Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

miércoles, febrero 26

Trata y barbarie. Comercio atlántico de esclavos


Este artículo es un complemento al texto publicado en el n.º 43 de la revista Ekintza Zuzena «Bucaneros y quilombos. Comunidades de resistencia en el siglo XVII». En concreto del apartado «Resistencia a la esclavitud». Si allí se narraba la extensión del cimarronaje y el desarrollo de algunos Quilombos como el de Palmares, la presente investigación está centrada en la trata en todas sus partes, la caza en África, el transporte atlántico y la explotación en Europa y, sobre todo, en América. Un tercer y último texto, que aparecería en un próximo número de la revista, volvería a un aspecto fundamental que aquí, prácticamente, se elude: la lucha contra explotación, el sistema colonial y el capitalismo durante los siglos XVII, XVIII y XIX, llevada a cabo por el proletariado Atlántico. Hermandades de marineros y conspiradoras de muelles y tabernas que, junto a indígenas y esclavos, sacudieron, por ejemplo, la ciudad de Nueva York en 1741.

La trata extensiva de humanos de África no fue una operación premeditada; se inició tras buscarse nuevas rutas de especias. Estos preciados aromas, antes de llegar a Italia, pasaban por manos de comerciantes hindúes, chinos, persas, armenios, árabes, egipcios y sirios, lo que encarecía mucho el producto. Inventos como el timón vertical y la adopción de la brújula hicieron posible la idea de llegar a la perfumada India, rodeando África.

Los comerciantes aprovechaban sus estancias en la costa africana para buscar mercancías con los que sufragar los gastos del viaje. Encontraron algo de oro y muchos colmillos de elefante, pimienta y goma arábiga, una resina utilizada como pegamento o para confeccionar tintes y caramelos.

Cristóbal Colón de regreso de su primer viaje a América, además de guacamayos y plantas, trasportó nativos americanos. Los mercaderes que rodeaban la costa oeste de África también vieron propicio llevar africanos, en este caso, a Portugal. Pretendían demostrar que habían llegado muy lejos y jactarse de las rarezas importadas ¿cómo podía ser alguien de piel tan oscura?

Siguiendo la lógica de la sociedad de clases, a los recién llegados los convirtieron en sirvientes. Repitieron la operación una y otra vez hasta que se empezó a considerar distinguido o, meramente exótico, tener a sirvientes negros en el salón o los establos. En 1442 se llevaron a dos, luego a diez y en 1444 a 263, en 1550 una décima parte de Lisboa ya era negra.

Sobre todo lo hacían comerciantes portugueses pero también hubo andaluces y, a la postre, de casi cualquier región. Hubo esclavistas de todas partes. Unos asaltaban pueblos costeros africanos y vendían los apresados en Lagos (Algarve) y otros lo hacían en costas mediterráneas o atlánticas. Los corsarios árabes, por ejemplo, irrumpían con frecuencia el trajín de los puertos ingleses y secuestraban a quien pillaban para esclavizarlo o pedir rescate, en caso de que la persona fuera adinerada.

Ni la esclavitud ni la presencia de personas con la piel oscura fue algo nuevo en la Europa del Renacimiento. En la época romana ya llegaban esclavos etíopes, intercambiados por mercaderes libios y desde antes del siglo XVI, los africanos ricos, como el emperador de Mali, famoso por la cantidad de oro que llegó a acumular, compraban «eslavos» y «eslavas», es decir, esclavos blancos. El término esclavos proviene de «eslavos», habitantes de lo que hoy es Chequia y Serbia que fueron reducidos a la esclavitud en torno a los siglos VI y VII.

No hay una correlación directa entre esclavitud y negritud. Los africanos, por ejemplo, en la pintura de la Edad Media, aparecen con toda su humanidad. Varias fuentes apuntan la no existencia de racismo a ese nivel en los siglos XII y XIII. Fue la trata de africanos, en los siglos XVI y XVII, la que engendró el racismo. La cultura europea, de valores cristianos, se convirtió en esclavista. Autoridades políticas, eclesiásticas y grandes mercaderes enseguida comprendieron que podían acumular capitales inmensos a cambio de esclavizar a los nativos de África. Para justificar el gran negocio era necesario deshumanizarlos, tratarlos como «infrahumanos», meros objetos, ganado o hijos de Satanás. La Iglesia justificó la trata a cambio de la evangelización, como tantos otros salvajes del planeta tenían que pagar el favor de ser evangelizados.

En el libro Crónicas de Guinea, escrito en 1450 por un portugués aseguraba que todos los «animistas negros» que habían llevado al Algarve, se habían convertido en buenos cristianos. Que era lo mismo que decir que aunque sus cuerpos fueran esclavos sus almas, lo verdaderamente importante, se salvarían. En Mauritania, por su parte, algunos árabes llegaban a cambiar, a los portugueses, cuatro animistas por un musulmán.

