Pocas cosas me producen tanto hastío como los premios culturales y las
listas que, en ocasiones señaladas como la Feria del Libro, la campaña
de Navidad, Sant Jordi o la rentrée, la prensa elabora. Tienen la
apariencia de artículo cultural, pero porque, como todo en el
capitalismo, un velo de irrealidad lo tergiversa y no deja siquiera
entrever su naturaleza de bazar o zoco.
Editores, escritores,
libreros, periodistas y lectores los aguardan con impaciencia, cada cual
por motivos diferentes, pero siempre vinculados en último término a la
rentabilidad económica. Y los celebran.
Pero la literatura (y
también el cine, la música, el arte) justamente va de otra cosa. Si hay
una actividad humana en la que la competencia no tiene cabida es este
tipo de disciplinas. El propio lenguaje nos da la clave, no se avienen
nada bien términos como ranking, competición o disputa con verso, pincelada o arpegio.
Obviamente el ser humano, al menos el occidental, tiene una pulsión
clasificadora y ordenadora, es así desde el origen platónico y
aristotélico de nuestra civilización. En el pensamiento heleno se
diferenciaban dos acciones distintas: la poiesis y la praxis. La
primera supone una producción que no tiene valor en sí misma, el valor
deviene del objeto producido. La praxis, en cambio, habla de todas
aquellas actividades que resultan satisfactorias per se al margen
de lo producido o incluso siendo improductivas. Estas últimas son las
que elevan la existencia, no concurre en ellas la necesidad, sino la
libertad y ese fuego, esa pulsión creadora. El valor de la música, del
arte, de la ciencia, reside ahí. Su utilidad no descansa en la ganancia
económica que puedan generar. Los premios pervierten la obra artística
porque la degradan de la praxis a la poiesis.
Es
inherente al ser humano la tendencia a privilegiar al mejor y a lo
mejor, o a una cierta concepción de lo “mejor” (término fuertemente
subjetivo y peligroso cuando cae en unas manos que también detentan el
poder). Es posible que el progreso de nuestra sociedad le deba mucho a
esa querencia, prueba de ello son los Juegos Olímpicos, el
reconocimiento social de los inventores e investigadores científicos, la
creación de personajes legendarios que nos inspiran en la vida, o los
pobres niños prodigio, entre muchos más ejemplos.
La expresión y
actividad artística, sin embargo, no va de eso, dudo que más allá de
los muros de la academia esa expresión y actividad sea objetivable,
medible, el arte pertenece a esa tipología de actos humano más puros y
comparte espacio con conceptos como la bondad, la generosidad o el amor.
Pero desde el fin del feudalismo, el capitalismo con su voracidad
obstinada y omnipotente también ha sabido introducir sus volubles y
maleables manos en esta esfera humana, ese reducto de autenticidad
también ha sucumbido a la irresistible presión del mercado que todo lo
corrompe y aplasta.
Hasta la consolidación del capitalismo, el
arte era pura expresión, búsqueda, conocimiento. Tenía que ver con dar
volumen a lo sagrado, cartografiar lo ignoto y sofisticar la
comunicación, aquella praxis griega. Bien es cierto que, desde aquel
origen heleno hasta el capitalismo actual, el ejercicio artístico ha
atravesado por distintas, múltiples y paulatinas degradaciones que lo
han convertido en una herramienta práctica de reconocimiento social,
dominio o incluso como mero objeto de beneficio económico cuyo clímax
tiene lugar con el advenimiento y consolidación del capitalismo, sistema
que lo insertó en una dinámica de mercado a gran escala y fue la
producción en masa lo que terminó de pervertir el concepto de arte al
desvincularlo precisamente de la praxis. Así pues, claro que el poder se
valía de él para sus fines y lo convertía en medio para adoctrinar,
amansar y manipular a las masas, pero bajo ese uso abusivo mantenía a
salvo sus valores primigenios porque no era objeto de intercambios
económicos.
El Nobel, el Planeta, los Oscar o los Grammy, por
citar una mínima y célebre porción de los galardones que se otorgan en
el ámbito cultural, son la expresión brutal de la economía de mercado y
su capacidad de degeneración de la pureza, al convertir las obras
artísticas en objetos de consumo. Y todos, editores, escritores,
libreros, periodistas y lectores, nos plegamos a su voluntad e incluso
la celebramos. Todo en este sistema es susceptible de ser mercancía.
