyo incondicional de los políticos y gobiernos de turno, venden de cuando en cuando una serie de manipuladas argumentaciones sobre las bondades de estos falsos bosques. Sin ir más lejos todavía en 2016 afirmaban que el eucalipto puede ser una defensa contra los incendios. Por si faltara alguno de los ingredientes habituales de estas tramas, esta corporación cuenta en su consejo de administración con la exministra de medio ambiente Isabel Tocino (presente en otros consejos de administración como el del Banco Santander y Enagás). Es un simple ejemplo, una consulta del currículum de los concejeros en la propia web de ENCE, resulta muy ilustrativa de cómo el entramado de intereses económicos ha colonizado las políticas agroforestales hasta convertir el paisaje en objeto de explotación, consumo y especulación. La connivencia de los políticos, gobiernos y administraciones, con apoyos explícitos y subvenciones a costa de las arcas públicas, ha propiciado la situación actual que se revela incompatible incluso con la otra gran apuesta de nuestros imaginativos próceres, el turismo. Ese otro gran monocultivo que engulle y despilfarra ingentes cantidades de agua, tierra, recursos, tiempo y energía; que convierte los lugares más salvajes y hermosos en no lugares. El futuro no puede ser más desesperanzador. El mal de los tiempos es el triunfo de lobbies, corporaciones e instituciones que han tomado las riendas de este mundo y cuyo último fin no es otro que servirse a sí mismas. Rigen los destinos de la humanidad con un programa único: crecer y absorber, ganar y conquistar cada año un tanto por ciento más que en el balance anterior, como si no hubiera un futuro. Como si este planeta no estuviera habitado por humanos y otras especies vivas. El fin justifica los medios y auténticas tramas de ingenieros, tecnócratas y ejecutivos sin escrúpulos, políticos y especuladores, al servicio de sus compañías, convierten al bosque y la Tierra en objeto de consumo industrial y financiero, a expensas de la vitalidad y el porvenir de los paisajes y sus moradores. ¿Cómo hemos pasado en apenas dos generaciones del paraíso al infierno? ¿De habitar una Tierra que nos alberga, alimenta y enriquece de mil modos distintos, a sobrevivir en un territorio hostil que gestionan unos administradores extraterrestres? ¿De cultivar bosques y árboles familiares y vecinales a explotar plantaciones industriales? Los mercaderes se han apoderado del templo y no hay dios que los eche.

¿Y AHORA QUÉ? En el lenguaje de las campanas que hasta ayer mismo se hablaba en todos los pueblos de nuestro país, había un toque de fuego o de rebato, que llamaba a todos los vecinos para apagar el fuego en una casa o en el monte. Y hasta ayer mismo, el incendio era de todos y acudíamos sin excusas a apagar el bosque de todos. Lo que ardía era al fin y al cabo nuestra propia casa, nuestra pequeña patria. A diferencia de los toques de iglesia o de concejo; el toque de la muerte y el del fuego venían sin previo aviso, el primero sonaba con una cadencia lúgubre, el segundo tenía la inequívoca urgencia del peligro inminente que despertaba la conciencia de comunidad a cualquier hora del día o de la noche en apenas unos segundos. Hoy el fuego ha dejado de arder en las chimeneas y la madera arde en paisajes deshabitados. Hemos externalizado nuestros derechos y responsabilidades sobre el entorno que nos sustenta, olvidando que seguimos formando parte del mundo que nos da asilo y sustento. Frente al modelo imperante, existe una alternativa local y cooperativa, discreta y pacífica.

Un paradigma antiguo y moderno al mismo tiempo. Se trata de asumir las propias responsabilidades, individual, familiar y colectivamente. De ocupar el territorio de forma armónica y equilibrada, produciendo y contaminando menos, consumiendo en la medida de lo posible lo que uno mismo o sus vecinos más cercanos cultivan. Invirtiendo nuestro tiempo en talento, educación, conservación del entorno y el patrimonio, creatividad y solidaridad, calma, felicidad… La coherencia consiste en que todos estos puntos estén de acuerdo en la vida o en cualquiera de nuestras actividades, y cuando alguna de estas cuestiones no funciona, quizá no vamos por buen camino. NO ES LO QUE HACEMOS, ES LO QUE DEJAMOS DE HACER LO QUE AYUDA A PRESERVAR EL MUNDO: El productivismo y el consumismo desmedidos nos conducen inexorablemente a un final catastrófico que ya han sufrido algunas civilizaciones de este planeta por su ambición e inconsciencia. El exterminio acelerado de bosques y paisajes, especies y culturas es parte de un aniquilamiento global que propiciamos con esta patológica y frenética actividad. Dejar de sobreactuar, no significa parar y callar. Todo lo contrario, cuando observamos detenidamente a los árboles comprendemos que crecen continua y pausadamente, que desarrollan diversos movimientos y una infinidad de estrategias que les permiten actuar sobre el entorno con asombrosa efectividad y eficiencia. Es tiempo del regreso a la cordura, a la austeridad, al huerto familiar, a las plantaciones de árboles y bosques en el campo y en la ciudad, a la gestión comunal, a los sistemas cooperativos, a la democracia local que se ejercía a través de concejos y juntas vecinales… Al discurso pausado de los árboles. Quizá son estos los únicos y últimos caminos para evitar el desastre al que nos dirige el actual sistema económico y político corrompido desde sus mismos cimientos, desde la propia y perversa idea del crecimiento continuo y la huida hacia delante. La tarea es descomunal pero quizá no existe otra alternativa a un fin más o menos inminente de esta civilización global con todo el sufrimiento que ya está provocando.