África y la trata de esclavos

Los colonizadores europeos en África no entraron tanto dentro del continente como en América, donde muy pronto llegaron hasta Perú. Únicamente lo hicieron en lugares muy concretos, como a lo largo del río Volta.

Lo que solían hacer era proponer a las tribus más poderosas recibir diferentes objetos y, sobre todo, no ser cazados, a cambio de que les trajeran prisioneros para esclavizar. Los cautivos que les iban proporcionando eran encerrados en las mazmorras de los fuertes negreros, hasta la llegada de los barcos. Auténticas fortalezas, en las que además de almacenar esclavos, los mercaderes desembarcaban las mercancías que traían de Europa.

Ki-Zerbo en su Historia del África negra (p. 315), describió la sórdida realidad de las factorías esclavistas.

«Puertos como Nantes, Burdeos, Saint-Malo o Liverpool se especializaron en el tráfico negrero y edificaron su riqueza sobre madera de ébano. En cambio, los puntos de atraque situados en la costa africana carecían del esplendor y orgullo de los puertos europeos: la factoría tenía sólo un establecimiento comercial apoyado en ocasiones en un fortín […]. Allí, en medio de un verdadero caldo de cultivo en el que la traición y la ambición no iban a la zaga de la crueldad y de la depravación, vivía un hampa de intermediarios que podía ser mestiza, intérpretes, juglares y negociantes de todo pelo. Chusma blanca y negra […]. En 1685, un individuo llamado De La Courbe, inspeccionando en San Luis algunos establecimientos de su compañía, se encontró con que los empleados estaban en calzoncillos y en camisa, y que cada uno de ellos poseía a su negra».

La compra de esclavos se empezó haciendo mediante trueque, luego pasó a realizarse con oro y, finalmente, con la trata hacia América, el propio ser humano esclavizado fue la moneda de cambio. Se llamaban «Pieza de indias», «negros de 15 a 20 años sin defectos, con todos los dedos y dientes, sin membrana en los ojos y de excelente salud». Se habían establecido ciertas equivalencias: una mamá con su bebé o dos abuelos: una pieza. Es decir, se podían juntar dos o tres personas, porque uno era bizco o demasiado viejo, para formar «Una cabeza o pieza».

Con el paso del tiempo, hasta el lugar de procedencia marcaba el valor: «Negros del Cayor: esclavos de guerra que maquinan rebeliones. Bámbara: estúpidos, tranquilos, robustos. Costa de Oro y Widah: buenos agricultores, pero propensos al suicidio. Kongoleños: alegres y buenos obreros” (Ki-Zerbo Op. Cit. p. 217)

A continuación, el historiador Didier Gondola, reflexiona sobre la razón por la que la trata de esclavos africanos duró entre cuatro y cinco siglos:

«Mi opinión es que ha durado tanto tiempo por la complicidad de los propios africanos. La complicidad de los jefes. La complicidad de la élite africana maravillada por los productos que traían los europeos: espejos, textiles, pólvora, baratijas, alcohol, etcétera. La élite africana se deja corromper por los extranjeros, se vende.»

Con el paso del tiempo y la demanda desmedida que vendrá de América, varios reinos africanos se convierten en verdaderos imperios esclavistas. Fue el caso de los Ashasiti en Comasi; el reino de Dehomey o los yorubá. Los fanti, por ejemplo, les llegaron a pedir a los portugueses que les guardasen sus tesoros, en una de sus guerras con los otros reinos. Shasha fue un jerarca africano que se montó un palacio en Salvador de Bahía y se fue a vivir allí con su harén.

En determinado momento, las mercancías más apreciadas por las tribus mono cazadoras de esclavos fueron los mosquetes, los fusiles y el hierro que necesitaban para encadenar a prisioneros.

Pruneau de Pommegorge, empleado de la Compagnie de Indes durante 22 años, afirma:

«No guerrean entre ellos ni se destruyen recíprocamente más que para vender a sus compatriotas a amos bárbaros… ¡Y son hombres, franceses que se dicen cristianos, a los que el interés hace cometer semejantes monstruosidades» (Ki-Zerbo Op. Cit. p. 318).

Por supuesto, también hubo tribus, sobre todo pueblos nómadas, que se negaron a participar de la disyuntiva ser cazado o cazador y se desplazaron, junto a su ganado, a lugares remotos.

Didier Góndola aporta elementos para entender la caza y la explotación entre los propios africanos y las dificultades para la resistencia de la población de aquél continente. Asegura que el término «África» proviene del siglo XVI y que hasta el siglo XIX África no existía para los africanos. Sus habitantes no tenían conciencia de vivir en un continente homogéneo.

