
Durante el siglo XVII tuvieron lugar una serie de acontecimientos de
gran importancia en la política europea que contribuyeron al
establecimiento del Estado moderno como forma política dominante. Entre
estos acontecimientos decisivos caben destacar aquellos que en el
terreno bélico supusieron unas innovaciones tecnológicas que aumentaron
la potencia de fuego de los ejércitos, a lo que hay que sumar las nuevas
técnicas de combate que significaron un incremento numérico sin
precedentes de los efectivos, lo que implicó la formación de la
estructura organizativa central del Estado moderno para, así, hacer
acopio no solo de los recursos materiales y económicos necesarios para
preparar y hacer la guerra sino también para un mayor control de la
población.[1] De esta forma el Estado moderno constituyó la respuesta
organizativa de las elites dominantes con la que extender su control
sobre la sociedad para supeditarla a sus intereses.[2] Todo esto
obedecía en última instancia a las exigencias de la esfera internacional
del momento en la lucha por la hegemonía mundial, lo que supuso una
permanente carrera de armamentos que contribuyó a dejar extenuadas las
economías y sociedades de los diferentes países involucrados en estos
conflictos.[3]
No cabe duda de que las rivalidades de los diferentes países en su
pugna por la hegemonía mundial contribuyeron decisivamente a la
aparición y desarrollo del Estado moderno,[4] y con ello a su extensión y
consolidación en dos sentidos diferentes: a nivel interno en relación
al dominio que ejercen las elites mandantes sobre sus dominados, y a
nivel externo con la generalización de este modelo de organización
política a partir de la paz de Westfalia en 1648 que dio lugar al actual
sistema internacional de Estados. En este sentido el contexto
internacional, y sobre todo las fuerzas que presionan desde el exterior a
través de la estructura de poder internacional, ha contribuido a la
formación del Estado moderno. Ello significó el afianzamiento y
expansión de la estructura social de clases que le es inherente, al
mismo tiempo que permitió la reorganización general del conjunto de las
relaciones sociales. En lo que a esto último se refiere el Estado jugó
un papel fundamental en tanto en cuanto dicha reorganización de la
sociedad fue puesta en marcha a través de dos procesos íntimamente
relacionados: la formación y desarrollo del incipiente capitalismo
mediante el establecimiento de la estructura legal e institucional que
lo hizo posible,[5] y el proceso de industrialización que proveyó al
Estado de los medios materiales, financieros y económicos para hacer la
guerra. Entre las principales consecuencias de esta reorganización de
las relaciones sociales se encuentran la aparición de la propiedad
privada en los medios de producción y el trabajo asalariado.
En la medida en que el Estado se apropió de la capacidad legislativa
con la que imponer sus propias leyes también dio lugar a la apropiación
económica de la tierra a través de la propiedad privada. La normativa
legal, fruto de la desigualdad política que significa la existencia del
Estado, fue la que dio origen a la desigualdad económica con la
institución del derecho a la propiedad privada que desde entonces
recibió la protección del aparato represivo, judicial y burocrático del
Estado. El propio Estado, a través del monopolio de la violencia que
detenta sobre el territorio de su jurisdicción, se ocupa de supervisar
el complimiento de la legislación por él mismo creada y de proveer así
de la correspondiente seguridad jurídica que protege la propiedad
privada y a la clase capitalista. De este modo las relaciones sociales
fueron transformadas completamente a través de la apropiación, primero
jurídica y después económica, de la tierra y consecuentemente del
conjunto de los medios de producción que hasta ese momento habían
pertenecido a la comunidad popular.[6] Con ello apareció el trabajo
asalariado como forma de producción predominante en el sistema
capitalista que facilitó la monetización de las relaciones sociales, y
al mismo tiempo su sometimiento a la lógica del capital.
La propiedad privada en los medios de producción es la base sobre la
que se fundan las principales relaciones de explotación inherentes al
sistema capitalista, y que encuentran en el trabajo asalariado su más
acabada expresión en la medida en que el trabajador o trabajadora pone
su fuerza de trabajo al servicio de otros. Esta nueva forma de
explotación no se diferencia en nada sustancial de la esclavitud antigua
con la única particularidad de que la relación entre el explotador y el
explotado se encuentra mediatizada por un salario.
La propiedad privada da poder a la clase explotadora compuesta por
los capitalistas, quienes imponen las condiciones económicas y laborales
por las que los trabajadores deben vender su fuerza de trabajo.
Asimismo, el trabajo asalariado ha significado la extensión y
profundización del control de los propios asalariados bajo formas
renovadas y perfeccionadas. Mientras que en la antigüedad el esclavista
únicamente se limitaba a dar aquellas órdenes que sus esclavos debían
cumplir, dejando a estos un margen de maniobra para organizar por sí
mismos el trabajo, con el trabajo asalariado el propio capitalista
organiza el trabajo que sus empleados deben realizar. De esta forma el
control es aún mayor, lo que impide por un lado la reflexión y por otro
la iniciativa y el desarrollo de las capacidades propias del trabajador.
