Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

martes, diciembre 27

Razones y sinrazones de la participación libertaria en el Gobierno de la República


Escrito por José Peirats y publicado originalmente en Polémica, n.º 22-25, verano 1986. Especial 50 aniversario de la Revolución española.



He escrito mucho sobre la revolución española del 19 de julio, siempre en tercera persona. Permítaseme que lo haga ahora en primera. Estoy en el confín de una barriada obrera barcelonesa donde hemos pasado la noche arma al brazo. ¿Arma al brazo? Unas pistolas del 9 corto y algún que otro winchester oxidado recuperado a los escamots que el 6 de octubre de 1934 habían hecho ademán de levantarse contra el gobierno del «bienio negro». Ahora, se han levantado los militares. Los del cuartel de Infantería del Bruch han descendido hacia el centro de Barcelona por Pedralbes-Diagonal. Nosotros les esperábamos en Collblanc-Sants. Los de Caballería, de la calle de Tarragona, y los de Zapadores, de la Bordeta, han ocupado la plaza de España y, desde allí, han tirado con mortero sobre un grupo de curiosos. He visto en el cruce de Riego pedazos de carne pegada en las fachadas y colgajos de intestinos en los cables eléctricos.
En el barrio empieza a construirse una barricada. Un guardia de Asalto con la guerrera desabrochada se ofrece. Se le manda a «escardar cebollinos». Circula el rumor de la muerte de Ascaso frente a Atarazanas. La última vez que hablé con él fue en una calleja de Zaragoza, una noche de ponencias, en pleno Congreso de la CNT. Le vi amargado. Habían sido duros con él por haber desconvocado, el 6 de octubre de marras, una huelga general que la Organización no había convocado. No fue sólo Ascaso sino el Comité Regional del que era secretario. Hoy ha querido resarcirse y ha recibido un balazo en la frente.
El general Goded ha capitulado. Una compañía de Asalto parlamenta la entrega del cuartel del Bruch. Nosotros, más parcos en protocolo, les hemos ganado la mano. Se convertirá en Cuartel Bakunin con nuestra bandera instalada en todo lo alto. Aquella noche velamos las armas, ahora verdaderos fusiles y ametralladoras. Convertimos en arsenal una ladrillería. La manía de esconder las armas. En la periferia no sabemos ni qué hora es. ¿Revolución, o un motín como tantos?
En una reunión de gente armada hasta los dientes, alguien cita a Kropotkin: «Si a la mañana siguiente de una revolución, el pueblo pasa hambre, la revolución fracasa». Organizamos el suministro. Intercambiamos con los campesinos de los alrededores. Abastecemos al pueblo y a los hospitales de sangre. Montamos un gran almacén colectivo, cuando aparece Facundo Roca enviado por el Comité Regional, con la consigna de organizar los Comités de Abastos. Le respondemos que ha llegado tarde. He estado toda una noche haciendo pan en una tahona cuyo patrón me había despedido injustamente. Al verme entrar, palidece. Le tranquilizo. Luego me entero que ha ingresado en la FAI.
Somos muchos, pero aún falta gente. Tras mi primer trago de sueño, Felipe Aláiz me reclama. Está haciendo Tierra y Libertad en los talleres de nuestro enemigo mortal La Vanguardia. No es la primera vez que Tierra y Libertad es diario. Ayudo en varios números, junto con Alfredo Martínez, que morirá un año más tarde. Ya hemos enterrado a Ramón Monterde. Viene, y me requisa, José Xena:
—Tienes que venir al Comité Revolucionario de Hospitalet.
—¿En representación de quién?
—En representación de la FAl.
—No pertenezco a la FAI desde…
—Has pertenecido y esto basta.
Y, quieras que no, la revolución es la que manda. Por el camino me informa:
—La pelota está en el tejado. Los fascistas dominan media España. Aquí mismo, la guardia civil todavía no se ha definido.
Asisto a las primeras reuniones del Comité Revolucionario y me muero de asco. Con ser mayoría aplastante, somos minoría. Hay dos partidos comunistas, uno abierto y otro disimulado, como siempre. Éste acaba de constituirse apresuradamente y se llama PSUC. Está el Partido Socialista clásico, milagrosamente resucitado; más la UGT, la Esquerra, Estat Català, los varios partidos republicanos y el POUM. Como a este último todos los comunistas le atacan, según consigna de Moscú, formamos alianza táctica con él. A pesar de todo somos minoría y hay que acariciar la pistola cuando se engallan.
En un momento de calma voy a Solidaridad Obrera. La redacción se ha trasladado. No está más que el administrador, Tomás Herreros. Con los ojos brillantes de júbilo me muestra la caja de caudales. Está repleta de billetes. El periódico, que en mi época de redactor no iba más allá de los 25.000 ejemplares, tira ahora cuanto quiere. Recuerdo las estrecheces que nos hacía pasar Herreros. Visito al director en el nuevo local de la Plaza de Cataluña. Liberto Callejas me cierra el paso:
—iAquí no entra nadie que porte armas!
