Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

martes, julio 25

La expropiación del tiempo en el capitalismo actual

1. Primeros momentos del capitalismo industrial

En un principio la expropiación del tiempo en el capitalismo industrial estaba referida de forma preferente a los obreros y al ámbito laboral, porque se trataba de convertir a antiguos campesinos y artesanos, que tenían su propio manejo del tiempo –algo muy diferente al tiempo abstracto del capitalismo, regido por el reloj-, con sus ritmo lento y pausado, en el que se mezclaba la actividad productiva, con la fiesta, el calendario religioso, el carnaval, el descanso, la vida en común. Los trabajadores resistieron en este primer momento con la huida y el abandono de los sitios del trabajo, proclamando de manera implícita el “derecho a la pereza”, un principio prioritario en la resistencia a la proletarización.
Cuando el capitalismo logró crear la primera generación de trabajadores asalariados los disciplinó en concordancia con sus intereses de valorización y de generación de ganancias y se empezó a regir por la célebre máxima “el tiempo es oro”. En este segundo momento, los trabajadores habían sido sometidos y ya no luchaban contra el nuevo ritmo temporal -el del cronómetro- sino por el acortamiento del tiempo de trabajo, lo que indica que se había aceptado el nuevo ritmo temporal, abstracto y vertiginoso del capital. Un componente fundamental de la lucha histórica de los trabajadores de todo el mundo, cuando ya habían asumido su condición de asalariados, se centró en plantear la separación entre el tiempo de trabajo en el ámbito fabril, y luego en todos los sitios de trabajo (oficinas, escuelas, hospitales…) respecto al resto del tiempo, lo cual se expresó en la lucha por los tres ochos (8 horas de trabajo, 8 horas de estudio, 8 horas de descanso). Esta lucha generó importantes movilizaciones y épicas conquistas de la clase obrera, entre las cuales la más relevante, por el simbolismo que connota, es la del Primero de Mayo. Con esa celebración se trataba de arrancarle al capital un día al año, en el cual los trabajadores no estaban sometidos al ritmo infernal del despotismo del capital, y en ese día podían marchar, gritar y protestar o desarrollar actividades propias de la cotidianidad de los trabajadores. Fueron estos espacios externos al escenario de la fábrica, aunque ligados a la misma, en donde se gestó y se construyó una cultura obrera. Esa cultura disfrutaba su tiempo libre a su manera: jugando fútbol, tomando trago en la taberna, fundando bibliotecas populares, impulsando clubes contra el consumo de alcohol, fomentando la publicación de libros, periódicos y revistas de los trabajadores, organizando salidas a las afueras de los pueblos y ciudades en compañía de sus familias…
Durante toda la época del fordismo, los trabajadores lograron mantener la separación entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio. Incluso, en la época del Estado de Bienestar, y sus diversos remedos en todo el mundo, los trabajadores obtuvieron como una de sus conquistas fundamentales el derecho a disfrutar de vacaciones durante unas semanas del año. Para hacer frente a esta realidad, el capitalismo procedió a mercantilizar el tiempo libre de los trabajadores y convertirlo en tiempo de ocio, mediante el fomento del consumo individual y familiar y haciendo que ese tiempo estuviera regido por la lógica del capital, porque, por ejemplo, las vacaciones se disfrutan en hoteles, balnearios o playas en las cuales se despliega una actividad mercantil que genera ganancias. Por esa razón, Herbert Marcuse señalaba que a una sociedad libre corresponde un tiempo libre y a una sociedad represiva un tiempo de ocio.
 2. Generalización de la expropiación del tiempo
En el mundo contemporáneo, la expropiación del tiempo se ha extendido a todos los ámbitos de la vida y no se limita, como antes, al terreno laboral. En el capitalismo actual la expropiación del tiempo de la vida se expresa, de manera paradójica, en la falta de tiempo. Esto es ocasionado por el culto a la velocidad, la aceleración de ritmos, la dilatación de los trayectos de las ciudades, la incorporación de las periferias urbanas mediante la generalización del automóvil, los embotellamientos por el exceso de vehículos privados, la conversión del ocio en una mercancía, la omnipresencia esclavizante del celular, el sometimiento al televisor, frente al cual las personas pasan una buena parte de su existencia, la ampliación de la jornada de trabajo… Un dicho africano expresa de manera contundente nuestra falta de tiempo: “Todos los blancos tienen reloj, pero nunca tienen tiempo” (Chesneaux, 1996).

Esta expropiación del tiempo de la vida está relacionada con la definición del poder en términos del control del tiempo ajeno. En concreto, para decirlo en términos de David Anisi:
Todos partimos de una igualdad básica. Independientemente de nuestras coordenadas sociales, el día tiene veinticuatro horas para todos. Técnicamente el tiempo es algo imposible de producir. Sólo el ejercicio del poder, al apropiarnos del tiempo de los demás, puede acrecentarlo. El poder se mide como la relación entre el tiempo obtenido de los demás y el tiempo necesario para conseguir esa movilización (Anisi, 2006).
Hasta ahora, a importantes sectores de la sociedad el capitalismo no les había podido expropiar su tiempo, si recordamos que “el tiempo es el único recurso del cual pueden disponer gratuitamente los que viven en el escalón más bajo de la sociedad” (Sennett, 2006: 14). Esto era aplicable a gran parte de la población que habitaba en los países periféricos y también concernía a las personas que se encontraban en los territorios de la antigua Unión Soviética y de Europa oriental. En el caso de nuestros países, pobres y periféricos, al capitalismo sólo le interesaban aquellas personas que pudieran convertirse en trabajadores asalariados fueran potenciales consumidores de mercancías materiales o pudieran pagarse unas vacaciones– como manera de expropiarles el tiempo libre, convertido en tiempo de ocio mercantil, comercializado en forma de paquetes turísticos.
 Las personas más pobres, que no podían, ni pueden, convertirse en trabajadores asalariados, que no cuentan con dinero para consumir a vasta escala y que tampoco tienen ingresos para ir de vacaciones, ahora soportan la expropiación de su tiempo, por medio, principalmente, del teléfono celular, convertido en un verdadero objeto de consumo masivo, tan omnipresente hoy en día como los relojes de mano. Todas las clases sociales usan celulares, aunque de diferente precio y calidad, pero con la misma finalidad de consumir tiempo en una comunicación perpetua, y en la mayor parte de los casos innecesaria. Eso lo hacen también los pobres, sin empleo y en condiciones indignas de vida (sin escuelas, sin salud, sin ingresos económicos, sin ninguna perspectiva vital, aprisionados en tugurios, sin agua potable…), que invierten lo poco que tienen en la compra de un celular y en adquirir tarjetas para hablar. En ese sentido, puede decirse que hoy ni siquiera los pobres pueden disponer gratuitamente de su tiempo, pues se les ha expropiado y se les ha obligado a usarlo de forma permanente en parlotear en el celular o en ver televisión basura, con lo cual no sólo pierden su tiempo sino que producen fabulosas ganancias a los emporios multinacionales que controlan y manejan la economía de los teléfonos celulares.
 