La organización de la producción y consecuentemente del trabajo en el
seno de la empresa capitalista descansa sobre un modelo autoritario en
el que la propiedad privada es su base. La división del trabajo y su
parcelación obedece a exigencias de este modelo en el que se busca no
sólo la eficiencia y la productividad, sino sobre todo un mejor y mayor
control sobre la fuerza de trabajo al quedar los trabajadores a expensas
de las órdenes de los patrones y, por tanto, de la propia disciplina
impuesta por la empresa. La tendencia del trabajo asalariado es la de
nulificar al sujeto al convertirlo en un ser inhábil permanentemente
dependiente de las órdenes del patrón de turno que dirige y organiza
todo su trabajo. A todo lo anterior ha contribuido sustancialmente el
proceso de tecnificación que no ha estado solo dirigido a incrementar la
producción y los beneficios de la empresa, sino fundamentalmente a
someter al propio trabajador a los ritmos de la máquina, a anular su
capacidad reflexiva mediante rutinas igualmente mecánicas que son
interiorizadas, y a separar a los propios trabajadores a través de una
creciente parcelación y especialización.
Pero el trabajo asalariado ha servido fundamentalmente para una
degradación moral del propio sujeto al quedar a expensas de la clase
empresarial que le contrata y le impone sus condiciones. La monetización
de la relación laboral camina en ese sentido ya que establece una
dependencia estructural del trabajador con la clase explotadora que
detenta la propiedad de los medios de producción, y por tanto a la que
se ve obligado a vender su libertad. La existencia del sujeto queda
limitada al ámbito puramente material en tanto en cuanto la necesidad de
garantizarse un sustento depende de terceros a cuya merced se
encuentra, lo que se convierte en su principal estímulo. Resulta
bastante ilustrativa a este respecto la siguiente observación de
Proudhon:
“¿Sabe usted lo que es ser un trabajador asalariado? Es trabajar bajo
las órdenes de otro, atento a sus prejuicios, incluso más que a sus
órdenes. (...) Es no pensar por uno mismo (...) no tener más estímulos
que ganar el pan cotidiano y el miedo a perder tu trabajo. El asalariado
es un hombre a quien el patrón que le ha contratado le dice: “lo que
tienes que hacer no es asunto tuyo, no tienes ningún control sobre
ello””.[7]
Por otro lado la dependencia que se manifiesta en el terreno
económico y laboral no se circunscribe a estos ámbitos sino que se
extiende a todas las demás esferas de la vida. El trabajo asalariado
impide que el sujeto se posea a sí mismo en la medida en que genera un
contexto social y relacional que moldea su existencia y su forma de ser
en el mundo.
El agravamiento de las condiciones de explotación laboral que entraña
el trabajo asalariado ha conllevado una creciente absorción del tiempo
del sujeto con la prolongación de la jornada laboral más allá de las 8
horas diarias, a lo que hay que sumar el tiempo que se emplea en el
transporte cotidiano para llegar al centro de trabajo y que
necesariamente también forma parte de ese proceso de explotación.[8] De
este modo el sujeto es poseído por su propio trabajo y se convierte en
objeto, en un recurso descartable utilizado por la empresa. La vida del
trabajador pasa a ser un bucle cerrado que se reproduce infinitamente en
una serie de quehaceres desprovistos de mayor significación: trabajar,
regresar del trabajo, cenar, dormir, despertarse, desayunar, volver al
trabajo, etc… Así es como la vida del trabajador deja de ser su vida
para pasar a ser la vida de la empresa para la que trabaja y para la que
también vive. De esta forma el trabajador vive la vida que la empresa, y
por ende el capitalismo y sus elites dominantes, le impone. Se trata de
una vida inauténtica al no haber sido elegida libremente sino impuesta
por las circunstancias de escasez general creadas por el contexto social
y económico capitalista. El sujeto no vive su vida sino la de otro, la
de alguien que resulta funcional para las metas impuestas por el sistema
capitalista. Esto explica al mismo tiempo que las metas del sujeto no
sean las suyas sino las del capitalismo.
La alienación no consiste únicamente en suplantar la vida del sujeto
por aquella que el sistema de opresión en el que vive le impone, sino
también en la remodelación, recreación y reproducción de identidades
construidas desde el exterior. El sujeto no se autoconstruye con una
identidad propia y un proyecto de vida auténtico, sino que por el
contrario vive siendo alguien distinto a quien realmente es o desearía
ser al mismo tiempo que queda sometido a un proyecto vital que no se
corresponde con sus aspiraciones más profundas. Existe, entonces, una
contradicción entre el sujeto y el medio que le circunda, entre sus
anhelos y lo que en la práctica es, entre el yo ideal y el yo real. Es
la completa desposesión del individuo que ya ni siquiera tiene identidad
propia al no haber en él nada de auténtico.
