Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

lunes, agosto 21

Excursionistas de la idea: montañismo anarquista en la España prebélica

 


«¿Qué será que la generación cada vez es más débil y más enfermiza? Pues es muy sencillo: es debido a la mala vida y viciosa de los antepasados, que sin mirar el porvenir de sus generaciones se arriesgaban a todos los vicios, por malos que fueran y sin escrúpulo de ninguna clase. ¡Jóvenes! Mirad muy bien lo que hacéis, no solo por vuestra felicidad, sino por el porvenir de vuestros futuros hijos y demás descendencia que nunca os puedan decir vuestros hijos que están enfermos por vuestra culpa. ¡Jóvenes! Ingresad en el Grupo Excursionista Eliseo Reclús». Corría el mes de febrero de 1938 y, en la Valencia capital de la República resistente, los horrores de la guerra no habían acabado con la actividad recreativa de las Juventudes Libertarias de la Barriada de la Misericordia, que, unos días antes, habían constituido aquel grupo excursionista cuya primera expedición los conduciría al paraje conocido como El Picacho. Se hacían parte, con ello, de una historia larga de maridaje entre el anarquismo y el montañismo, que en España —sobre todo en Cataluña— venía desplegando, desde finales del siglo XIX, una variopinta proliferación de grupos, revistas y ensayistas.

En la montaña, en los espacios naturales, encontraban los ácratas muchas y distintas cosas, conectadas a veces con otras sensibilidades características del movimiento, tales como el desnudismo, la teosofía o el esperantismo. Acudían los enemigos del poder a la montaña a desnudarse, a nombrar en el idioma artificial del doctor Zamenhof las cosas que veían y de esa manera practicarlo, a construir comunas… y también a rastrear —en el caso de los anarquistas catalanes— pasos de montaña a través de los cuales escapar a Francia, huyendo de la Guardia Civil, el somatén o el servicio militar, o escondrijos para las armas de la acción directa, conocimientos que resultarán muy útiles cuando la negra noche del fascismo se abata sobre España, y ante él haya que alzar la insurgencia desesperada del maquis. «Las reuniones clandestinas en la montaña —escribe Juan Gómez Casas en Historia del anarcosindicalismo español— cubríanse con el deporte del excursionismo, el culto sincero al desnudismo, al aire oxigenado y el bronceamiento al sol. Todo esto formaba un contraste pintoresco si se tiene en cuenta que esa vuelta sincera a la naturaleza era perfectamente compatible con los planes conspirativos, la química de los explosivos, el ejercicio de tiro con pistola, el intercambio de periódicos y hojas clandestinas, los anatemas contra el tabaco y el alcohol».

La crítica del deporte que hacía el anarquismo, viendo en él una correa de transmisión de valores capitalistas como la competición, o, en el caso de las sociedades deportivas marxistas, un instrumento para el encuadramiento y el adoctrinamiento —aunque hubo, también, clubes deportivos anarquistas como el Júpiter de Poblenou, afiliado todo él a la CNT, con secciones de fútbol, atletismo y excursionismo—, encontraba una excepción en el montañismo; en su confraternización desatenta a los relojes; en sus jiras, vocablo utilizado entonces para las excursiones, que el DRAE define hoy como «banquete o merienda, especialmente campestres, entre amigos, con regocijo y bulla» y registra como procedente del francés [bonne] chère, o sea, «buena comida». «Cada día las jiras van divulgándose más y más, convirtiéndose en una bella costumbre anticipadora de la vida nueva», se señalaba el 1 de septiembre de 1932 en La Revista Blanca, publicación quincenal de sociología, ciencias y artes, editada en Madrid desde el año 1900 por Juan Montseny y Teresa Mañé. La revista informaba en su «Sección de Excursionismo» de las organizadas por todo un archipiélago de colectivos, recogiendo estampas de pequeñas muchedumbres recostadas en un prado y ondeando banderas. Aquel número concreto incluía, por ejemplo, tres de la realizada por la juventud libertaria de La Nucia (Alicante) al Puig Campana, «donde entre sanas expresiones de vida resonó optimista el grito de ¡Viva la anarquía!», así como la crónica de la realizada por la Regional de Asturias, León y Palencia al Puerto de Pajares, en una «mañana deliciosa de julio con un céfiro suave y voluptuoso impregnado de aromas campestres», por «tierras de fecundidad y vida». Mil quinientos excursionistas encontraban en ella «un medio positivo de abolir prejuicios regionalistas, de conocerse y amarse mutuamente los pueblos, considerándose todos hermanos en la inmensa familia humana y en la gran patria del mundo». Montseny y Mañé eran por cierto —lo habrá adivinado el lector perspicaz— los padres de una joven llamada Federica, que unos años antes, en 1927, defendía así el naturismo en las páginas de la propia revista: 