Y como nadie deja de portarlas ni a sol ni a sombra, doy media vuelta. Callejas es un anarquista romántico; el tipo más extraordinario que he conocido.
El Comité Regional se ha instalado en la sede de la patronal catalana. La FAl ocupa la contigua «Casa de Cambó». El conjunto será Casa CNT-FAI. En un rellano, tropiezo con el viejo león Eusebio C. Carbó. Le interrogo con la mirada; comprende y contesta parcamente:
—Un sombrero demasiado ancho para nuestra pequeña cabeza.
En el Comité Revolucionario sigo aburriéndome. Felizmente consigo que me destinen a levantar el inventario de un nido reaccionario. Estoy harto de interceder en la salvación, de entre las uñas «revolucionarias» de curas y monjas disfrazados de civiles. Siento asco por la plebe y la maltrato si se ceba con el enemigo vencido, afanándose en alardear de méritos que nunca tuvo.
Llega de Lérida, Lorenzo Páramo. Quiere llevarme a viva fuerza a Acracia, que ahora es diario. Me resisto. Mejor me hago rogar y dice imperativo:
—Como antiguo colaborador estás obligado.
Lérida es la cenicienta de la Organización. Nos tenéis tirados como una colilla. Necesitamos refuerzos de valía y no los pistoleros que allí han llegado. No piensan más que en hacer «fiambres» y nos desprestigian. Por si no teníamos bastante con el POUM que nos odia cordialmente, ahora acaba de aterrizar el PSUC, dirigido por tipos que no conoce ni su madre. El POUM, con su diario Adelante, y los otros, con UHP.
—¿Y tú qué? —interrumpo.
—Yo soy ahora el alcalde de Lérida.
Casi me desmayo. ¿Alcalde, un anarquista? Ya me iré acostumbrando. Más para librarme del Comité Revolucionario, me rindo. Afronto las iras de José Xena, quien me dice de todo. Hasta desertor frente al enemigo. Yo no tengo su aguante, su flema, su tenacidad con aquella pandilla de cínicos. Pero he puesto mis condiciones a Páramo.
—Te perdono que seas alcalde e ingresaré en Acracia a condición de declarar a Lérida municipio libre.
Acepta y acepto. Y, sobre la marcha, tras presentarme en la Paería, entramos en campaña. Disponemos del diario y de Radio Lérida. No tardamos en organizar un gran mitin-asamblea en el Teatro de los Campos Elíseos, donde la asamblea abierta, unánimemente, pone la primera piedra: la municipalización de la vivienda. Pero no tardan en marchar sobre Lérida los mandamases de Barcelona, llevando de cabestros a mandamases de la CNT-FAl: Jaime R. Magriñá y Aurelio Fernández, éste jefe del Departamento de Seguridad Interior. Intimidan al alcalde, pero la campaña sigue adelante.
¿Qué ha ocurrido en Barcelona? Dejemos que García Oliver (GO) nos los cuente. Según él, el 23 de julio, tras la derrota de la guarnición militar, la CNT había celebrado un Pleno de Locales y Comarcales en el que GO propuso la implantación del comunismo libertario. El Pleno estimó desquiciada la propuesta. A pesar de la enorme fuerza confederal y anarquista, ello no era suficiente sin apelar a la dictadura y ésta es contraria a nuestras ideas. 44 años después, en su El eco de los pasos, GO arremete furiosamente contra el Pleno que le dejó solo sin más respaldo que el Bajo Llobregat. ¿Fue sincero GO al proponer el «ir a por el todo». Antes de la guerra, ya había propuesto públicamente «la toma del poder» por la CNT-FAI. Pero también es cierto que al cesar en Barcelona la lucha callejera acudió con otros compañeros, entre ellos Durruti, al llamamiento del presidente Companys. Cierto también que aceptó la sugerencia de éste de constituir un organismo de gobierno con las demás fuerzas políticas, que entró en funciones inmediatamente, haciéndose cargo GO del departamento de Defensa. El Pleno Regional aludido, noIMPORTA lo que en él manifestara GO, no hizo más que sancionar un hecho consumado: el Comité Central de Milicias Antifascistas. El hecho de que este organismo se formase, dejando plantado al propio gobierno de la Generalidad, implica un arreglo forzado con Companys, el mismo día de la famosa entrevista, y el protagonismo en el arreglo del propio GO. Por lo tanto, no se comprende la doble actitud de éste, en la Generalidad primero y en el Pleno después, salvo que quisiera salvar la faz ante la historia. Partidario de «la toma del poder» en la tribuna del sindicato de la Madera, ponente del comunismo libertario en el congreso de Zaragoza y participante, con permiso de Companys, en el Comité de Milicias de Cataluña con los demás partidos y organizaciones, son cosas que no se ajustan. Menos se comprenden estas manifestaciones de GO tras las que hizo en el Pleno regional. A saber: «La CNT y la FAl se decidieron por la colaboración y la democracia, renunciando al totalitarismo revolucionario que había de concluir al estrangulamiento de la revolución y a la dictadura confederal y anarquista» .