La despersonalización y deshumanización que conllevan la alienación
pasan a ser completas cuando la identidad y las metas impuestas son
asumidas como propias, o en su caso cuando al saber que no son propias
se utilizan válvulas de escape con las que evadir la responsabilidad de
enfrentarse a esa realidad. La frustración genera estas válvulas de
escape que pueden ser sencillamente mundos imaginarios construidos por
la infracultura dominante, pero también puede ser la drogadicción, el
alcoholismo, el consumismo de todo tipo, etc., que sirven para
sobrellevar la forma de vida destructiva inherente al trabajo asalariado
y a la desposesión de uno mismo. La consecuencia directa de este
proceso es la destrucción del mundo interior del sujeto y del propio
sujeto en tanto que tal.
La sociedad capitalista se estructura a través de células
organizativas cuya razón de ser es esencialmente pragmática, y por tanto
están dirigidas a la consecución de unos objetivos muy claros y
determinados: obtener beneficios. Dentro de estas células no hay
posibilidad alguna para la coexistencia de otros objetivos distintos de
aquellos para los que fueron concebidas, de tal manera que la actividad
de todos quienes las integran está dirigida en un mismo sentido al
existir en su seno unas jerarquías y unas minorías que establecen las
directrices generales.[9] Esto hace que las relaciones sociales estén
mediatizadas por el dinero o el interés material, y que no existan
espacios para hacer vida en común. Así es como el sometimiento de las
relaciones a la lógica del capital contribuye a un paulatino aislamiento
del sujeto respecto a los demás, unido a las incompatibilidades
horarias que ello acarrea y que inevitablemente contribuyen a alejar a
unos de los otros. El sujeto no sólo pierde tiempo para sí mismo debido a
la absorción que el trabajo asalariado ejerce sobre su persona, sino
que también lo pierde para relacionarse con los demás. En gran medida el
trabajo asalariado destruye a la persona al dejarla sin relaciones y
vida social, al mismo tiempo que es forzada a pasar más tiempo con
desconocidos en los transportes públicos, o simplemente con los
compañeros de trabajo con los que tiende a mantener una relación
meramente profesional. El deterioro de las relaciones sociales tiene
como consecuencia el deterioro del propio sujeto, y la soledad y
aislamiento que conllevan significan una mayor vulnerabilidad a la hora
de afrontar los desafíos que la propia vida plantea.
La pérdida de la sociabilidad, la anulación de la capacidad
reflexiva, la deshumanización que conlleva el ser poseído por el trabajo
y las empresas, el carecer de una identidad y de un proyecto de vida
auténticos son, en definitiva, el reflejo de un sistema existencialmente
opresivo y alienante que convierte a las personas en objetos, en
instrumentos a su servicio que son manipulados y dirigidos para la
satisfacción de los intereses del propio sistema. Por esta razón la
desaparición del trabajo asalariado es lo que puede permitir una
regeneración de lo humano que hoy, en las sociedades capitalistas donde
impera esta forma de producción, se encuentra en avanzado estado de
descomposición. Pero nada de esto es posible sin la destrucción de
aquellas instituciones liberticidas que, como la propiedad privada y el
Estado, constituyen la base estructural y de poder sobre la que se
asienta el trabajo asalariado y que, por tanto, niegan al sujeto su más
intrínseca humanidad.
Esteban Vidal
[1] Los cambios tecnológicos en el ámbito bélico que propiciaron las
sucesivas revoluciones militares así como sus consecuencias políticas
son abordados en las siguientes obras: Roberts, Michael, “The Military
Revolution, 1560-1660” en Clifford J. Rogers (ed.),
The Military Revolution Debate: Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Colorado, Westview Press, 1995, pp. 13-36. Parker, Geoffrey,
La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, Madrid, Alianza, 2002. Eltis, David,
The Military Revolution in Sixteenth-century Europe, Barnes Noble Books, 1998. Duffy, Michael (ed.),
The Military Revolution and the State, 1500-1800, Exeter, University of Exeter, 1980. Knox, McGregor y Williamson Murray (eds.),
The Dynamics of Military Revolution, 1300-2050,
Cambridge, Cambridge University Press, 2001. En cuanto a la relación
entre la guerra y la formación del Estado moderno son destacables los
siguientes estudios: Tilly, Charles,
Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, 1992. Tilly, Charles,
War and the power of warmakers in western Europe and elsewhere, 1600-1980, Michigan, Universidad de Michigan, 1983. Tilly, Charles, “Guerra y construcción del Estado como crimen organizado” en
Relaciones internacionales: Revista académica cuatrimestral de publicación electrónica Nº 5, 2007. Finer, Samuel, “State- and Nation-Building in Europe: The Role of the Military” en Charles Tilly (ed.),
The Formation of National States in Western Europe, Nueva Jersey, Princeton University Press, 1975, pp. 84-163. Oppenheimer, Franz,
The State,
Canadá, Black Rose Books, 2007. Hintze, Otto, “La organización militar y
la organización del Estado” en Josetxo Beriain Razquin (coord.),
Modernidad y violencia colectiva, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2004, pp. 225-250. Leval, Gastón,
El Estado en la historia, Cali, Otra Vuelta de Tuerca. Barclay, Harold,
The State, Londres, Freedom Press, 2003.