En el caso de la antigua URSS y los países de Europa oriental, la gente constata la magnitud de los cambios experimentados en los últimos veinte años en el “tiempo perdido”. Las personas que hablan de la época anterior a 1989-1991 coinciden en que antes les sobraba tiempo para tener amigos, visitarlos, hablar con ellos, conversar y compartir. Ahora, nada de eso existe, porque el capitalismo ha impuesto un ritmo frenético y veloz, en el que ya no les queda tiempo para nada, ni para los amigos, ni para disfrutar de alguna actividad cultural o de goce personal (leer, ver una película, ir a un concierto o a una obra de teatro), algo que no sólo era gratuito hace un cuarto de siglo sino que convocaba a importantes sectores de la población. Hoy predomina el tiempo cuantitativo, vacío, homogéneo y abstracto, que se expresa, entre otras muchas cosas, en la generalización de la televisión basura al más puro estilo estadounidense. Las bibliotecas están vacías, se ha reducido dramáticamente la lectura y la compra de libros. A cambio, la mayor parte de la gente malvive en el rebusque diario para conseguir su sustento y un ritmo vertiginoso caracteriza sus existencias pauperizadas.[1]

En síntesis, con la universalización del capitalismo lo que hoy se está viviendo es la plena “subsunción de la vida al capital”, que implica que se han mercantilizado y sometido a la férula del tiempo abstracto todos los aspectos de la vida. En concordancia con este presupuesto, el capital ha rotó la distancia que separaba el tiempo de trabajo y el tiempo libre, o el tiempo de la vida. Eso se ha logrado con la utilización de múltiples estrategias, entre las que sobresalen la flexibilización laboral, que no es otra cosa sino el alargamiento de la jornada de trabajo y el regreso a formas de explotación donde impera la plusvalía absoluta, la deslocalización de empresas a otros países y continentes, en los que se puede someter a vastos contingentes de trabajadores a ritmos infernales y prolongados de explotación diaria (jornadas de 15 o más horas de trabajo) y, sobre todo, el empleo de la tecnología electrónica y digital. Este aspecto es tan crucial, que merece ser tratado con algún detalle.
 Un primer dato, indicativo del fenómeno que comentamos, está referido a un hecho que contraviene los anuncios de algunos teóricos del trabajo, como André Gorz, quienes habían previsto la reducción del tiempo de trabajo y el correlativo incremento del tiempo libre y de ocio. No obstante, se ha presentado una situación completamente opuesta a lo anunciado: un incremento inesperado del tiempo de trabajo en el mundo. Una persona nacida en 1935 llegó a trabajar 95 mil horas; a una persona que nació en 1972 se le preveía una vida laboral de 40 mil horas; y las personas recién empleadas en la primera década del siglo XXI van a tener que trabajar 100 mil horas[2]. ¡Toda una vida de trabajo!, en el sentido literal del término. Si a eso le agregamos que un habitante promedio de los Estados Unidos, el país en donde el trabajo es una enfermedad, gasta 1.500 horas al año metido en su automóvil (lo que en unos 30 años representa 45.000 horas), podemos comprender el predominio del tiempo no libre en el capitalismo de hoy.
 
De la misma manera, la introducción de aparatos microelectrónicos en el ámbito laboral, especialmente el teléfono celular, ha roto la separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre, o, más exactamente, el tiempo de trabajo ha absorbido el tiempo libre. En este caso, “el teléfono celular tomó el lugar de la cadena de montaje en la organización del trabajo cognitivo: el infotrabajador debe ser ubicado ininterrumpidamente y su condición es constantemente precaria” (Berardi Biffo, 2010).
Aunque no exista otro momento en la historia del capitalismo, como el de las dos últimas décadas, en que tanto se hayan exaltado las libertades individuales, en la práctica tenemos que el tiempo laboral se ha celularizado y cada día se parece más al trabajo de los esclavos, porque:
ya nadie puede disponer de su propio tiempo. El tiempo no pertenece a los seres humanos concretos (y formalmente libres) sino al ciclo integrado de trabajo. Sólo los desertores escolares, los vagabundos, los fracasados, los ociosos desocupados pueden disponer libremente de su tiempo (íd).