«El origen del naturalismo es el afán de recobrar la salud perdida por falta de contacto con la naturaleza. Empezó a dejar de ser remedio para convertirse en tesis con dos principios fundamentales: físico el uno y ético el otro. El primero es el retorno a la naturaleza. El segundo es el respeto a la vida animada por la naturaleza. El naturismo que no sea anarquista, no es ni será nunca naturismo. […] El naturismo no es otra cosa que una consecuencia lógica de la ciencia y los sentimientos modernos».

Eliseo Reclús, Élisée Reclus, era una suerte de santo patrón laico para aquellos amantes paralelos de las caminatas por la montaña y la revolución social. Maestro de geógrafos y anarquista de la Comuna, en el exilio en Suiza había escrito un libro, La montaña, en el que —como escribe Daniel Hiernaux-Nicolas— «el paisaje se alía a la descripción de los problemas sociales». En el «montañés libre» encontraba Reclus, hombre transido de la ética protestante del trabajo, una alegoría y una escuela del revolucionario: al habitante de la montaña —escribía—, «la fatiga del trepar y del bajar penosamente, la sencillez del alimento, el rigor de los fríos invernales, la lucha contra la intemperie» lo han hecho «un hombre aparte, le han dado una actitud, un andar, un juego de movimientos muy diferente de los usados entre sus vecinos de la llanura. Le han dado además un modo de pensar y de sentir que le distingue. Han reflejado en su espíritu, como en el del marino, algo de la serenidad de los grandes horizontes: también en muchos sitios le han asegurado el tesoro inapreciable de la libertad». Entre los montañeses,

«el trabajo solidario y los esfuerzos de conjunto son una necesidad. Todos son útiles para cada uno, y cada uno para todos. El pastor que va á los pastos altos á guardar los rebaños de la comunidad no es el menos necesario á la prosperidad general. Cuando ocurre un desastre, ayúdanse todos mutuamente para enmendar el daño. Si el alud se ha desplomado sobre algunas cabañas, todos trabajan en el desescombro. Si la lluvia ha desmoronado los campos que se cultivan en gradas sobre las pendientes, todos se ocupan en recoger la tierra que se ha venido abajo y subirla en espuertas hasta la vertiente de donde se cayó. Si el torrente desbordado ha cubierto de piedras las praderas, todos se afanan en limpiar el césped de tales escombros que lo ahogan. Cuando en invierno es peligroso arriesgarse entre la nieve, cuentan unos con la hospitalidad de otros. Todos son hermanos y pertenecen á la misma familia. Así es que cuando los atacan, resisten de común acuerdo, movidos, digámoslo así, por un solo pensamiento. Por otra parte, la vida de combates sin tregua contra toda clase de peligros y quizá también el aire puro y saludable que respiran los convierten en hombres atrevidos y desdeñosos de la muerte. Trabajadores pacíficos, á nadie atacan, pero saben defenderse».

El excursionismo era vida, vigor, regeneración, aire fresco, baños solares como los que perseguía el colectivo Amics del Sol, fundado en Barcelona en 1915 por obreros naturistas que habían convertido en un solárium una de las paredes de su fábrica, cercana a la playa de Can Tunis. Y su cultivo se entrelazaba con la sensibilidad eugenésica que, entonces (tiempos anteriores al malogramiento de la palabra por la vesania nazi) caracterizaba a la izquierda toda. Algunos de los miembros de Amics del Sol, juntamente con los esperantistas de La Rondo y el Ateneo Obrero de Les Corts, regentaban como «Grupo pro-Eugenismo» una editorial llamada Eugenia desde la que se pregonaba «la selección espiritual de los individuos, para así obtener la perfección mental de la especie, cuyos principios sociales sean la cultura y el altruismo». Se creía en la posibilidad de un hombre nuevo, alumbrado por los avances tecnológicos de una era de promisorios amaneceres, y, frente a la eugenesia clasista y racista de los conde de Gobineau y los Houston Stewart Chamberlain, aquellos anarquistas cuyos hijos se llamaban Aurora o Liberto predicaban la posibilidad de una eugenia igualitaria. No era el suyo —escribía Albano Rosell, autor de El naturismo integral y el hombre libre o de la novela En el país de Macrobia, fundador de la revista El Naturista…— «el eugenismo que nos endilga yanquilandia, […] esencialmente dogmático y clasista», sino un combate social por la conservación de la naturaleza y la abolición de la propiedad del suelo y el agua.