[2] Sobre el modo en el que la guerra afectó a la organización de la
sociedad y a su posterior evolución son reseñables los siguientes
estudios sociológicos: Mcneill, William,
La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 D.C., Madrid, Siglo XXI, 1998. Hale, J. R.,
War and society in Renaissance Europe 1450-1620, Guernsey, Sutton Publishing, 1998. Tallett, Frank,
War and Society in Early Modern Europe: 1495-1715, Londres, Routledge, 1997. Anderson, M. S.,
Guerra y sociedad en la Europa del Antiguo Régimen (1618-1789), Madrid, Ministerio de Defensa, 1990. Bond, Brian,
Guerra y sociedad en Europa (1870-1970), Madrid, Ministerio de Defensa, 1990.
[3] La íntima relación entre poder económico y poder militar queda
perfectamente reflejada en las siguientes obras: Kennedy, Paul,
Auge y caída de las grandes potencias, Barcelona, DeBolsillo, 2006. Gilpin, Robert,
War and Change in World Politics,
Cambridge, Cambridge University Press, 1981. En ellas queda patente la
dependencia del poder militar de las potencias con su capacidad
económica e industrial, y de cómo esta relación es la que ha dado lugar a
cambios en la estructura política internacional cuando determinados
Estados ya no disponen de esa capacidad económica necesaria para
mantener su posición en el sistema internacional, y por lo tanto para
costear los gastos que supone mantener su poderío militar. En una línea
similar a las obras antes citadas cabría añadir, aunque con algunos
matices, Acemoglu, Daron y James A. Robinson,
Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity and Poverty, Profile Books, 2013.
[4] Hintze, Otto,
Historia de las formas políticas, Madrid, Revista de Occidente, 1968. Rodrigo Mora, Félix,
La democracia y el triunfo del Estado. Esbozo de una revolución democrática, axiológica y civilizadora, Morata de Tajuña, Editorial Manuscritos, 2011. Waltz, Kenneth,
Man, the state and war: a theoretical analysis, Nueva York, Columbia University Press, 1959.
[5] Hintze, Otto,
Op. Cit., N. 4. A lo largo de esta obra
Otto Hintze realiza diferentes análisis sobre el papel jugado por el
Estado en el desarrollo del capitalismo, y cómo sin su intervención no
hubiera sido posible su aparición. Cabe apuntar que la tesis de Hintze
no consiste en establecer un determinismo en el que el Estado es la
causa del capitalismo, sino que deja de manifiesto que constituyó un
importante facilitador para su desarrollo como sistema económico y
social sin el cual jamás hubiera llegado a ser lo que hoy es. Prueba de
ello es que el Estado creó la estructura legal que protege, y por tanto
da seguridad, a los dueños de los medios de producción para garantizar
la explotación de la mano de obra y la consecución de beneficios.
[6] Rodrigo Mora, Félix,
Naturaleza, ruralidad y civilización, Brulot, 2011.
[7]
http://disenso.files.wordpress.com/2013/08/economia-del-anarquismo.pdf Consultado el 26 de diciembre de 2013
[8] No hay que olvidar la omnipresencia del reloj en las sociedades industriales que ya fue destacada en Mumford, Lewis,
Técnica y civilización,
Madrid, Alianza, 1992. El factor tiempo ocupa un papel primordial en el
control y regulación de la vida de las personas, tanto dentro como
fuera del trabajo. Asimismo, la velocidad que ha impreso el desarrollo
tecnológico ha dado lugar a la ruptura de las barreras
espacio-temporales, lo que ha conllevado una permanente aceleración de
los ritmos de vida que son impuestos a la sociedad para satisfacer las
exigencias del poder. En este sentido son esclarecedores los ensayos de
Virilio, Paul,
El cibermundo, la política de lo peor, Madrid, Cátedra, 2005. Virilio, Paul,
La bomba informática, Madrid, Cátedra, 1999. Virilio, Paul,
Lo que viene, Madrid, Arena Libros, 2005.
[9] Zinoviev, Alexandr,
La caída del Imperio del Mal, Valencia, Bellaterra, 1999.