Lo que resulta más significativo con respecto a la mezcla del tiempo de trabajo y el tiempo libre radica en que, por lo común, las nuevas generaciones de trabajadores lo aceptan como algo normal, especialmente los llamados trabajadores cognitivos, porque conciben el trabajo como la parte más importante de su vida y ellos mismos tienden a prolongar de manera voluntaria su jornada laboral. Un cambio antropológico y social tan importante se explica por múltiples razones: la pérdida de vínculos humanos en las grandes ciudades en donde los nexos entre las personas se han convertido en un envoltorio muerto y sin placer; la mercantilización y el culto al consumo como la razón de ser de la existencia humana y de los trabajadores, lo cual se complementa con la crisis de los proyectos emancipatorios; el culto a los artefactos tecnológicos como sustitutos de las relaciones con otros seres humanos; el éxito del capital en imponer su ideología individualista en la que se atenúa y se reducen, y en algunos sectores, desaparecen, las luchas colectivas y se enfatiza la cuestión del triunfo individual, que en forma supuesta se alcanzaría subordinándose por completo a los intereses del capital. En resumen:
el efecto que se produjo en la vida cotidiana durante las últimas décadas es el de una des-solidarización generalizada. El imperativo de la competencia se volvió dominante en el trabajo, en la comunicación, en la cultura, a través de una sistemática transformación del otro en un competidor e incluso en un enemigo. Una máquina de guerra se esconde en todo nicho de la vida cotidiana (ibíd).
Como se ha impuesto la lógica de la mercantilización absoluta y del consumo como sinónimo de felicidad humana, se concibe que se debe trabajar y endeudarse, es decir, dedicar mayor tiempo al trabajo, con la expectativa ingenua de obtener más dinero para comprar más mercancías, que permitirán el disfrute del tiempo libre, el cual cada vez es más lejano, precisamente porque la vida no alcanza para trabajar tanto y conseguir dinero para pagar las deudas que se han adquirido en la perspectiva de tener algún día tiempo libre. Así:
Cuanto más tiempo dedicamos a la adquisición de medios para poder consumir, tanto menos nos queda para poder disfrutar el mundo disponible. Cuanto más invirtamos nuestras energías nerviosas en la adquisición de dinero, tanto menos podemos invertir en el goce […] Para tener más poder económico (más dinero, más crédito) es necesario prestar más tiempo al trabajo socialmente homologado. Pero esto supone reducir el tiempo de goce, de experimentación, de vida.La riqueza entendida como goce disminuye proporcionalmente al aumento de la riqueza como valor económico, por la simple razón de que el tiempo mental está destinado a acumular más que a gozar (íd).
La utilización de los artefactos microelectrónicos y digitales en el trabajo además de hacer que desaparezca el tiempo libre, fragmentan y precarizan aún más la actividad laboral. Esa precarización no es solamente una cuestión jurídica, en la cual los individuos no tienen derechos, sino que además supone “la disolución de la persona como agente de la acción productiva y la fragmentación del tiempo vivido” (ibíd.: 91). Esto quiere decir que en el plano de la organización del trabajo se generaliza la individualización de las tareas, hasta el punto que el colectivo trabajador puede ser disuelto, como ocurre en el llamado trabajo en red, donde ciertos individuos se conectan durante un tiempo para realizar un determinado proyecto, luego se desconectan y se vuelven a conectar en el momento en que tienen un nuevo proyecto. De esta forma, se pone en marcha la “dinámica de la descolectivización”, un logro muy importante para el capitalismo de nuestra época, porque:
el trabajo se organiza en pequeñas unidades que auto administran su producción, las empresas apelan más ampliamente a los temporarios y a los contratados, y practican la terciarización en una gran escala. Los antiguos colectivos no funcionan y los trabajadores compiten unos con otros, con efectos profundamente desestructurantes sobre las solidaridades obreras (Castel, 2010).
Por ello, el capital reclama su derecho de moverse libremente por el mundo para “encontrar el fragmento de tiempo humano en disposición de ser explotado por el salario más miserable” y luego de usarlo lo tira a la basura. Esto es posible porque el tiempo de trabajo ha sido fractalizado, es decir, se ha reducido a fragmentos mínimos que luego se pueden recomponer y por eso el capital busca el lugar donde impera el salario más miserable. Aunque la persona que trabaja es jurídicamente libre, el control de su tiempo por un poder extraño, el del capital, lo hace esclavo; sencillamente, “su tiempo no le pertenece, porque está a disposición del ciberespacio productivo recombinante” (Berardi Bifo, 2010). 
A esta nueva forma se le puede denominar el esclavismo celular, lo cual se evidencia de manera contundente en el BlackBerry, un aparato que reproduce el nombre de un instrumento usado en la época de la esclavitud en los Estados Unidos, que se ataba en los tobillos de los esclavos para que no huyeran, para que su tiempo siguiera perteneciendo, por la fuerza bruta, a los esclavistas. Algo similar sucede hoy, cuando el BlackBerry mantiene a la gente esclava de otros, principalmente de los patronos y empresarios, siempre atados de manos y cerebro a ese aparatejo insoportable.
El tiempo laboral de los trabajadores cognitivos se ha celularizado porque se divide en fragmentos, en células, que de manera despersonalizada el capital hace circular por la red, y se mantiene una conectividad perpetúa, a través del teléfono celular, que obliga a que los trabajadores precarizados estén disponibles como esclavos posmodernos, cuando el capital los requiera. Esto es posible porque ahora “la persona no es más que el residuo irrelevante, intercambiable, precario del proceso de producción de valor. En consecuencia, no puede reivindicar derecho alguno ni puede identificarse como singularidad”, por ende es un esclavo celular y del celular (íd). El trabajador se convierte así en un código de barras, que no importa como ser humano, por su subjetividad, sino sólo porque es una pieza más de un engranaje conectado en red, a través de la computadora, Internet y, en la forma más íntima, a través del teléfono celular.
Y, entre paréntesis, si el objetivo es convertir a los seres humanos que trabajan en un simple código de barras, como el de cualquier objeto mercantil que se vende en un supermercado, también se transforma la escuela y la universidad para hacerlas funcionales a este propósito. No otra cosa es lo que está sucediendo en nuestros días con las transformaciones educativas cuya finalidad es producir terminales humanos que sean compatibles con un circuito productivo, porque ya el objetivo explícito del capital es transformar a los seres humanos en engranajes de la producción de valor en el capitalismo y para lograrlo, o sea, convertirlos en códigos de barras, hay que eliminar las diferencias culturales e históricas en los procesos de enseñanza. Eso se expresa, por ejemplo, en la nueva lengua de la escuela, con sus estándares universales de créditos, competencias, movilidad internacional, saberes comunes y homogéneos, acreditación externa, todo lo cual no es sino la legalización administrativa y pretendidamente pedagógica de nuestra conversión en códigos de barras. Y esto tiene que ver con los saberes de forma directa. En efecto:
La producción del espacio productivo del saber se articula en estrecha relación con la construcción de la tecnosfera digital de red. La dinámica de la red muestra una fundamental duplicidad: por un lado, su expansión requiere un potenciamiento de los agentes sociales del saber. Pero, por otro lado, y al mismo tiempo, somete la transmisión de saber a automatismos tecno-linguisticos modelados según el paradigma de la competencia económica.Todo agente de sentido, si quiere volverse productivo, operativo, debe ser compatible con el formato que regula los intercambios y vuelve posible la interoperabilidad generalizada en el sistema (ibíd).
En tales circunstancias, la potencia del Internet no es otra cosa que una potencia de despersonalización a vasta escala, de liquidación de la singularidad y de la individualidad. Se han creado “las condiciones para la reproducción ampliada de un saber sin pensamiento, de un saber permanente funcional, operacional, desprovisto de cualquier dispositivo de auto-dirección (ibíd).
Por supuesto, esto genera patologías entre la población en general y entre los trabajadores en particular, porque la comunicación obligatoria se ha convertido en una epidemia. Su lógica es simple pero destructiva de la psiquis individual: si quieres sobrevivir en el capitalismo actual tienes que ser competitivo y para serlo requieres estar conectado todo el tiempo, recibir y enviar información sin pausa, manejar una masa creciente de datos, suministrar tu tiempo, siempre, a quien lo requiera. Ya no eres dueño de tu tiempo nunca, ni de día, ni de noche, ni los fines de semana, siempre debes estar dispuesto a dar tu tiempo a quien te lo compre a bajo precio. Esto genera un estrés permanente, porque debe estarse atento a la información que recibes y la que se te solicita, a la par que tu tiempo disponible para la afectividad y las relaciones personales prácticamente se reduce a cero. Con estas dos tendencias se devasta el psiquismo individual. En estas condiciones, se presenta un cambio trascendental:
Mientras el capital necesitó extraer energías físicas de sus explotados y esclavos, la enfermedad mental podía ser relativamente marginalizada. Poco le importaba al capital tu sufrimiento psíquico mientras pudieras apretar tuercas y manejar un torno. Aunque estuvieras tan triste como una mosca sola en una botella, tu productividad se resentía poco, porque tus músculos funcionaban. Hoy el capitalismo necesita energías mentales, energías psíquicas. Y son precisamente ésas las que se están destruyendo. Por eso las enfermedades mentales están estallando en el centro de la escena social (ibíd).
Todo esto lo ha hecho posible el capital, porque desde el momento en que surge la medición del tiempo, en horas, minutos y segundos, se puede comprar y vender, es decir, el tiempo se convierte en una mercancía. Hasta no hace mucho tiempo esto aparecía como algo etéreo, pero hoy se hace evidente de una manera gráfica. En Colombia, y suponemos que eso se reproduce en otros países del mundo, las personas que alquilan celulares tienen unas avisos en papel en los que se puede leer: “Se venden minutos”, lema comercial que también agitan a viva voz, diciendo “minutos a 100 pesos”. Incluso, las empresas comercializadoras de los teléfonos celulares no les importa tanto, o por lo menos de manera exclusiva, que la gente tenga un Móvil, sino que lo use sin pausa, que hable no ya minutos sino horas o días, lo que han logrado plenamente. Por eso, esas empresas ofrecen tarjetas que cada vez tienen más minutos. Así, se venden tarjetas con las que se puede hablar durante 2.000 o 3.000 o 5.000 minutos. La gente las compra y se ve obligada a consumirlas en un tiempo determinado. Es decir, que de manera forzada tiene que hablar durante 50 o más horas en un corto lapso de tiempo, unos dos o tres meses. Esto, aparte de generar una verdadera neurosis individual y colectiva y un chismorroteo insustancial para comunicarse cosas triviales que no requieren de ninguna conexión telefónica, es un espectacular negocio para las empresas de telefonía celular, a costa del tiempo de la gente.
 