«Alguien que vivía en el bajo Congo, en Chad o en Benin, no se consideraba africano. Nunca ha sido homogéneo ni existe una identidad común. Los africanos se agrupaban en diferentes colectivos étnicos cada uno con su lengua, su religión y sus costumbres. Sus formas de ver el mundo, sus intereses políticos y económicos, a veces eran contrarios. Los africanos no pudieron resistir tanto como los demás pueblos porque en África no había grandes formaciones, como en la India y en China. Además ¿porqué se lamentaría desde Europa no haberse unido contra el invasor cuando Europa es el ejemplo de guerras y contradicciones internas?»

Sin embargo, a pesar de las dificultades para resistir, en África, como en Europa o América, también hubo muchas rebeliones de esclavos, incluso antes de la llegada de los europeos, aunque de estas poco se sabe. Las primeras revueltas de esclavos contra el sistema colonial se produjeron en lo que hoy es Sierra Leona. Allí, los esclavos se rebelaron contra los mercaderes portugueses, quemaron las haciendas y se refugiaron en las montañas. No pudieron tomar la capital porque estaba amurallada y carecían de armas. Los refugios de los esclavos fugados se llamaron “matamba”, «mocambos» o «quilombos» que en una de sus lenguas significaba «escondite». Los hubo en Sierra Leona, Congo y Angola. Se han encontrado mapas de estas comunidades hechos por sus enemigos.

En las factorías también se llevaron a cabo numerosos motines y rebeliones. Pruneau de Pommegorge narra el complot de quinientos esclavos, organizados para aniquilar a los blancos, que fracasó por la traición de un chico de apenas doce años. También describe el escarmiento que recibieron los dirigentes, ejecutados a cañonazos delante de sus compañeros.

Con respecto al cambio que supuso la irrupción europea en el comercio de seres humanos, Didier Góndola asegura:

«Es falso que los europeos se limitaran a seguir con la práctica esclavista que ya había en África. La trata que ejercían los árabes no tenía únicamente fines económicos. Si un esclavo se convertía al Islam podía conseguir la libertad. No así en el lado atlántico, donde, aunque se convirtieran al cristianismo, los esclavos seguían reducidos a bestias de carga. Menos en lugares muy puntuales, como Tombuktú, un centro urbano muy importante, o en las islas afroárabes la explotación no era muy acentuada. Inclusive, había regiones en las que los esclavos vivían junto a sus familias, lo que equivalía a una especie de servidumbre. Era habitual que los derrotados de guerra se convirtieran en esclavos de casa, con ciertos derechos cívicos y un trato cada vez más familiar. Por eso luego tienen que adoptar la denominación de ‘hijos de vientre’ a los hijos de sangre. Además, existían amplias zonas geográficas donde no sabían lo que era un esclavo, como los fang del África ecuatorial».

Por su parte Ki-Zerbo, aporta más datos sobre la esclavitud llevada a cabo por los mercaderes y aristócratas árabes.

«Se servían de negros para fines domésticos; al parecer, las mujeres negras eran preferidas para los harenes por la tesitura de la piel. En cuanto a los hombres, solían ser utilizados como mercenarios o bien como guardias de palacio. Para ello solían ser castrados, en parte para evitar la formación de una casta que hubiera podido ser peligrosa para el poder establecido. Algunos centros mosi y hausa estaban especializados en la ‘preparación’ de eunucos destinados al mundo musulmán. Pero pese a la mencionada penalidad física, y aunque en ocasiones, como en el caso de Zanzíbar, las plantaciones emplearon muy tardíamente mano de obra negra servil, no es posible, objetivamente colocar al mismo nivel la trata oriental y la atlántica, que se llevaba a cabo con medios mucho más poderosos». (Ki-Zerbo Op. Cit. 327)

América negra

Para explotar las tierras recién conquistadas los colonos europeos –españoles y portugueses primero y holandeses, ingleses y franceses después– convirtieron a los indígenas americanos en esclavos. Sin embargo, desde el primer momento se toparon con serias dificultades. Se dieron cuenta lo difícil que era someter a la esclavitud a alguien en su medio, en un territorio que conoce y le proporciona escondites donde escapar. Además, las enfermedades que llevaron desde Europa mermó, rápidamente, la mano de obra.

Tras el fracaso de la esclavitud indígena, recurrieron a los propios europeos, procedentes de las clases trabajadoras y campesinas, en régimen de servidumbre o también de esclavitud, forzados a conmutar sus penas con cinco o siete años de trabajo en las plantaciones. También vaciaron orfelinatos, cárceles de mujeres o ofrecían ventajas a «colonos decentes». Las autoridades españolas y portuguesas acordaron no llevar ni judíos ni musulmanes a América. Sin embargo, parece que la revuelta urbana más grande que hubo en Brasil –Salvador de Bahía, 1835– fue protagonizada por personas de origen musulmán.

