Aunque no lo parezca, el que suscribe, a infinitas millas de la falsa modestia, suele darle al coco de manera notable y tiene notables inquietudes intelectuales, que para sí quisiera tanto botarate verborreico del mundo académico y/o mediático. De esa manera, a uno se le llevan los demonios cuando a estas alturas todavía se fomenta el debate acerca de si el homo sapiens es por naturaleza bondadoso o, por el contrario, es un cabrón de mucho cuidado. Traducido a la filosofía más elemental, viene a ser el antagonismo entre la visión de Rousseau, según el cual hubo una especie de estado pacífico e igualitario, antes del advenimiento de la sociedad política y la propiedad privada, y la de Hobbes, para el que vendría a ser todo lo contrario al estar en lucha todos contra todos y necesitar de una autoridad coercitiva para ponernos en nuestro sitio. Sea como fuere, el resultado viene a ser muy parecido en ambos casos, ya que se trata del muy peculiar mito del llamado contrato social, según el cual unos humanos primigenios habrían decidido fundar la comunidad política (léase, cualquier forma de poder coactivo en forma de alguna forma de Estado) para dar lugar a la civilización esta que sufrimos. Espero haber hecho bien los deberes sobre teoría política, pero vayamos más con la práctica. El llamado contractualismo se basa en lo explicado, un pacto original para justificar el Estado; esto, que resulta francamente cuestionable, podría ser más o menos admisible si uno durante su corta existencia podría decidir sobre el mundo político en el que quiere participar. ¿Alguien recuerda haber participado, y no me refiero a meter un papelito en una urna para elegir el color de los que mandan, en alguna suerte de contrato para decidir sobre el mundo político a instituir? Yo, tampoco.
Los anarquistas, en plena crítica a ese supuesto contractualismo fundado en una supuesta voluntad libre de los seres muanos, que justifica el ejercicio del poder, se esforzaron en apartar ficciones míticas y averiguar la forma en que podemos ser más libres frente a esa justificación de la dominación, de una forma u otra, que realiza la modernidad. Es decir, el anarquismo sería una rara avis (sea lo que sea lo que signifique eso) dentro de las teorías políticas modernas, las cuales llegan a nuestros días para legitimar cualquier forma de poder coercitivo, a pesar de eso tan etéreo que llaman posmodernidad. Como uno es también raro de narices, y al mismo tiempo le gustaría tener una vida satisfactoriamente libre y solidaria, pues se hizo ácrata, con algún tic nihilista para poder revisar los dogmas permanentemente, y a mucha honra. Pero, vayamos con el principio de este lúcido texto y continuemos con la supuesta condición del ser humano. Así, tantas veces, y no solo entre el vulgo, se objeta la posibilidad de una sociedad razonablemente libertaria al señalar la naturaleza inicua de la personas. Hay que decir, antes de nada, que este razonamiento parte de una falacia de padre y muy señor mío, ya que se considera que los anarquistas vendríamos a ser una suerte de ingenuos y optimistas, que parten de la bondad natural de los sapiens para sus propuestas sociales imposibles en la práctica. En otras palabras, los libertarios vendríamos a estar más cerca de Rousseau que de Hobbes, pero esa es otra sandez como la copa de un pino, ya que hace falta un poquito de esfuerzo intelectual para comprobar que los anarquistas modernos ya realizaron una crítica feroz al autor de El contrato social (y a ese concepto tan cuestionable de «voluntad general»).
No, señores zorrocotrocos, los anarquistas jamás han sostenido esa simpleza acerca de una naturaleza benévola de las personas, ni mucho menos han realizado sus propuestas sociales, morales y vitales en función de esa falsa premisa. Es más, algo obvio para quien no sea duro de mollera ni un reaccionario de cuidado, la maleabilidad del ser humano es obvia y son muchas las manifestaciones, que pueden ser positivas o negativas, según el contexto social en que nos encontremos. Tampoco se cae en alguna suerte de simplificación u optimismo antropológico, ya que no se niegan en absoluto los muchos conflictos de la vida social, y la predominancia en ocasiones de la pasión frente a un comportamiento humano más o menos razonable. Los conceptos de la solidaridad y el apoyo mutuo, que ya asentaron los primeros ácratas en la modernidad, no excluyen en absoluto la rivalidad, la competencia o el egoísmo, aunque se niega ese monopolio de la violencia que es el Estado (Weber dixit, de forma obvia). Todo ello forma parte, efectivamente, de nuestras características como primates más o menos evolucionados, pero la cuestión es lo que queramos fomentar en nuestras comunidades sociales. Es tan sencillo como comprender que el contexto social da lugar a diversas manifestaciones que, según la características que tenga, se reprimen o se desarrollan; los bellos y lúcidos anarquistas confían en que una sociedad libertaria puede dar lugar a personas capaces de adaptarse dentro de un contexto libre y armónico con la menor coacción posible. En cualquier caso, a estas alturas de la película, sostener una supuesta naturaleza humana con unos rasgos definidos y en función de ella considerar una determinada comunidad política es lo que me parece un despropósito desfasado propio, sin perdón, de reaccionarios y dogmáticos. De hecho, no podemos saber si con el neandertal, que convivió al mismo tiempo que los animales que eran ya como nosotros, con unas características similares, nos hubiera ido mejor. Lo que sí sabemos es que lo que se impuso, para bien y para mal, fue el llamado homo sapiens, entre cuyos rasgos existe la posibilidad de ser, al menos, un poquito mejor que lo que su currículum, edificador de grandes cosas, pero devastador en ocasiones para sus semejantes y para otras especies, ha evidenciado.
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