Todo lo señalado constituye una verdadera expropiación del tiempo personal y produce una neurosis colectiva, que todos los días soportamos en el bus, en la universidad, en los teatros, en donde sea, porque tarde o temprano el insoportable sonido del celular interrumpe cualquier actividad, por sublime que fuese, como el hacer el amor. Al respecto, en España se dice que un 40 por ciento de las personas interrumpen relaciones sexuales para contestar el celular. Aparte de la expropiación del tiempo personal hay otra expropiación igualmente grave, la de la dignidad individual, la de la autoestima, porque hasta se ha perdido la pena y la vergüenza: antes una conversación telefónica era algo privado, de la que no tenía por qué enterarse nadie que estuviera cerca. Hoy, eso es cosa del pasado, ya que la gente habla y cuenta sus cosas personales delante de cualquiera. Esta expropiación de la dignidad es como un esnobismo público permanente, como se evidencia con las mal llamadas redes sociales (Facebook y similares), en las que se socializan por la red, y en forma visual, hasta las relaciones íntimas.
La generalización de la conectividad perpetua tiene como consecuencia que la gente sienta la necesidad imperiosa de estar comunicándose todo el tiempo, enviando mensajes, averiguando o que le averigüen dónde está y qué está haciendo. Si no se puede comunicar o no le contestan cunde el pánico, se siente abandonado. Lo paradójico radica en que la gente se comunica todo el tiempo, pero eso no es un resultado del enriquecimiento de las relaciones sociales, sino todo lo contrario, de la muerte de cualquier relación social. Esto indica que estamos viviendo una catástrofe temporal, porque en la comunicación virtual y digital:
...la presencia del cuerpo del otro se vuelve superflua, cuando no incomoda y molesta. No queda tiempo para ocuparse de la presencia del otro. Desde el punto de vista económico, el otro debe aparecer como información, como virtualidad y, por tanto, debe ser elaborado con rapidez y evacuado en su materialidad (ibíd.)
En conclusión:
Acabamos por amar lo lejano y por odiar lo cercano porque este último está presente, porque huele, porque hace ruido, porque molesta, a diferencia de lo lejano que se puede hacer desaparecer con el zapping… Estar más cerca de quien está lejos que de quien está a nuestro lado es un fenómeno de disolución política de la especie humana. La pérdida del propio cuerpo comporta la pérdida del cuerpo de los demás en beneficio de una especie de espectralidad de lo lejano (Virilio/Petit, 1996).
En consonancia con el tiempo virtual, instantáneo e inmediato, se impone la velocidad, esa cierta forma de fascismo que tanto denunció en su momento Pierre Paolo Pasolini, al señalar el impacto de la tecnología en la vida de la gente en su Italia de las décadas de 1960 y 1970. Y el culto a la velocidad está en la base de las diversas formas de expropiación del tiempo en el mundo contemporáneo, las cuales ameritan un breve análisis.
a) Expropiación del tiempo en el centro comercial y en los supermercados
Un espacio que rompe brutalmente el tiempo son los centros comerciales y los hipermercados, que establecen una jornada interrumpida de quince o más horas y todos los días de la semana. Los dueños de estos supermercados determinan que no se cierre al mediodía, pauta que siguen otros almacenes y establecimientos. Así se fractura el horario de la siesta y se quiebra a los pequeños comerciantes y artesanos. Esto tiene también consecuencias sobre el tiempo libre y el tiempo urbano, porque “cualquier instante de nuestro tiempo libre se rellena por algún tipo de conexión comercial, convirtiendo así al tiempo en el más escaso de todos los recursos” (cit. en Angulo/Unzueta). Entre esos efectos se encuentran que la gente que trabaja durante un horario prolongado y/o los fines de semana descuida a sus hijos y familiares, se incrementa el uso del automóvil privado y, por ende, los embotellamientos y la contaminación.
En algunos supermercados de los Estados Unidos se registra una de las más aberrantes formas de expropiación del tiempo de los trabajadores, cuando de manera casi inverosímil, ni siquiera se les permite que vayan al sanitario, en razón de lo cual esos trabajadores se ven obligados a usar pañales en el sitio de trabajo, dada la amplitud de la jornada laboral[3] (cit. en Carr, 2011).