Pero en su libro, El eco de los pasos, GO se permite otra versión: «Entre la revolución social y el Comité de Milicias optaba la organización por el Comité de Milicias. Habría que dejar que fuera el tiempo el que decidiera sobre quién tenía razón, si ellos, la mayoría del Pleno, con Santillán, Marianet y Federica y su grupo de anarquistas antisindicalistas, como Eusebio Carbó, Felipe Aláiz, García Birlán, Fidel Miró, José Peirats, o la Comarcal del Bajo L1obregat, que conmigo sostenía la necesidad de ir adelante con la revolución social, en una coyuntura que nunca se había presentado antes tan prometedora» (Op, cit. pág, 188).
GO, enamorado de la toma del poder, fue sin duda el primero en estar convencido, en el Pleno en cuestión, de la imposibilidad de tal empresa. El suyo pudo ser, pues, un gesto espectacular. Por mi parte, me interesa aclarar que no participé en el Pleno antedicho; ni siquiera me enteré de su celebración.
A principios de septiembre, Largo Caballero se hace cargo del gobierno central. Inmediatamente invita a la CNT a formar parte del gabinete. Esta, que empieza a sentirse erosionada en sus principios filosóficos con el paso por organismos de gobierno que ocultan su nombre, propone un gobierno que no se llame gobierno, con ministros que no se llamen ministros. Pretende cambiar el gobierno histórico por un Consejo Nacional de Defensa. Caballero comprende lo quebradizo de ese pujo de pudor y espera tranquilo. 66 años de afirmación antigubernamental no se borran de un plumazo. Se impone un plazo de reflexión. Se recurre a un pintoresco refrendo sin votos ni urnas, muy problemático en cuanto a la auscultación de la voluntad militante. Pero el 27 de septiembre, Cataluña precipita los acontecimientos. Allí, la CNT se incorpora al gobierno de la Generalidad de una manera cómica. «No se ha constituido un gobierno, sino un nuevo organismo propio de las circunstancias que se atraviesan y que se denomina Consejo de la Generalidad».
Companys y Largo Caballero saben esperar convencidos de que, dada la dualidad de poderes existente, las aguas irán a parar a sus molinos. En efecto, el «Consejo» o gobierno de la Generalidad no tardará en despojarse de su disfraz. Largo Caballero tendrá que esperar un poco más, pero está también convencido de que el pez gordo acabará por entrar en el garlito. En el primer caso, será el propio García Oliver en arrojar públicamente la toalla: «Hemos disuelto el Comité de Milicias, porque la Generalidad ya nos representa a todos».
El ejemplo se propagará como reguero de pólvora. A mediados de octubre se constituirá en Fraga, primero por solo hombres de la CNT, después mezclados con comunistas más o menos disfrazados, el Consejo Regional de Aragón. En las grandes y pequeñas ciudades funcionan los clásicos Ayuntamientos de colaboración. Y, vencidos los últimos remilgos, la CNT (y sotto voce la FAl) se incorporan al gobierno central. Lo anuncia una nota oficial la noche del 4 de noviembre mediante la constitución de un nuevo ministerio. Cuatro son los ministros: CNT, Peiró y López, FAI: Federica y García Oliver. Como he escrito en otro lugar, los ministerios concedidos fueron sólo dos. Industria (Peiró) y Comercio (López) habrían sido siempre un solo ministerio, y Sanidad (Federica) una Dirección General.
¿Qué podían hacer cuatro ministros anarquistas frente a seis socialistas, seis republicanos y dos comunistas? Desde Acracia, a partir del mes de agosto, habíamos ido tomando el pulso alterado de los acontecimientos con la vista fija en la revolución y la guerra. Para nosotros la revolución era la transformación económica que se iba produciendo en Cataluña y Aragón, algo en Levante y menos por todas partes. A este fenómeno le dedicábamos la máxima atención. Los domingos, los dedicábamos a recorrer las colectividades y visitábamos, también, los frentes, aventurándonos en las avanzadillas. Nuestra máxima preocupación era el maremágnum político en sus dos vertientes principales: Barcelona y Madrid, advirtiendo tristemente que en aquélla se jugaba el porvenir de la revolución. En éste, el de la guerra.
