Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

domingo, junio 12

¿Libertad?


Lo más espeluznante de estas sociedades posmodernas, que sufrimos, para bien o para mal, resulta en la pobre o nula consciencia acerca del concepto de libertad que podemos observar en el común de los mortales. Así, bajo la apariencia de una sociedad libre (liberal, dicen), basada en el consumo más atroz y en el sálvese quien pueda, es difícil comprender que tan pocos seres humanos sean conscientes de lo frágiles y determinados que somos. El libre albedrío, a poco que hagamos el esfuerzo de indagar, aparece como una fantasía reduccionista fruto de una tradición religiosa que deberíamos relegar a los museos de historia. Necio es el que no comprenda que la libertad humana es algo, tan complejo, como apasionante, y que la vida social está sujeta a excesivos condicionantes, máxime en una sociedad que, a pesar de los que aseguren lo contrario, sigue estando jerarquizada y sujeta a demasiados intereses de unos pocos. El que no ponga en cuestión sus actos y creencias, el que elija la vía de alienación del tipo que fuere y adopte la solución fácil del consuelo y la creencia, resulta en alguien más bien papanatas, intelectualmente pobre e indubitablemente determinado.

Uno de los factores que hizo fascinarme por las ideas libertarias fue, precisamente, su compleja concepción filosófica de la libertad; por supuesto, la misma va unida a una elevada conciencia moral en pos de una siempre agradecible solidaridad social, lo cual contradice solo en apariencia mi tendencia personal algo nihilista (uno es tan complejo como contradictorio). Bien es cierto que, para conquistar razonablemente esa libertad hay que ser muy conscientes de lo moldeados que estamos por el entorno social y los buenos de los ácratas insistieron en ello, aunque sorteando siempre el entero determinismo. Y es que el paso del tiempo, con el desarrollo posmoderno de la tecnología, internet y las redes sociales, junto al constante y nocivo juego de la sociedad del espectáculo, donde colocan permanentemente imágenes delante de nuestros ojos para impedirnos acceder a una realidad concreta, no ha hecho más que exacerbar esa situación. El mito del libre albedrío, heredado de la tradición monoteísta para justificar la recompensa o el castigo de esa fantasía perniciosa llamada Dios (la suprema de las creencias y la más feroz de las alienaciones), desgraciadamente, forma parte de nuestro acervo cultural; las personas, por lo general, creen actuar libremente, sin apenas espacio para la crítica, la reflexión y la siempre necesaria autocrítica.

No, no somos nunca enteramente libres y, si un número razonable de personas empezara a comprender eso, tal vez supusiera una auténtica revolución cultural. Yo mismo, en mi visión general de la vida, e incluso cuando escribo estás densas líneas, sobradas de lucidez, me veo condicionado seguramente por mi naturaleza escéptica, mi talante cínico y mi ya mencionada dosis de nihilismo. Por otra parte, de forma obvia, nuestra libertad está más que determinada por nuestro conocimiento de las cosas, así como por el entorno cultural donde nos desenvolvemos; hoy, donde supuestamente hay una acceso ilimitado a la información, hay sin embargo más manipulación que nunca y una extendida desidia intelectual y moral para tratar de acercarnos a la verdad. Ya Eric Fromm nos advirtió, en aquella memorable obra, sobre el miedo a la libertad hace décadas, aunque se refería sobre todo a una época con la permanente amenaza de sistemas totalitarios; en la actualidad, en sociedades supuestamente liberales, pero en los que el autoritarismo presenta perfiles más sutiles (no lo olvidemos), existe también una permanente entrega de la potestad individual en nombre de no se sabe muy bien qué, si del consuelo, la pereza, la mera estupidez o el papanatismo más elemental. De momento, como no tenemos otra cosa que hacer, seguiremos presentando batalla cultural y creando focos de resistencia; ello, también, para zarandear a todos esos peculiares elementos que, no solo no se hacen preguntas ni muestran el mínimo asomo de pensamiento crítico, sino que encima, los muy tarugos, se creen totalmente libres.

 

Juan Cáspar

 

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