Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

lunes, enero 27

Odio a los árboles


Hay algo en mis paisanos que no deja de sorprenderme nunca: el desprecio –cuando no odio declarado– que muestran, en general, hacia los árboles. ¿Se han fijado en los pocos que quedan en nuestros pueblos? Menos aún desde que les dio por cubrir con hormigón sus plazas y alamedas, antaño frescas de tierra y cubiertas de inmensos árboles de sombra. Lo mismo en las ciudades, donde no se plantan más que frutales raquíticos. O en los bordes de carreteras y caminos, antes sombreados de álamos, olmos o cipreses, y en los que –con el pretexto de la seguridad vial– se taló absolutamente todo entre los años 70 y 80. Curiosamente, el (casi único) país donde se hizo fue este, el mismo que durante cinco meses al año vive bajo 30 y hasta 45 grados «a la sombra». Aunque no sé ya a la sombra de qué.

Digo esto tras escuchar a algunos vecinos de Cáceres o Plasencia pidiendo que se eliminen o sustituyan los árboles –últimamente la han tomado con los plátanos– de sus calles y plazas. El principal motivo son las alergias estacionales que provocan. Aunque en realidad no la provocan solo los plátanos sino la mayoría de árboles de sombra, pues todos polinizan con el viento, con lo que, a ser estrictos, habría que eliminarlos sin sustitución posible... Si no fuera porque, a cambio, y entre otras cosas, nos libran de la polución urbana, absorbiendo el dióxido de carbono que despiden los coches y ayudando a prevenir enfermedades mucho más graves para la salud de todos (incluyendo a los alérgicos).

Pero me temo que es inútil lo que se diga cuando lo que se tiene es tirria a los árboles. Si no lo creen, oigan el resto de «razones» que alegan los vecinos para arrancarlos. Una de ellas es que las ramas pueden caerse y hacer daño a las personas, luego –aplicando la misma regla– también deberíamos acabar con los vehículos –que pueden atropellarnos– y con los transeúntes –ya que pueden robarnos o agredirnos–. De hecho, apuesto a que hay más atropellos y agresiones que accidentes «por rama de árbol».

Otro «poderoso motivo» para acabar con árboles en muchos casos centenarios, es que sus raíces deforman el acerado. Un argumento que da risa si pensamos que en nuestras ciudades se levantan calles enteras una y mil veces para colocar o reparar cables, tuberías y otros cien enredos sin que nadie diga ni pío. ¿No habrá, por demás, soluciones técnicas para remediar el «enorme» perjuicio que supone que la raíz de un árbol levante unos adoquines? ¡Venga ya!

Hay otros pretextos entre los odiadores de árboles, como que no dejan pasar la luz (es decir: que dan sombra) o que ocupan espacio de aparcamiento (como si lo que sobraran no fueran coches). Pero el más ridículo de todos es el de que los árboles ensucian. Alucino, vecino. Y no porque este sea uno de los países con más guarros (con perdón) por kilómetro cuadrado (y no va por la cabaña porcina sino por los que aún no saben usar las papeleras o distinguir el campo de un vertedero); alucino por el curioso criterio estético de los que estiman que un paisaje otoñal no es más que basura, y el canto de los pájaros otra cosa que una fuente de excrementos sobre sus impolutos (y ruidosos y contaminantes) vehículos.

El filósofo de moda, Han, se equivoca. Mucho antes de que triunfara lo que él llama la «estética de lo pulido» (esa que de los edificios transparentes a la depilación integral va asemejándolo todo a una reluciente pantalla de móvil), el gusto hortera por el pelo engominado, el inmaculado salón de las visitas y el tenerlo todo como una patena era ya tendencia mundial entre cuñados y cuñadas, víctimas todos de ese mismo horror apolíneo a lo vivo del que cubre de cemento plazas y paseos y que, si pudiera, alicataba también el mar y dejaba el Amazonas liso y oliendo a Mr. Proper. ¿Será todo por esa magnética belleza que dicen que tienen los desiertos? Ni idea. Pero en la imaginación de mis paisanos el paraíso ya no tiene árboles –esos que con sagrados o profanos motivos han adorado todas las culturas– sino una inmensa superficie de hormigón con un parking debajo. Para que los coches –al menos ellos– estén eternamente fresquitos. ¿No es para colgarse? Aunque sea de una farola.


Víctor Bermúdez

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