La población europea movilizada hacia América, además de mostrarse arisca buena parte de ella, no era suficiente para la demanda creciente de mano de obra que tenían los perseguidores del máximo beneficio. Los dos «nuevos mundos» se unieron, llevando africanos para explotar en América. Veamos algunos casos de colonización a modo de ejemplo.

La llegada de Colón a la Española (la actual República Dominicana y Haití) se produjo durante el primer viaje de la conquista de América, el día 5 de diciembre de 1492. La nave Santa María embarrancó al norte de isla y sus restos sirvieron para construir el Fuerte Navidad, el primer asentamiento español. En el segundo viaje, Colón comprobó que los marinos han sido asesinados por los habitantes de la isla y el fuerte incendiado. Los indígenas respondieron así al secuestro de algunos miembros de su comunidad que fueron llevados a Castilla a modo de muestra. A partir de ese momento, cada expedición fue acompañada de soldados. La población local fue esclavizada para trabajar en las plantaciones y en las minas. Se produjeron rebeliones seguidas de represiones brutales. Estos hechos, sumados a la introducción de enfermedades europeas, para las cuales los indígenas no tenían defensas, condujo a un descenso abrupto de la población. En 1506 los habitantes no eran más de 60.000, incluyendo a los europeos y se considera virtualmente extinguida a partir de 1540. La cultura indígena fue totalmente aniquilada en tanto que los pocos sobrevivientes fueron asimilados al resto de la población. En su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, Fray Bartolomé de las Casas estimó la población de la isla en 3 millones, otros historiadores estimaron la cifra exagerada, pero, de cualquier forma, el genocidio fue rápido. Hace falta repoblar la isla, se necesitan manos que trabajen las plantaciones, las empezarán a traer con grilletes desde África. Según Arcienagas, en su Biografía del Caribe, en el siglo XVI, si bien hay voces que se rebelan contra la esclavitud de los nativos americanos no hay con respecto a los africanos. «El más cristiano y humanitario de los frailes, Bartolomé de las Casas, recomienda su importación a las Antillas» para evitar el exterminio de la población indiana.

Por su parte, los colonos y mercaderes portugueses, lo primero que hacen al llegar a Pernambuco es coger nativos y venderlos en Lisboa, a un precio superior que los africanos. Ahora, que la aristocracia portuguesa se ha acostumbrado a ver negros los indígenas son más exóticos. Planean imitar la caza de seres humanos que implantaron en África, exhortando a unos indios a capturar a otros, aprovechando los circuitos que pudieran existir antes de su llegada. Se llevan una sorpresa: en América no había redes de tráfico de esclavos como en África. Cazar indígenas era más difícil y hacerlos trabajar, también.

Sin embargo, el clima y la vegetación, es similar a las dos islas atlánticas cerca de la costa africana, Santo Tomé y Príncipe, donde los negocios son fructíferos. Dos islas a las que la corona portuguesa envió desterrados para poblarlas. Colonos que se dedicarán a cultivar y comerciar caña de azúcar y que muy pronto participaron del tráfico de esclavos.

Si las explotaciones de Santo Tomé y Príncipe proporcionan tanta riqueza, la inmensidad de Brasil la multiplicará por mil. Solo hace falta llevar esclavos hacia América. Llevarán más de cuatro millones.

En 1501 ya empiezan a haber africanos en plantaciones cerca de Pernambuco. Trabajan junto con los indígenas, a quienes se les considera más baratos (menos coste en transporte) y por eso son, inclusive, peor tratados, trabajando hasta la extenuación. Con el paso del tiempo, en los ingenios solo se verán afrodescendientes. Los dueños portugueses saben, desde el principio, lo peligrosos que son los esclavos cuando se rebelan, en base a0 su experiencia en África, donde tuvieron que soportar numerosas fugas y revueltas.

El veredicto papal del tratado de Tordesillas, 1494, otorgó a África y el actual Brasil para los portugueses y el resto de América para los españoles. Tratado que derivaría en guerras interminables porque el resto de potencias europeas también querían su trozo de pastel.

Al principio de la trata, el comercio estaba condicionado por el hecho de que Portugal tenía la propiedad de los puertos africanos, desde donde salían los esclavos, y España, poseía casi todos los anclajes de llegada.

Los esclavistas de distintas nacionalidades, asociados en las tenebrosas Compañías (Real Compañía Africana, Compañía de Guinea, Compañía Holandesa de las Indias Orientales) tenían que proporcionar esclavos gratis para las obras coloniales de estos dos reinos. Este modo de impuesto fue lo que se conoció como el sistema de asientos. La corona luego asignaba manos para el trabajo a cada gobernador. Fue además una manera de lavarse la cara cuando la trata empezó a ser mal vista: «Eran los mercaderes y no las autoridades los que impulsaban la esclavitud».