Debe agregarse a tan degradante expropiación del tiempo de la gente y de expropiación de su dignidad personal, la generalización del control y la vigilancia sobre los trabajadores, situación que justifican los empresarios con el argumento que deben protegerse contra el robo de tiempo por parte de los empleados. Se ha vuelto algo normal, y no lo es de ningún modo, que los empresarios vigilen a sus trabajadores de día y de noche, en el puesto de trabajo y fuera de él, que husmeen en sus correos electrónicos si usan Internet, graben y registren sus movimientos, controlen sus actividades personales mediante el celular y los mantengan en contacto permanente, incluso en los instantes en que los trabajadores están en sus casas o en sus “momentos de ocio”.
En el centro comercial el logos cartesiano ha desaparecido para dar paso a la implacable lógica mercantil, que se resume en la frase “Consumo, luego existo” y ese es, desde luego, no sólo un consumo de mercancías sino de tiempo, medido cuantitativamente en dinero, que expresa una auténtica colonización del tiempo personal. El supermercado y el centro comercial expropian tiempo a la gente de múltiples maneras, porque se convierten en el principal lugar de “sociabilidad”, ante la clausura de los espacios públicos (parques, bibliotecas, teatros), y la sensación de inseguridad que se pregona por doquier, pero de una sociabilidad reducida al puro ámbito del consumo mercantil, del desfile de modas, del mundo sin contradicciones, en donde todo es limpio e iluminado, y no hay ni pobres ni ricos, porque están unificados por el deseo hedonista de consumir.
b) Expropiación del tiempo de la comida
La expropiación del tiempo de la gente barre todas aquellas costumbres y tradiciones, inscritas en un tiempo lento, de la modorra, de la quietud, todas las cuales son despreciadas por el capitalismo como expresión de atraso, de pereza, de falta de competitividad, de ineficiencia, de improductividad y de mil calificativos por el estilo. Tal cosa sucede con el acortamiento, desaparición o transformación de cosas tan humanas como comer con tranquilidad o hacer la siesta.
Fast Food no sólo es un tipo de comida sino un estilo de vida, con una temporalidad acelerada, en la que se pierden los nexos sociales que históricamente se han creado alrededor de la mesa. No vamos a referirnos a sus consecuencias sobre la salud de la gente, sino a los efectos que tiene en términos de expropiación del tiempo. La comida es una de las formas culturales más importantes para cualquier sociedad, porque en torno a ella se tejen relaciones humanas, en la medida en que se preparan, se consumen y se degustan los alimentos, los cuales a lo largo del tiempo gestan tradiciones y costumbres que dan identidad a los pueblos, porque “comer no es una mera actividad biológica sino también una actividad vibrantemente cultural” (Mintz, 2003). El comer en términos culturales se ha basado hasta no hace muchos años en el sentido de la lentitud, uno de los lujos más preciosos que existen, porque una buena comida requiere y necesita tiempo, en su preparación y en su degustación.
Esto queda hecho añicos con la imposición de la comida rápida, cuyo símbolo principal esta constituido por los restaurantes McDonald’s, los cuales constituyen un modelo a pequeña escala de lo que es el capitalismo realmente existente. Primero, en términos laborales, la fuerza de trabajo empleada en esos restaurantes es una de las peores expresiones de la flexibilización y la precarización laboral, tanto por los bajos salarios, como por las mismas condiciones de trabajo en la que no existe la posibilidad de protestar y de organizarse sindicalmente. Aunque a primera vista parezca que el trabajador de McDonald’s es polivalente, porque realiza una serie de faenas en la venta de hamburguesas, en realidad esa labor es profundamente monótona y rutinaria, típica del fordismo, en la que se le prohíbe que tome cualquier iniciativa y no puede ni hablar con los clientes. Segundo, en términos de los consumidores, el objetivo de los McDonald’s es llenar de comida a los comensales para que estos devoren rápido y sin pestañear. Que coman lo más posible en el menor tiempo, y desocupen el restaurante, el cual es diseñado sin ningún atractivo interesante y obliga a la gente a comer e irse de inmediato. Como de lo que se trata es de promover la rapidez, los platos que ofrecen los restaurantes de Fast Food son pocos, estandarizados y producidos en serie. De esta forma, no sólo se come rápido sino siempre lo mismo, con el pretexto de que así se gana tiempo.
 
