Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

lunes, julio 26

La nueva normalidad (III)

 


Tercera y última parte de la trilogía de Eduardo Romero para Nortes:

 

“Las instituciones están tan atravesadas por el disciplinamiento que son incompatibles con los cuidados”.

Paz Francés Lecumberri

 

Un hombre vive desde hace años en una comunidad terapeútica. Entre sus temores se cuentan el ébola, una invasión extraterrestre y los microchips espías. De unos meses para acá, grita por los pasillos: “¿Visteis? ¡Ya os lo decía yo!”

Mi amiga, la que trabajaba de puta, acabó dejando el piso de contactos. Llegada la segunda ola, por allí no pasaba ni dios. Encontró entonces un curro de unas pocas horas. La cosa iba de limpiar un piso tres veces por semana. Al menos le serviría para ir tirando, pensaba. Pero lo cierto es que le duró dos días. Los que tardó el presidente de la comunidad en montarle un pollo a la propietaria del piso. ¿Es que no te has enterado? Hemos prohibido que personas ajenas al edificio entren aquí mientras dure la epidemia. Mi amiga, sin papeles, ha preferido largarse antes que meterse en un lío.

Inocencio, tras un semestre augurando que el bicho le iba a alcanzar, empezó a sentir fatiga. El revuelo en su residencia ya se había montado días antes, a primeros de octubre, cuando anunciaron el brote y comenzaron las pruebas.Faen una operación en la nariz que te hace estornudar más que dios”. A Ino pronto se lo llevó una ambulancia. No tenía fiebre, pero sus pulmones, llenos de cicatrices tras décadas respirando polvo en la mina, necesitaban un extra de oxígeno. Pasó diez días hospitalizado. A sus ochenta y siete años, le han dado el alta y está de vuelta en casa. Ahora ya sabe que algunos residentes han muerto. No todos por el virus. Un viejo murió deshidratado. El anciano, demenciado, no pedía agua y, en medio de aquel jaleo, a nadie se le ocurrió darle de beber.

También echa de menos el periódico, para entretenerse un rato. Lo ha pedido, pero le han dicho que no está permitido

A Inocencio le han cambiado de habitación. Está en cuarentena. Tiene prohibido salir. Su ventana da a un patio estrecho. Echa de menos unas vistas. También echa de menos el periódico, para entretenerse un rato. Lo ha pedido, pero le han dicho que no está permitido. También están prohibidas las visitas, aunque aún dan de paso esos maravillosos tápers que le prepara su sobrina. Inocencio ve por la tele el parte, películas del oeste, series de policías… “Nunca fui de iglesia, cuando echen misa, doy al botón del mando y cambio de parroquia”. Habrá que ver cómo camina, con su prótesis de cadera, cuando le dejen salir al pasillo. “Afatígome mucho y la pata duelme más que antes. Tanto tiempo equí metío, toi bajo de moral”, afirma desde su encierro.

Entre todos estos ancianos, quizá habrá quienes piensen: “mejor vivir menos pero vivir mejor”.

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De unos meses para acá, todos los días se diagnostican patologías graves con terribles retrasos. “No estoy preparado para decirle a gente de cuarenta y tantos que tiene un tumor en la cabeza o en el estómago y le quedan pocos meses de vida”, afirma un médico de urgencias.

Una mujer de sesenta años ingresa en el hospital con un edema agudo de pulmón. La causa es una disfunción de una de las válvulas del corazón. Normalmente, la operación se programa en los siguientes diez o quince días. Esta vez se fechó siete meses después. La mujer sufre una complicación. Ingresa muy grave en el hospital. Un médico trata de reanimarla durante tres horas. La paciente acaba muriendo. Cuando, sudoroso y agotado, el médico sale a dar la fatal noticia a la familia, le espetan: “eres un asesino”. Él, cabizbajo, se va por el pasillo diciéndose: “yo no la he matado, pero nuestro sistema de salud, sí. Esta mujer podía haber vivido veinte o treinta años más. Su familia tiene razón”.

En este hospital, un grupo de médicos y médicas ha decidido que los seres queridos de los pacientes que se están muriendo podrán acompañarles en sus últimos momentos. Se lo han comunicado a su jefa y la han retado a que, si lo considera oportuno, les denuncie. A veces, sobre todo cuando el paciente moribundo es un anciano, preparan el box para un familiar que nunca llega.

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Detectan una variante diabólica que nos va a extinguir como especie. Muere por coronavirus un hombre que negaba el virus, y su padre, y su madre, y también todos sus hijos. Se descubre un tratamiento en la universidad tal y tal que cura el coronavirus en veinticinco segundos. La vacuna inglesa tiene una efectividad del noventa y dos por ciento. La rusa, del noventa y cinco. Pronto aparecerá una vacuna con una efectividad del ciento cincuenta por ciento.

Cuando ciertas epidemias no afectaban a Occidente, no hacían falta sofisticados modelos de medición de riesgos

Pincha aquí y comprobarás, mediante un simulador, en cuántos minutos se contagia el virus por aerosoles en una estancia de veintiséis metros cuadrados. Pincha este otro enlace para calcularlo en función del grado de apertura de las ventanas y de ciento veintitrés tipos de mascarillas.

Se descubre una mascarilla que extermina el virus antes incluso de que te la pongas.

Cuando ciertas epidemias no afectaban a Occidente, no hacían falta sofisticados modelos de medición de riesgos para internautas ociosos.