El desgaste de las guerras imperiales debilitaron las flotas hispanas y portuguesas, algo que aprovecharon holandeses, franceses e ingleses con mejores barcos para transportar esclavos. Con el tiempo, hasta los suecos tuvieron fuertes negreros.

El sistema de asientos duró hasta finales del siglo XVIII, época en la que el rey Carlos IV autoriza a los súbditos americanos a comerciar, a cambiar esclavos, por ejemplo, por cacao y otros productos americanos.

En 1713, con la firma de la paz de Utrecht, se intentó limitar el expolio humano en África. Se autorizó a Inglaterra a transportar hacia América únicamente 4.500 esclavos por año durante un plazo de treinta años.

Este tipo de «intromisiones» en el libre mercado esclavo unido al coste de las licencias acrecentó el contrabando de africanos.

El historiador Arciniegas menciona dicha práctica desde el inicio de la colonización «los piratas describieron la gran mina, la mina que en el siglo XVI vale más que toda la hulla del mundo: África, con su carne color de carbón. La cuestión era muy simple, cazar negros en Sierra Leona y venderlos en Santo Domingo».

Santo Domingo y La Habana fueron los puertos más importantes del Caribe; Cartagena de Indias, la entrada de esclavos para Colombia, Venezuela o el Virreinato de Perú, Buenos Aires para el Río de la Plata y Paraguay y Pernambuco, el puerto dominado por los portugueses.

Una vez llegaban, pasaban los cuerpos sanitarios para ver si los esclavos no venían con pestes, luego los vendían y, a veces, los quemaban con hierros candentes, como se hacía para marcar el ganado. Se les seguía azotando para que obedecieran y luego se les echaba limón y sal a las heridas para que no gangrenaran.

La venta se mezclaba con la usura pues, en ocasiones, eran vendidos por pagarés, de dos o tres años. No solo los compraban terratenientes, también lo hacían meros artesanos para el servicio doméstico. Los recién llegados se llamaban esclavos bozales y eran los más baratos pues no hablaban castellano ni portugués ni conocían la religión cristiana. El hijo de un esclavo aunque el padre fuese un blanco pobre o un indio seguía siendo esclavo y eran más caros. Al igual que los negros criollos que nacían allí y hablaban castellano.

En ciertas regiones del «Nuevo Mundo», los afrodescendientes serán pronto más numerosos que los blancos, once veces más en las islas del mar Caribe, el doble en Brasil. Mil esclavos pueden llegar a pertenecer a un solo dueño.

«La duración media de la vida de un esclavo era de cinco a siete años. Pese a los abortos y los infanticidios, la mujer africana tuvo un papel histórico en la supervivencia biológica y cultural. […] Además de su papel económico, cumplió otro biológico, social y cultural de primer orden. Siendo muy poco numerosas con respecto a los hombres –la relación era de una mujer por cada dos, cinco y a veces quince hombres– fueron realmente la mujer y la madre comunes. Apegadas aún más que los hombres al continente perdido, sus canciones de cuna, sus cuentos y sus danzas representaron durante siglos el único hilo de araña, frágil pero irrompible, que formaba un puente con África. La rotación geográfica y cronológica de los esclavos era de tal envergadura que sin la estabilidad más sólida de la mujer muchos elementos de la herencia negro africana habrían desaparecido». (Ki-Zerbo Op. Cit. 329)

Además de los millones de africanos llevados a la fuerza a América, también se transportaron esclavos asiáticos, sobre todo filipinos hacia México, y jornaleros chinos, en régimen de semiesclavitud a Perú y EEUU, donde, por ejemplo, trabajaron instalando las vías de ferrocarril.

Tumberos: barcos negreros

Al principio los barcos negreros fueron galeones o naves confeccionados para llevar ganado, luego, impulsados por grandes capitales y confeccionados por ingenieros náuticos, se diseñaron especialmente para mercancía humana. Se construyron barcos exclusivos para transportar esclavos en los astilleros de Liverpool, Barcelona, Marsella. Eran naves rápidas, con tres plantas.

En Brasil se les empieza a llamar «Tumbeiros» porque constituyen auténticas tumbas para casi la mitad de los desplazados.

«Las flotas son, en efecto, un útil indispensable. Los barcos que llevan verdaderos nombres-programa (Con­­corde, Justice, Roi-Dohomey…) están provistos de un arsenal de hierros especiales, remaches, cadenas, puentes, falsos puentes, para controlar y almacenar el cargamento humano con la menor pérdida posible de sitio. […] ‘Hay que procurar que los negros hagan gárgaras con zumo de limón o con vinagre, para evitar el escorbuto, y dar toques con la piedra de vitriolo en las pequeñas llagas’». Si durante el viaje alguno se enfermaba, gravemente, o de algo contagioso, por miedo a epidemia lo tiraban al mar, vivo.