El argumento dominante para justificar la generalización del McDonald’s es que el capitalismo actual es profundamente vertiginoso y la forma de comer también lo debe ser. Se supone que así se está beneficiando al consumidor, lo que en el caso de la comida chatarra es completamente falso, y no sólo por los problemas nutricionales y de salud que origina, sino porque altera aspectos fundamentales de las relaciones sociales de las personas que, cuando comen, cada vez son más solitarios y acelerados, porque necesitan tiempo para el trabajo, al cual se le deben dedicar la mayor parte de las energías individuales. El Fast Food no deja tiempo ni para la compañía, ni la solidaridad, ni la hospitalidad.
Habría que preguntarse, además, cuál es el costo humano y ambiental de la comida rápida, es decir, en que medida la temporalidad acelerada de los McDonald’s destruye la temporalidad pausada de la naturaleza y de las sociedades campesinas. ¿En cuantos días o semanas se destruyen los bosques del mundo, resultado de lentos procesos de evolución natural, en los cuales se va a producir el pasto que alimenta a las vacas, que van a ser factorías de carne de las que sale la materia prima de las hamburguesas?
En este caso, la rapidez que se le imprime al comer suprime la importancia de los saberes locales, sacrificados a nombre de un universal superior, la hamburguesa made in USA, y donde se aplican unas mismas formulas química y recetas que uniformizan y degradan el gusto y empobrecen los saberes del mundo. En contraposición, debe reivindicarse la alimentación lenta, en la cual se respeten las tradiciones alimenticias locales, y la alimentación refleje valores humanos de buen vivir y compartir, más allá de la eficiencia y la predictibilidad de lo que se va a consumir, que recupere los saberes artesanales que se transmiten de generación en generación y respete lo autóctono y lo natural de un territorio determinado y se constituya en un espacio para compartir con familiares y amigos. No por azar, los partidarios de la Slow food (comida lenta) tienen como símbolo al caracol, tal como lo explica Carlo Petrini: “Emblema de la lentitud, este animal cosmopolita y prudente es un amuleto contra la velocidad, la exasperación, la distracción del hombre demasiado impaciente para sentir y gustar, ávido para recordar lo que recién ha terminado de devorar” (Petrini, 2006).
c) Expropiación de la siesta
En cuanto a la siesta se refiere, se ha hecho dominante su desprecio por considerarla como el mejor ejemplo de lo que genera el atraso y el subdesarrollo, porque quienes practican y reivindican la siesta son vistos como perezosos e improductivos. La siesta en esa perspectiva es una tradición de holgazanes, que pierden el tiempo y no les gusta trabajar y quien la hace derrocha el dinero y el tiempo de otros, porque mientras duerme plácidamente los demás trabajan como bestias, como quien dice la persona que hace la siesta es vista como un parásito. En contra de tan discutibles opiniones, propias del tiempo capitalista que sólo mide la importancia de las cosas y de las prácticas humanas por su carácter mercantilista y productor de ganancia, la siesta puede considerarse como un derecho humano fundamental, porque desde el punto de vista biológico el organismo necesita descansar no sólo durante la noche sino una vez al día, además que ese breve lapso de tiempo después del almuerzo en que se puede dormir resulta trascendental para desarrollar todas las actividades individuales. La siesta ayuda en el rendimiento individual, incrementa la capacidad de atender y concentrarse en determinada labor, contribuye a mejorar la vida sexual, la memoria y el genio, retrasa el envejecimiento, reduce el estrés y la ansiedad. Según Sara C. Mednick, psicóloga y experta en el sueño humano, la siesta es tan importante que “hace que el cerebro opere con la máxima eficiencia, que el cuerpo sea más ágil y sano y, por encima de todo, no tiene efectos colaterales”[4].

Si todo esto es cierto, la expropiación de la siesta se constituye en un atentado contra la salud de los seres humanos y por eso hoy adquiere mucho sentido plantearse una revolución de la siesta, que la reivindique como un derecho humano fundamental, en estos tiempos vertiginosos en que no queda tiempo para aquello que no esté regido por la lógica de la ganancia y de la acumulación.
d) La expropiación del tiempo de la noche
Hasta no hace muchas décadas la noche estaba consagrada al descanso y al reposo, salvo en las fábricas donde desde finales del siglo XIX, tras la invención de la luz eléctrica, el capitalismo había implantado la jornada perpetua de 24 horas de trabajo, en unidades productivas que nunca cerraban y en las cuales las máquinas no se detenían jamás. A ese ritmo febril se tuvieron que acoplar a la fuerza los obreros, que debieron repartirse los turnos y laborar en la noche. Esa fue la primera expropiación del tiempo nocturno, un momento en el cual nuestro reloj biológico, por disposición genética, nos dice que debemos dedicarnos a descansar, porque nuestro organismo está adecuado para eso y no para estar despierto y menos trabajando.
Después, cuando la luz salió de las fábricas y se extendió por las ciudades, en el siglo XX, se alargó el tiempo cotidiano de la gente, que podía salir y deambular en la noche. En el último medio siglo en casi todo el mundo se presentó otro cambio drástico que se proyecta hasta el día de hoy, consistente en que la televisión se fue convirtiendo en un instrumento permanente en los hogares y cada vez se fue ampliando más el tiempo de transmisión televisiva, hasta durar hoy las 24 horas del día. En este caso, se asiste a la expropiación del tiempo personal de las familias que empezaron a dedicarle una parte sustancial de sus vidas a ver televisión, que en algunos casos, como en los Estados Unidos, supone que cada persona vea en promedio siete horas diarias de televisión, en razón de lo cual ese aparato se ha convertido en uno de los principales medios de educación de nuestra época.
Esta expropiación de la noche que acompaña la desbocada urbanización en el mundo produce cambios significativos en el comportamiento de los seres humanos y una modificación brusca del entorno natural y de los ecosistemas, así como de las costumbres y hábitos temporales de las personas, que pierden todo vínculo evidente y directo con la naturaleza y sólo se relacionan con el medio artificial, principalmente con la luz eléctrica. Ya lo decía Pasolini en uno de sus últimos escritos que se habían acabado las luciérnagas en la Italia de comienzos de la década de 1960 y que las nuevas generaciones no tenían ni idea que aquéllas habían existido y, por lo tanto, no podían quejarse por su desaparición. En donde habían luciérnagas ahora aparecían centros comerciales, propiedad de capital transnacional, y en contra de esa presunta modernización en la que se adora el cemento, la luz de neón y el fulgor y sonido de los artefactos electrónicos, Pasolini declara: “Yo, por más multinacional que sea, daría toda la Montedison (un centro comercial) por una luciérnaga” (Passolini, 1983).
 