No hacía falta, en fin, tanto teatro.

Camino por una caleya. Aquí, en medio del monte, una señora se me acerca a medio metro para increparme por no llevar mascarilla. Más adelante, una pareja no me dice nada, pero se aprieta contra un muro como si se cruzara con la misma muerte. Veo un corredor que se acerca. Cuando llega a la altura de la pareja, ésta no hace los mismos aspavientos para apartarse. Al fin y al cabo, correr sin mascarilla está permitido. Es lo prohibido lo que es contagioso. Es lo prohibido lo que mete miedo.

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Aquí, en medio del monte, una señora se me acerca para increparme por no llevar mascarilla

En 2020, han muerto en el mundo unos dos millones de personas que han dado positivo en una prueba de coronavirus.

Según la OMS, en 2018 fallecieron por malaria cuatrocientas treinta mil personas, todas en los países del Sur. El setenta por ciento eran menores de cinco años.

Las muertes relacionadas con el VIH alcanzan el millón anualmente -cuarenta millones en los últimos cuarenta años-; también se producen en el Sur global en la inmensa mayoría de los casos. En África – el continente en el que está más extendida la epidemia– mujeres, niños y niñas son las principales afectadas.


La OMS considera que nueve de cada diez personas respiran aire contaminado y cerca de siete millones al año mueren por la exposición a las partículas finas contenidas en el mismo. Hay estudios que elevan la mortalidad hasta los nueve millones anuales. Más de una cuarta parte de las muertes de menores de cinco años se deben a la contaminación ambiental.

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En diciembre de 2020, Canadá había comprado ya seis vacunas por habitante. EEUU y Gran Bretaña, más de cuatro. La Unión Europea, casi dos y media por persona. Las compras no se han detenido desde entonces, así que estas cifras han seguido engordando. Primero Salvador Illa y después Carolina Darias, al frente del Ministerio de Sanidad español, han cerrado filas con el discurso de la UE respecto a las patentes. Se trata de garantizar los obscenos beneficios de esos buitres carroñeros -pobres buitres- que son las multinacionales farmacéuticas. Por lo visto, se pueden defender las patentes y, al mismo tiempo, cultivar una imagen amable, conciliadora, educada, de un civismo inmaculado. Illa ofrecía, a falta de vacunas, dosis de palabrería: “Nadie quiere dejar atrás a nadie. Es un ejercicio de justicia y de solidaridad.” Al tiempo que el entonces ministro prometía que el setenta por ciento de la población española estaría vacunada este verano, COVAX, el programa de la OMS al que apelaba Illa, se ponía como objetivo para esa fecha -habrá que verlo- la vacunación del tres por ciento de la población de los países más pobres. “Seguimos oyendo hablar de países de altos ingresos que expresan su apoyo a COVAX en público, pero que en privado firman contratos que lo socavan, ofreciendo precios más altos y reduciendo el número de dosis que puede comprar COVAX”, señalaba el director de la OMS. Esta institución se ha visto obligada a hablar de un “fracaso moral catastrófico”.

Se trata de garantizar los obscenos beneficios de esos buitres carroñeros que son las multinacionales farmacéuticas

Mientras, Israel, el país más rápido en vacunar a su población, marca también tendencia, a costa de los palestinos, respecto a lo que significa el apartheid de las vacunas.

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Al parecer, el exceso de muertes provocado por la sindemia[1] en España -se dice que unas ochenta mil personas hasta el momento, un veinte por ciento más que un año normal-, ha supuesto que la esperanza de vida se reduzca en dieciocho meses. En España, ésta se situaba en 2018 en ochenta y tres años y medio, así que habrá bajado a ochenta y dos. Es, en todo caso, una media: no es lo mismo vivir y morir en el barrio de Salamanca de Madrid que en cualquier campamento de chabolas. No es lo mismo ser propietario absentista que trabajar de temporera dentro de un invernadero.

En Somalia, la esperanza de vida antes del coronavirus era de cincuenta y siete años. La hambruna de 2011-2012 provocó, según Naciones Unidas, 258.000 muertes; la mitad eran menores de cinco años. En amplias zonas del país murieron el diez por ciento -el diez por ciento- de las niñas y niños en esa franja de edad. Flipas cómo baja la esperanza de vida en un país cuando mueren miles y miles de criaturas. Y no te imaginas la cantidad de veces que, al tiempo que hay una hambruna, continúan las exportaciones de alimentos del país en el que se sufre.

Cosas de la industria alimentaria.

En Nigeria, la esperanza de vida es de cincuenta y cuatro años. En la región petroleada del Delta del Níger, sin embargo, no llega a los cincuenta. Verter petróleo durante más de medio siglo en los ríos, en los manglares, en los acuíferos, reduce la esperanza de vida un porrón de veces más que el coronavirus. No durante un año o dos, sino generación tras generación.

Cosas de la vieja normalidad.


 

[1]Concepto creado por Merril Singer a finales del siglo XX y que se ha traído a colación en diversos artículos para poner el acento en la concurrencia del coronavirus con otras enfermedades no transmisibles, pero sí muy condicionadas por la pobreza, las deficiencias de los sistemas de salud, las condiciones generales de vida (alimentación, vivienda, niveles de contaminación del entorno, etc.).

 

Eduardo Romero

https://www.nortes.me 

 

 

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