A pesar de que los vientos y las mareas favorecían el transporte «traer los negros de África es un problema» se lamentaba un comerciante:

«Se rebelan en los corrales, en las naves. No queda otro recurso sino asegurarlos con hierros en camas largas como mostradores de donde se les saca encadenados una vez al día. Para ganar espacio, a veces se les pone tan juntos que no pueden acostarse sino de lado, ‘como cucarachas’. Los muy bestias tienen una rara propensión al suicidio. A veces les obligan a bailar, sobre cubierta, para distraer al capitán, y los más ágiles saltan por la borda y se tiran al mar». (p. 220, Arciniegas Op. Cit.)

Algunos historiadores sostienen que durante los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX llegaron a América más de once millones de africanos. Lo que equivale a un genocidio de más de veinte millones de personas, pues por cada uno que se vendía en los puertos del «Nuevo Mundo», uno moría en el camino y otro en la caza.

En el Siglo de las Luces, de 1700 a 1800, fue cuando más se transportaron esclavos hacia América. Se desplazó a más de seis millones de esclavos.

Entre cincuenta y cien millones de africanos fueron trasladados a América o a Oriente –mercaderes árabes– o muertos por la trata –caza, almacenes y viajes–.

La consecuencia en África fue la de un continente roto, despoblado, fracturado. Pueblos agrícolas volviendo a la recolección para poder huir, tribus enteras quedan huérfanos de jóvenes vigorosos; los más buscados. Los habitantes de América y África vivieron entonces el genocidio más grande de la historia

Durante los primeros años del siglo XX, en algunas regiones, las estadísticas empeoraron, pues aunque oficialmente estaba prohibida la esclavitud, en el Congo belga y francés más de veinte millones de personas sufrieron un trabajo forzoso y un genocidio similar al anterior.

Antiesclavismo y esclavitud asalariada

Desde siempre existió rechazo hacia la esclavitud y la extensión del capitalismo. Oprimidos y solidarios del mundo protestaron o ayudaron a escapar a los encadenados. También protagonizaron revueltas, codo a codo, con los esclavos. Más adelante, voces ilustres como las de Rousseau o Voltaire dieron trascendencia a esa oposición.

Sin embargo, hay que saber que el abolicionismo o antiesclavismo se expandió sobre todo por intereses ajenos a lo humano. Las potencias europeas que colonizaron África necesitaban que se quedara allí la mano de obra; los capitalistas anhelaban consumidores con dinero que compraran sus mercancías —por lo que van a preferir esclavos asalariados—; las oligarquías criollas necesitarán que los esclavos negros o mulatos luchen vigorosamente en sus filas –en primera línea— prometiéndoles la libertad si derrotan a la Metrópoli y logran la independencia nacional.

Esados Unidos abole la esclavitud en 1807, Inglaterra en 1808 y España en 1872.

En 1825, ante la fiebre esclavista de la burguesía catalana, que no dejaba de enriquecerse, se publicó en Barcelona —traducida al castellano por Agustí Gimbernat— la obra de Thomas Clarkson Grito de los africanos contra los europeos, sus opresores, o sea rápida ojeada sobre el comercio homicida llamado tráfico de negros. En Barcelona y La Habana eran habituales las manifestaciones y publicaciones contra la compra y venta de seres humanos.

«La trata de negros empezó por razones económicas y acabó por razones económicas –sostiene Didier Gondola–. Siempre ha habido un sector ético que señalaba que había que frenar eso. Desde los siglos XV y XVI hubo una parte de la población europea, verdaderamente ilustrada, que señaló la deshumanización que caracterizaba la trata. Pero esa voz nunca consiguió hacerse oír porque los beneficios mandan. A principios del siglo XIX, los europeos se dieron cuenta de que el sistema esclavista se había sustituido por la revolución industrial. Por lo tanto, son cálculos económicos, no morales. La prueba es que liberaron a los africanos de la esclavitud y la sustituyeron por «las manos cortadas» de Leopoldo II. ¡Eso era sin duda peor que la esclavitud!”

Genocidio en el Congo

En 1885 las potencias acordaban ceder la mayor parte central del continente negro a la Asociación Internacional de África, dirigida por el rey Leopoldo II de Bélgica, para que «desarrollara la región, garantizara la supresión del comercio de esclavos y estableciera una zona de libre comercio». O lo que es lo mismo, un capítulo más de pauperización y desposesión para miles de centroafricanos.