Así como han desaparecido las luciérnagas, también han desaparecido las estrellas en la noche, o mejor, nunca las vemos porque no tenemos ni tiempo ni espacio para mirar hacia arriba. La luz artificial nos ciega o estamos resguardados, los que podemos, en nuestras cuatro paredes ante la luz espectral del televisor.
e) La expropiación de la memoria y del pasado
Haremos mención al aspecto crucial de la expropiación de la memoria y del pasado de las sociedades, las culturas y los seres humanos. Para comenzar, un punto de partida crítico está referido a la manera como el abuso de los artefactos electrónicos, de manera principal Internet y el Celular, están alterando el funcionamiento del cerebro en general y de la memoria en particular. Al respecto valga señalar que las denominadas tecnologías intelectuales tienen un impacto directo sobre el funcionamiento del cerebro, hasta tal punto que, según estudios neurológicos, lo que se está alterando es nuestro propio cerebro y no solamente la forma en que nos comunicamos. Esto lo han confirmado estudios en los que se señala el impacto contundente sobre la memoria a largo plazo, la más importante que tenemos, y la memoria a corto plazo. La primera memoria guarda recuerdos que duran mucho tiempo, incluso de por vida. La segunda aloja recuerdos que duran muy poco, en muchos casos sólo unos cuantos segundos. La memoria a largo plazo es la sede del entendimiento, porque no sólo almacena datos y hechos sino, lo más importante, conceptos y esquemas, los cuales permiten organizar datos dispersos. Como lo dice John Swellwr, un estudioso del asunto: 
“Nuestra capacidad intelectual proviene en gran medida de los esquemas que hemos adquirido durante largos períodos de tiempo. Entendemos conceptos de nuestras áreas de pericia porque tenemos esquemas asociados a dichos conceptos” (cit. en Carr, 2011)
Ahora resulta que con la sobrecarga de información a que estamos expuestos todos los días por los sistemas microelectrónicos nos saturamos de datos que asume la memoria de corto plazo, sin poderla conectar con la información almacenada en la memoria de largo plazo. En tal caso, no estamos en capacidad de distinguir lo relevante de lo irrelevante, o en otras palabras, estamos perdiendo la memoria y “nos convertimos en descerebrados consumidores de datos” (ibíd.)
Lo que resulta sintomático de la presión a que está siendo sometido nuestro cerebro y nuestra memoria de largo plazo se muestra con el hecho que, en gran medida, los cultores de la inteligencia artificial están adecuando la memoria de corto plazo a la lógica de funcionamiento de los ordenadores, lo que quiere decir que “entrenamos nuestros cerebros para que presten atención a tonterías”, algo que tiene funestas consecuencias sobre nuestra vida intelectual. En resumen:
Las funciones mentales que están perdiendo la “batalla neuronal por la supervivencia de las más ocupadas” son aquellas que fomentan el pensamiento tranquilo, lineal, las que utilizamos al atravesar una narración extensa o un argumento elaborado, aquellas a las que recurrimos cuando reflexionamos sobre nuestras experiencias o contemplamos un fenómeno externo o interno. Las ganadoras son aquellas funciones que nos ayudan a localizar, clasificar y evaluar rápidamente fragmentos de información dispares en forma y contenido, los que nos permiten mantener nuestra orientación mental mientras nos bombardean los estímulos. Estas funciones son, no por casualidad, muy similares a las realizadas por los ordenadores, que están programados para la transferencia a alta velocidad de datos dentro y fuera de la memoria. Una vez más, parece que estamos adoptando en nosotros mismos las características de una tecnología intelectual novedosa y popular (cf. ibíd)
Para los apologistas de las Nuevas Tecnologías de la Información esto significa que el cerebro se reduce a un instrumento que procesa datos y, en tal caso, la inteligencia humana ya no se diferencia de la llamada inteligencia artificial. Esta concepción taylorista aplicada al cerebro, la reproduce muy bien Google, cuyos gestores conciben a la inteligencia como un proceso mecánico, constituido por una serie de pasos que se pueden aislar, medir y optimizar, como el taylorismo ha hecho con la división de tiempos y tareas para producir tornillos o automóviles.
En esta perspectiva, no resulta sorprendente que se confundan la memoria de los seres humanos con los espacios en que se almacena información de los computadores y a eso se le llame memoria, sin rubor alguno. La confusión resulta crítica porque de allí se desprende que el computador puede remplazar a nuestra memoria biológica. No por azar, ciertos apologistas de la tecnología lo dicen sin titubear: “Con un clic en Google, memorizar largos pasajes o hechos históricos” ya es algo obsoleto y en tal caso memorizar se considera una “pérdida de tiempo” (Don Tapscotott, cit. en Carr, 2011). Desde luego, si reducimos la memoria humana a una simple caja que almacena información de corto plazo, eso puede ser asumido por los computadores, pero si concebimos a la memoria como una característica exclusivamente humana y que no se reduce a recordar información desechable sino que es esencial para nuestra vida, porque no sólo nos permite recordar sino sentir, pensar y sobrevivir, tener emociones y empatía, las cosas cambian sustancialmente porque la memoria está viva, y la que se llama memoria informática no.
Las transformaciones que están generando las Nuevas Tecnologías de la Información sobre nuestro cerebro y memoria se relacionan con la lógica del capitalismo actual de inscribir a los seres humanos en el corto plazo, o más exactamente, en el carácter instantáneo del tiempo comercial, un perpetuo presente, sin pasado ni futuro. El ritmo vertiginoso y acelerado del capitalismo sólo deja tiempo para consumir y tirar a la basura, con lo cual se anulan las diferencias temporales. Ahora, 
“...el proceso productivo se presenta objetivamente como un gran flujo informático que atraviesa los espacios tradicionales destruyéndolas y que anula las distancias temporales con una inaudita aceleración del tiempo (casi hasta la desaparición de las temporalidades tradicionales: noche, día, laborable, festivo, etcétera)” (Barcellona, 1992)
De esta forma se nos ha robado el tiempo y el espacio, y por tanto no hay lugar para la memoria, salvo que esta se puede convertir también en una mercancía, en un bien de consumo, lo cual la transforma y la aplasta, porque deja de ser un patrimonio crítico del individuo y de la sociedad y deviene en un artefacto insustancial que se reduce a la memoria informática, como indicamos más arriba.
En esas condiciones desaparece el ser humano como un sujeto histórico, con vínculos profundos con su pasado personal y social, para quedar reducido a un mero consumidor, que vive en un presente eterno, sin antes ni después. De ahí que, entre otras cosas, en las reformas educativas implementados en los últimos años en diversos países del mundo se proponga de manera clara el abandono a las nociones temporales, para que los estudiantes se doten de competencias laborales y empresariales, atadas a la producción y al consumo inmediatos, como cosas que son presentadas como las únicas útiles que existen. Esto no es otra cosa sino hundirnos en la barbarie, que, según Philip Rieff, es “la ausencia de memoria histórica. Y esto es precisamente lo que caracteriza la mentalidad mecanicista del tecnólogo” (cit. en Riechmann, 2006).
Desde otro punto de vista, la expropiación de la memoria fortalece al capitalismo, si la ubicamos en la perspectiva que su expansión mundial aniquila otros espacios y otras temporalidades. En ese sentido:
El tiempo real corre el riego de hacernos perder el pasado y el futuro a favor de una “presentificación” que supone una amputación del volumen del tiempo. El tiempo es volumen. No es sólo un espacio tiempo en el sentido de la relatividad. El volumen y profundidad del sentido, y el advenimiento de un tiempo mundial único que liquide la multiplicidad de tiempos locales es una perdida considerable de la geografía y de la historia (Virilio/Petit, 1996).
Debe enfatizarse que existe otro elemento adicional, la expropiación de la memoria de las luchas de los oprimidos, cuyas gestas y logros, que se han materializado en importantes rebeliones y revoluciones a lo largo de los últimos siglos, han desaparecido del imaginario de las generaciones contemporáneas que han sido “educadas” en la lógica capitalista y neoliberal del fin de la historia y en la ideología TINA (There is no alternative) que los obliga a pensar que este es el único mundo posible, y tolerable y, además de todo, es insuperable.
Por todo ello, y para terminar, un proceso revolucionario en el mundo de hoy debe recuperar otra visión del tiempo, en el que se reivindique la lentitud, la quietud, el goce por disfrutar cosas fundamentales de la vida que necesitan de tiempo, la recuperación de la memoria de los vencidos y de sus luchas, para iluminar el tenebroso presente capitalista, porque, como decía Oscar Wilde, el socialismo necesita muchas tardes libres. O, para decirlo con Pier Paolo Passolini, hay que reivindicar los tiempos lentos del ser.