Normalmente los premios se aplauden, concurren elogios y loas a
raudales, se alaba el talento y la brillantez, las existencias
ejemplares, incluso el sufrimiento y el sacrificio. Todo esto no estaría
mal si no fuera porque la propia dinámica de distinguir una obra
invisibiliza otras tantas creaciones (o vidas) igualmente valorables.
Que son todas en realidad.
Condenamos lo que no puede ser condenable, premiamos lo no premiable.
El mejor truco que el capitalismo ideó fue hacernos creer que todo es
genuino y veraz. El diablo hizo lo mismo al hacernos creer que no
existía. De nuevo aquel velo mágico que se posa sobre todas las cosas y
las embellece y las eleva, enmascarando una esencia enferma.
“Hay que plantear claramente desde el comienzo que el consumo es un modo
activo de relacionarse (no sólo con los objetos, sino con la comunidad y
con el mundo), un modo de actividad sistemática y de respuesta global
en el cual se funda todo nuestro sistema cultural”. Esto decía Jean
Baudrillard en su célebre ensayo La sociedad de consumo, en el
que describía con precisión este mundo inundado de objetos (también de
artefactos culturales, equiparables estos a unos calcetines o a una
bolsa de patatas fritas) en el que todos estamos envueltos y que
sustentan los medios de comunicación de masas y, sobre todo, en nuestros
días, las machaconas y ubicuas redes sociales. Un mundo hostil y plano
en el que todo compite y todo se vende.
El premio es la expresión del más puro individualismo, clave de
bóveda del capitalismo, cuando el arte es justo lo contrario, el arte no
tiene sentido sin el otro, sin el objetivo de construir comunidad, de
transmitir, acompañar y compartir. Y premiar siempre supone censurar lo
otro, significa estampar el marchamo de lo válido, dictaminar qué es lo
bueno y qué es lo malo, lo correcto y lo incorrecto, la peligrosa
dinámica del canon (positivo cuando es subjetivo y todo lo contrario
cuando es colectivo).
Los premios instituyen lo dominante, y
articulan lo aceptable y lo políticamente correcto, que al cabo es lo
que no amenaza el sistema, y condenan todo aquello que se aleja de la
norma, de esa norma impuesta por unos pocos. Por eso, cuanto más
distante de lo central está la obra más censurable es y, lo que es peor,
más invisible. En este sentido, Constantino Bértolo en un artículo de
la revista Texturas (“Los premios literarios y el marketing
como poética”, Nº. 54 revista Texturas, 2024), afirma que “por cada
novela premiada [en España] al menos otras doscientas pasan al limbo de
las no premiadas”. Los premios no son inanes, sino que regulan y
encorsetan algo tan libre de normas como ha de ser el arte.
Una sociedad realmente democrática y plural, pues, es aquella que no
premia, que integra todas las propuestas creativas e intelectuales, que
las trata por igual. El interés económico y político (periodístico,
social, cultural) se vale del premio para perpetuarse. El arte no va de
mejores y peores, va de diversidad.
Las manos del mercado, sí,
son translúcidas, sagaces y habilidosas, tanto que es casi imposible
apreciar sus movimientos. Los galardones producen discursos llenos de
buenas intenciones, transmiten emoción y la contagian, narran al
servicio del mercado y prometen experiencias vacuas, dejan un manto de
alegría a su paso y producen una felicidad simulada, irreal. Es una
ficción perversa que mancilla lo que, de por sí, ha de estar inmaculado,
enturbia lo que en origen es prístino.
La misma lógica capitalista rige la confección de las listas de los
suplementos culturales, que casi sin excepción se hacen eco de libros
publicados por grandes grupos editoriales engrasando la rueda del
capitalismo, acallando nuevas voces, voces distintas, menores,
periféricas, e imposibilitando la tan aclamada bibliodiversidad. En el
mismo artículo citado, Bértolo habla de nuestro sector literario como un
monocultivo que no deja crecer nada más y aporta el dato de que en
nuestro país hay más de 1.200 premios anuales (la mayoría inspirados por
la poiesis y no por la praxis) que, obviamente, configuran de
manera irresistible la corriente literaria contra la que parece casi
imposible nadar.
El mercado, en fin, convierte lo inmoral en lo
moral, lo rastrero lo transforma en lo elevado, y lo abyecto termina
siendo noble. Es el signo de nuestra época. Y desgraciadamente es un
signo que también traza las directrices en los ámbitos artísticos,
empobreciéndolos.
La existencia de los premios, los rankings, las listas de mejores libros, es torticera porque la naturaleza de lo que se laurea no se puede galardonar.
Director de la editorial Siglo XXI