Gran parte del territorio se parceló en concesiones asignadas a empresas internacionales, que deberían ceder parte de sus beneficios al Estado belga; las regiones en disputa o aún poco exploradas se consideraron como zonas abiertas al comercio y la otra parte se lo reservó Leopoldo II como propiedad personal. Hoy, algunos de esos trofeos aun se pueden ver Bélgica, en el museo Tervuren sobre África.

Muy lejos del Congo, una coincidencia en la vida familiar de un veterinario escocés, empeoraría aun más la vida, por llamarla de alguna manera, de los habitantes de esa región africana.

El hijo de John Boyd Dunlop cada día iba a la escuela pedaleando su triciclo por las bacheadas calles de Belfast. El pequeño se quejaba por el traqueteo incesante. Para amortiguar los golpes en aquellas llantas de goma maciza, a papá Dunlop se le ocurrió inflar unos tubos de caucho y, protegidos por una lona, fijarlos a las ruedas. Corría el año 1888, acababa de inventar el neumático. El desarrollo del neumático con cámara de Dunlop coincidía además con un momento crucial de la expansión del transporte terrestre: automóviles, camiones, motos y bicicletas. El precio y la demanda de caucho subió como la espuma. El árbol del caucho crecía silvestremente, sobre todo y casi exclusivamente, en el Amazonas y en el África Central.

Los grandes mercaderes belgas vieron en el caucho la oportunidad de recuperar la desventaja temporal que llevaban con respecto a las otras potencias en el saqueo de África. Los ingleses, por ejemplo, lograron sacar semillas fuera de la zona y la plantaron con éxito en las colonias asiáticas (Malasia) y la actual Liberia, donde más tarde se conocería como el país de la Firestone, por las inmensas plantaciones que tenía allí esa compañía.

Leopoldo II sabía que su monopolio duraría poco tiempo, entre diez y veinte años, lo que tardarían en crecer los árboles plantados de los otros comerciantes. Quizá por eso, su explotación fue tan despiadada como acelerada.

En 1898, la misionera británica Alice Seeley, viajó al Congo con su marido, John Hobbis Harris, en lo que tenía que ser una especie luna de miel. Sin embargo, lo que encontró fue el horror del desarrollo capitalista. El testimonio Seeley se sumó a otros que hablaban de aldeas quemadas y ejecuciones, para aquellos que no lograban recolectar suficiente caucho.

Mientras en Bélgica, se abrían grandes avenidas, suntuosos palacios y jardines interminables. Leopoldo II pasó a verse como un rey generoso que gastaba su fortuna en obras públicas y estaba volcado en civilizar a salvajes de lejanas tierras.

En otros lugares, como Gran Bretaña, el malestar forzó al gobierno a averiguar la verdad del asunto. En 1903, Roger Casement, el cónsul inglés que vivía en la desembocadura del Congo, recibió una misión secreta que consistía en ver qué sucedía río arriba y entablar conversación con los lugareños:

«No nos pagan. No nos dan nada […]. Solía llevarnos al bosque durante diez días para conseguir las veinte cestas caucho, sin comida, con bestias salvajes (leopardos) que nos mataban. Nuestras mujeres tenían que dejar de cultivar los campos y huertos. Rogábamos al hombre blanco que nos dejara en paz, diciendo que no podíamos conseguir más caucho, pero el hombre blanco y sus soldados decían: ‘id. Sólo sois bestias. Sólo sois Nyama (carne)’. Lo intentábamos, yendo cada vez más profundo del bosque, y cuando no lo conseguíamos y teníamos poco caucho, los soldados venían a nuestros pueblos y nos mataban. A muchos les disparaban, a algunos les cortaban las orejas; a otros les ataban con cuerdas alrededor del cuello y del cuerpo y se los llevaban.

‘-¿Cómo sabes si era el hombre blanco quien mandaba a los soldados? ¿No podía ser cosa de los soldados? -No, no, a veces llevábamos caucho a los puestos del hombre blanco (…) cuando no era suficiente el hombre blanco nos ponía en fila, uno detrás de otro, y disparaba a través de nuestros cuerpos.» (Citas por Thomas Pakenham y John Reader en sus investigaciones sobre África, extraídas del blog La Canción de Malaparta, de donde se extrajo la mayor parte de la información para este apartado).

Cada aldea tenía asignada una cuota de caucho si no la alcanzaba incendiaban las cabañas mataban a sus habitantes. En otros lugares, secuestraban a los hombres y se los condenaban a trabajos forzados, saqueando la aldea dejando únicamente a mujeres, ancianos y niños. En algunas zonas desaparecían mil jóvenes por mes. La región de Bolobo pasó de 40.000, a poco más de 1.000 habitantes. Niños supervivientes del genocidio preguntaban: ‘¿El hombre blanco no va a volverse a su casa nunca? ¿Es que esto va a durar para siempre?’».