 
 
Bibliografía
Altvater Elmar / MahnkopfBirgit, La globalización de la inseguridad. Trabajo en negro, dinero sucio y política informal. Ediciones Paidós: Buenos Aires, 2008.
Anisi, David, Creadores de escasez. Del bienestar al miedo. Alianza Editorial: Madrid, 1995.
Barcellona, Pietro,Posmodernidad y comunidad. El regreso de la vinculación social. Trotta: Madrid, 1992
BerardiBifo, Franco, El sabio, el mercader y el guerrero. Del rechazo al trabajo al surgimiento del cognitariado. Acuarela Libros: Madrid, 2007.
– Generación post-Alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo. Tinta Limón Ediciones: Buenos Aires, 2010.
Carr, Nicholas,Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Editorial Taurus: Bogotá, 2011.
Castel, Robert, El ascenso de las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del individuo. Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires, 2010,
Chesneaux, Jean, Habiter le temps. Présent, passé, futur: esquisse d’un dialogue politique. Bayard Éditions: París, 1996.
Lewin, Moshe, El siglo soviético, ¿Qué sucedió realmente en la Unión Soviética?  Editorial Crítica: Barcelona, 2006,
Mintz, Sydney W. Sabor a comida, sabor a libertad, Incursiones en la comida, la cultura y el pasado. CONACULTA: México, 2003
Pasolini, Pier Paolo, El caos. Contra el terror. Editorial Crítica: Barcelona, 1981.
– Escritos corsarios. Editorial Planeta: Barcelona, 1983.
– Cartas luteranas. Trotta: Madrid, 1997.
Petrini, Carlo, “Slow food contra la comida chatarra”. En: http://cafemassimiliano.blogia.com/2006/081602-slow-food-contra-la-comida-chatarra.php.
Riechmann, 2006
Sennett, Richard, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Editorial Anagrama: Madrid, 2006.
Sepúlveda, Luis, Mundo del fin del mundo. Tusquets Editores: Buenos Aires, 2010.
Virilio Paul / Petit, Philippe, La politique du pire. Textuel: París, 1996.

Notas
[1] Cf. Riechmann, 2006: 199ss. y Lewin, 2006: 478ss.
[2] Cf. Berardi Bifo, 2007: 160.
[3] Cf. Altvater/Mahnkopf, 2008, p. 112, nota 1.
[4] La siesta tiene ventajas como el mejoramiento de la vida sexual y el retraso del envejecimiento, en:

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