Sol y Vida era el muy eugénico nombre de la sección de excursionismo popular del Ateneo Ecléctico Naturista, fundada en 1926, radicada en el barrio barcelonés del Clot, y que publicaba sendas revistas llamadas Ética e Iniciales. Al grupo, que formó parte de la asamblea fundacional de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), el 25 de julio de 1927, pertenecía Joan Padreny, autor de un folleto titulado Necesidad del excursionismo y sus influencias libertarias en los individuos y los pueblos. «No pretendemos —reza su introducción— redimir a la humanidad por medio del excursionismo, pero sí creemos que es un factor que ayudará a ello y por lo tanto debemos propagarlo. Nadie ignora que durante las excursiones, y en los momentos de parada, organizamos charlas y juegos de acuerdo con el ideal de Acracia. Y es así como formaremos hombres fuertes y rebeldes, capaces de contribuir al derrumbamiento de la tiranía». Concha Liaño, miembro de Sol y Vida, evocaba tiempo después las ansias semanales por que llegase el domingo para ir de excursión:

«Todo el Ateneo iba de excursión. […] Y era muy bonito. Nos juntábamos pero muchos, los abuelos, los tíos, los niños. Era muy bello. Y también hacían grupos que discutían siempre sobre las ideas. […] Fue una época muy bella y la gente muy sana. Yo tengo unos recuerdos tan bonitos de eso. […] Aquellos muchachos eran de verdad magníficos, tan altruistas, tan sinceros, tan anarquistas. Y eran muchos. De todas las barriadas nos juntábamos».

Los clubes de montaña —de los que Nueva Humanidad celebraba en mayo de 1933 que contribuían «eficazmente a sacar a la juventud de esos antros de perversión que se llaman cafés, cines, bailes, etc.»— eran escuelas de la emancipación. Lo fueron, por ejemplo, para Liberto Sarrau (1920-2001), uno de los más heroicos antifranquistas catalanes, anarcosindicalista al que siendo niño había cautivado el martirio de Ferdinando Sacco y Bartolomeo Vanzetti, que se formó en la escuela racionalista La Farigola de Joan Puig Elias, en 1936 cofundaría el grupo Los Quijotes del Ideal, y en la posguerra pasaría por los campos de concentración franceses, los de trabajo nazis y luego volvería a entrar en España, donde formaría el grupo Tres de Mayo y sería detenido, torturado y encarcelado, penando en la prisión de San Miguel de los Reyes y la de Burgos, tras lo cual regresaría a Francia. A finales de los ochenta, atrás ya los años vividos peligrosamente, fundaría la Asociación Cultural y Ecologista Natura y, en el Pirineo, abrigaría el proyecto de creación de la colonia infantil Nou Món, inspirada en el espíritu de Ferrer i Guàrdia y para la que intentó comprar una masía de treinta hectáreas, aunque sin éxito. Sarrau era esperantista, naturista y excursionista; la tríada completa del anhelo del homo novus que construyera con mente sana en un sano cuerpo la confraternidad universal. Todo era un mismo magma. De Poblenou hacía el anarquista Antonio Turón, entrevistado por Manuel Rivas, esta evocación que incluía el excursionismo:

«Poblenou era como una placenta anarquista. Había más anarquismo por metro cuadrado que en cualquier parte del mundo. Ateneos, corales, grupos excursionistas, naturalistas, de todo. Y luego estaba el sindicato. No era necesario el proselitismo. Bastaba con ver y escuchar. Yo trabajaba en los trenes de laminación. En los turnos de descanso se leía, se debatían las cosas del mundo. Sí. Bastaba con ver. Había unos hombres que eran los más cultos, una cultura de la vida, te hablaban de una novela de Gorki o de Víctor Hugo a la hora del bocadillo; que se preocupaban por los problemas colectivos, que no bebían alcohol, que no fumaban y que además eran los mejores operarios. Y resultaba que esos eran los anarquistas […] Yo abrí los ojos a la realidad del mundo en aquella placenta que eran la fábrica y el barrio. Y cuando nos dimos cuenta, en plena adolescencia, vino el 36 y ya estábamos en una trinchera. No tuvimos miedo. En los trenes de laminación trabajabas con hierro incandescente. Cuando salimos a parar a los golpistas el 19 de julio, el primero que veías en la calle, con mono azul de faena, era a Buenaventura Durruti. ¿Cómo ibas a tener miedo?».

Cuesta imaginarse hoy aquel mundo, irremisiblemente enterrado bajo el «estrato histórico» que José Luis Villacañas dice que el franquismo es en La revolución pasiva de Franco; de su victoria «definitivamente decisiva». La vida ya solo crece sobre él; «ya no puede florecer en los estratos subyacentes. Estos pueden dar nutrientes últimos a las raíces más profundas, pero sin luz no pueden alimentar la planta, hacer crecer la flor y dar el fruto». Sigue habiendo anarquistas y siguen haciendo excursiones como las que organizan las asociaciones mancomunadas en la Unió de Grups Excursionistes Llibertaris (UGEL) de Cataluña, pero son dispersas brasas de lo que un día fue un incendio. De «tiempos idos» hablaba ya Joan Ferrer i Farriol (1896-1978) en una serie de artículos melancólicos publicados en la revista Solidaridad Obrera, publicada por el exilio anarcosindicalista español en París. El número XV, publicado en 1957, versó sobre el excursionismo, y en él el anciano revolucionario derrotado evoca cómo 

«Cuando los libertarios salíamos al exterior de las poblaciones no era para darnos un “día de campo” con exclusiva de arroz o “costellada”, sino para alternar y fraternizar con compañeros y compañeras de otras procedencias. […] El ideal nos animaba para el encuentro, en plena naturaleza, de otros seres alentados por preocupaciones parejas a las nuestras. Llegados al punto de destino, las manos de unos y otros se entrechocaban y los rostros se sonreían animadamente. En general, las conocencias así rápidamente entabladas determinaban amistades sólidas, inquebrantables para toda la vida […] Nuestra flema de excursionistas de la idea contrastaba con los pobres kilometristas domingueros que salían de casa para regresar a casa solamente para puntuar una marca de 100 km. andados del amanecer al anochecer». 

Ferrer caracteriza con gran viveza a algunos de los compañeros de aquellas montañadas, y al hacerlo viene a componer un bestiario de aquella ingenua acracia, de su diversidad, en la que cabían «el vegetariano Torres», «el dicharachero Mingo» o el «titiritero de la revolución» Corbella, personaje singular, de divertida semblanza:

«En 1927 ese hombre se arrebató de entusiasmo solitario y ofrecía, con vistas a la revolución antiprimorriverista que se avecinaba, armas de todas clases y calibres en cartas ordinarias echadas al correo, cuando podía servirse de la recadería, muy en boga en aquellos tiempos. Una, dos y tres cartas recibimos insistiendo el manresano en proveernos de armas, hasta que el compañero Cuatrecasas le escribió reclamándole seis cañones de artillería a vuelta de correo».

Sobrecoge la nostalgia del exiliado; de este miembro de la «inmensa Numancia errante sin puerto al que llegar» de la que hablara Araquistáin, a quien desgarra evocar, en aquel año 57, las «horas añoradas todas ellas por su perfume montañero, por el amor del bosque y la acogida de las matas, allí acogedoras y olorosas. Y por la comunión fraternal con los compañeros de tales o cuales pueblos, siempre con idénticos deseos manumisores. Ante esas páginas de juventud, comprensión y entusiasmo, las incomprensiones del exilio se nos antojan monstruos de pesadilla». El homo novus nunca fue alumbrado. En aquella España —escribía Blas de Otero— no se salvó ni Dios: lo asesinaron.

 

Extraído de https://www.jotdown.es

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