El informe Casement se hizo público en febrero de 1904, acompañado de algunas fotografías de Alice Seeley que había vuelto al Congo para inmortalizar la barbarie. Lo que más repulsión causó fueron las imágenes de supervivientes con las manos amputadas: para asegurarse de que no desperdiciaban cartuchos ni mentían al decir que había dado escarmiento a todo un poblado, algunos encargados de concesiones hacían que sus soldados, muchos de ellos nativos, les llevaran las manos cortadas de aquellos a quienes asesinaban. Algunos «hacían trampa» cortando simplemente la mano o un pie, dejando la posibilidad de que la víctima sobreviviera. No todos lo hacían por «humanidad», si no para acortar el período de servicio, que duraba en función de la cantidad de extremidades mutiladas.

Se estima que antes de la llegada del hombre blanco el territorio de lo que sería el Congo albergaba unos veinte millones de habitantes. Un censo de 1911 bajó esta cifra hasta ocho millones y medio, el resto había sido asesinada, huido del país o muerta de hambre y explotación.

En los años posteriores el caucho fue reemplazado por la explotación de las riquezas del subsuelo. El Congo ha sido el país de donde se han extraído más diamantes y de de cuyas minas salió el uranio utilizado por EEUU para la bomba atómica de Hiroshima. En la actualidad se extrae gran parte de los metales que requieren los modernos dispositivos móviles.

El Congo francés, horrores similares

Debido al escándalo producido por el informe Casament, las autoridades francesas quisieron investigar las condiciones de sus caucherías en la parte que gobernaban del Congo.

En 1905 le encargaron la misión a Brazza, exgobernador de los territorios franceses en África ecuatorial y según algunas fuentes: «defensor de los derechos de los nativos contra la esclavitud y un soñador que había creído realmente que Europa podía ofrecer a los pueblos de África un futuro mejor». Recorrió 2800 kilómetros constatando los mismos horrores que Casement: esclavitud, pueblos masacrados, ejecuciones arbitrarias, regiones abandonadas o alzadas en armas.

«Brazza estaba recorriendo territorios que había conocido veinte años atrás como comunidades prósperas, que le habían invitado a compartir su comida y a los que había convencido para que firmaran tratados que les pondrían bajo la protección del hombre blanco. ¿Qué no habría de sentir aquel que había sido el responsable de su incorporación a Francia? Ahora los poblados estaban vacíos, y sus escasos habitantes corrían a esconderse en la espesura a su paso por temor a ese mismo hombre blanco».

Cuando Brazza regresó a la ciudad que llevaba su nombre estaba hundido físicamente, agotado por el duro viaje y los ataques de disentería. Sólo su voluntad de denunciar al mundo lo que había visto le mantenía en marcha. El 29 de agosto de 1905 Brazza recorría con dificultad el camino hacía el vapor que había de llevarlo de vuelta a Francia. Este sería su último viaje. El 14 de septiembre falleció en Dakar, donde habían desembarcado al empeorar su salud. Paradójicamente su muerte sirvió para ocultar el resultado de su misión. Los mismos que le pusieron como ejemplo de la ‘justicia y humanidad que son la gloria de Francia’ se encargaron de que su informe fuese enterrado junto con su cuerpo. El sistema de concesiones continuaría sin cambios durante varias décadas, auspiciado por la misma nación que hacía alarde de libertad y fraternidad». (Extraído del blog La Canción de Malaparta)

Conclusión, actualidad y consigna

Conocer la barbarie para comprender la actualidad. Describir la práctica llevada a cabo por la expansión capitalista a todos los rincones del mundo, incluidos los barrios obreros de Manchester o los suburbios de París. Desentrañar la sociedad dividida en clases en África o América, sin olvidarse de sus reinos o imperios locales.

El tenebroso pasado que explica la devastación de tantos territorios; la antigüedad de las mal llamadas guerras tribales; la ganas de escapar del África rota; lo legítimo, aunque limitado, que es pedirle una retribución a los ricos de Europa y el hecho de volcar el odio hacia esa burguesía blanca. Un pasado que nos enseña la necesidad de luchar, también, contra la burguesía africana, el capitalismo negro y los estados «del Sur», en fin contra el Estado en todas partes del mundo.

No hay explicación humana a tanta barbarie, solo la comprensión del funcionamiento de la dictadura del valor, del máximo beneficio, de la ganancia permanente, de la separación del ser humano con su especie, con su comunidad, nos permite conocer porqué sucedió todo lo que aquí se narra y porque nuestros compañeros cayeron gritando una consigna que hoy sigue teniendo tanta vigencia: «¡Revolución o barbarie!».

Rodrigo Vescovi

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