Ignacio Abella

martes, julio 4

Mitología

Mientras haya
esclavitud y hambre,
miedo y dolor,
exilio permanente,
habrá mito y cultura.

Mientras perduren
opresión y dominio,
habrá risa rebelde,
poema sublevado,
insurgente bondad,
belleza subversiva.


Las voces indomables. Manuel Lombardo Duro. Edita Piedra, Papel, Libros

sábado, julio 1

Madres a consecuencia de una violación


A esta hora en cualquier calle, bar, rincón, casa y montarral de Latinoamérica, están violando a una niña, adolescente y mujer, en los próximos cinco minutos serán docenas más de abusadas, al medio día serán cientos y al llegar la noche, miles. De ellas la mayoría serán golpeadas, muchas asesinadas en crímenes de odio, algunas desaparecerán y jamás se sabrá de ellas, posiblemente mueran en los infiernos de la trata de personas; y de otras aparecerán sus cuerpos desmembrados en cualquier calle, en una bolsa de basura o un costal. De esas niñas, adolescentes y mujeres violentadas, cientos quedarán embarazadas.


Serán obligadas a parir , a parir hijos producto del dolor más grande de sus vidas, producto del ultraje, de la violencia, de la burla a su dignidad. Una sociedad carente de sensibilidad las obligará a parir, un estado patriarcal y machista las obligará a parir, el silencio de los justos las obligará a parir. Serán madres.
A esta hora en cualquier calle, bar, rincón, casa y montarral de Latinoamérica, hay niñas, adolescentes y mujeres pariendo hijos producto de una violación. Diremos que ellas se lo buscaron, por cuscas, por sometidas, por putas o que pobrecitas pero que la vida no es justa y que eso les tocó vivir y ni modo. Tal vez digamos que son unos malditos los que las violaron, eso por decir algo nomás, como un cumplido. Y también diremos que ese angelito que lleva en el vientre no tiene la culpa, que es bendición de Dios.
Las señalaremos si en sus ideas remotas se les ocurre abortar, entonces sí conocerán nuestra furia: de hipócritas, cachurecos y descarados. Entonces sí nos iremos con todo sobre ellas, sin piedad y las vamos a flagelar, las vamos a estigmatizar y a revictimizar, para que no sean inhumanas, para que aprendan a respetar la vida, para que no sean animalas. Nosotros como representantes de la santidad del Todo Poderoso seremos jueces y si es necesario mandarlas a la cárcel, lo haremos, ¡por asesinas! Pero del violador no diremos nada, nos vamos a compadecer porque pobre tipo, fue provocado y ni quién se contenga cuando una puta se le ofrece. Cuando una niña le pide que la viole. Si es familiar o conocido, cerraremos el pico, no diremos ni pío y ni qué decir de enviarlo a la cárcel, ¡por violador!

A esta hora, en cualquier calle, bar, rincón, casa y montarral de Latinoamérica hay cientos de madres llorando, como lloran todos los días la ausencia de sus hijos asesinados y desparecidos. Pobres locas que no se resignan, deben entregar su alma al Señor   para que les dé paz. Pero bien merecido tenían sus hijos morir, por delincuentes y huele pega, por andar en malos pasos, por que ellas no les supieron poner rienda. Ahí está, tuvieron su merecido. Ahora que no lloren, que se aguanten por alcahuetas. Por no ser duras con sus hijas se volvieron putas y mareras, ¡qué se aguanten!

A esta hora, en cualquier calle, rincón, bar, casa y montarral de Latinoamérica hay cientos de niñas, adolescentes y mujeres siendo violadas, serán obligadas a ser madres. ¿Cómo se enfrenta una niña a la responsabilidad de ser madre? ¿Cómo pretendemos matarlas en vida obligándolas a parir? Ya de por sí, una violación seca, marca, mata.

Y cuando nacen esos niños, los estigmatizamos por su origen, por su condición social. Pero qué puede ofrecer en el desarrollo integral una madre violada, que vive en la miseria, que no logró desarrollarse, que la mataron en vida. Que la obligaron a parir siendo niña o adolescente. Que siendo mujer la mutilaron.
Somos una cadena, todos formamos parte del círculo de la violencia de género. Aquí el que calla otorga.
A esta hora, en cualquier calle, casa, bar, rincón y montarral de Latinoamérica, hay miles de niñas, adolescentes y mujeres siendo violadas. A esta hora, en cualquier calle, casa, bar, rincón y montarral de Latinoamérica, hay miles de mujeres pariendo hijos producto de una violación. ¿Y si seríamos nosotros? ¿Si seríamos nosotros estaríamos en contra del aborto?