El «espía» que teníamos en teléfonos de Lérida solía «pincharnos» las conferencias de los partidos adversarios. El mismo me advirtió un mediodía que Durruti, desde su Cuartel general de Bujaraloz, estaba hablando por radio. Ya había empezado cuando empecé a tomar su discurso. Lo publicamos el día siguiente. Tratábase de una incitación a la lucha en el frente y retaguardia. Pero al contrastar mi versión con la de Solidaridad Obrera, no salí de mi asombro. La Soli publicaba a toda plana, entrecomillada, ésta frase atribuida a Durruti: «RENUNCIAMOS A TODO MENOS A LA VICTORIA». Repasé mis notas sin ver nada que se le pareciera. Si hubiera dicho esto al tomar el discurso no se me hubiera escapado. Yo era bastante hábil para tomarlos. Además conocía su estilo. El año anterior, al salir Durruti de la cárcel de Valencia, tuvo que ventilar un pleito con el sindicato del Transporte. Se le acusaba de haber reclamado el cese de la huelga de tranvías para que le dejasen en libertad los carceleros de la República. Negó la exactitud de estas manifestaciones y fue convocado a una reunión con el Comité de huelga.
—De acuerdo —dijo—, a condición de que se tome acta de la reunión por persona competente que yo elija. Por ejemplo, éste.
Y me señaló a mí. Estábamos en la redacción de Solidaridad Obrera. El debate tuvo lugar en el Montepío de Panaderos, calle de San Jerónimo.
Estaba seguro de que Durruti no pronunció nunca aquel «Renunciamos a todo». Y también seguro de que se lo habían colgado por conveniencias políticas. Si a algo no podía renunciar Durruti, era a la revolución. No pasó mucho tiempo sin que me diera razón cuando dijo al final de unas manifestaciones: «Nosotros hacemos la guerra y la revolución al mismo tiempo».
Indudablemente se estaba preparando algo gordo en Barcelona. En una escapada que hice a la meca de la revolución, me extrañó encontrar a Liberto Callejas en las Ramblas. A mi asombro contestó parca pero tristemente:
—¿Pero es verdad que no te has enterado?
La CNT acaba de ingresar en el gobierno de la Generalidad. En cuanto a mí, acabo de renunciar irrevocablemente a mi cargo de director de Soli. En Acracia pronto tuvimos motivos suplementarios para disparar a cero contra el anarquismo gubernativo. Tirábamos contra el comunismo estalinista y recibíamos sus tiros. Polemizábamos con el POUM y no dejaríamos sin varapalo los resbalones monumentales, cada vez más groseros, de nuestros consejeros y ministros, cada vez más enzarzados en su aprendizaje de políticos. Recibían también su ración los que en tribunas y periódicos destapaban sus ocultas mañas. El nuevo director de Solidaridad Obrera impartía en sus editoriales un catecismo acelerado de leninismo. He aquí parte de su saludo al ingreso de los cuatro ministros en el gobierno central:
«La entrada de la CNT en el gobierno central es uno de los hechos más trascendentales queREGISTRA la historia política de nuestro país. De siempre, por principio y convicción, la CNT ha sido antiestatal y enemiga de toda forma de gobierno. Pero las circunstancias, superiores casi siempre a la voluntad humana, aunque determinadas por ella, han desfigurado la naturaleza del gobierno y del Estado español. El gobierno, en la hora actual, como instrumento regulador de los órganos del Estado, ha dejado de ser una fuerza de opresión contra la clase trabajadora, así como el Estado no representa ya el organismo que separa a la sociedad en clases. Y ambos dejarán aún más de oprimir al pueblo con la intervención en ellos de la CNT. Las funciones del Estado quedarán reducidas, de acuerdo con las organizaciones obreras, a regularizar la marcha de la vida económica y social del país. Y el gobierno no tendrá otra preocupación que la de dirigir bien la guerra y coordinar la obra revolucionaria en un plan general. Nuestros camaradas llevarán al gobierno la voluntad colectiva y mayoritaria de las masas obreras reunidas previamente en grandes asambleas generales…»
¿Qué necesidad tenían en Cataluña la CNT y la FAI de atarse (el 11 de agosto de 1936) en pacto con el PSUC y su apéndice, la sui géneris UGT catalana, sabiendo al primero afiliado a la Internacional Comunista y a la segunda guarida de grandes, medianos y pequeños burgueses revanchistas, feroces enemigos de la revolución? Esta pacto antinatura, bendecido por el Cónsul General de la URSS en el multitudinario mitin de la Plaza de Toros Monumental, no tardaría en ser traicionado, dando cenetistas y faístas la impresión de estar trenzando la cuerda que les ahorcaría en un mes de mayo premonitor. Nuestros ministros empezaron también a dar bandazos. Juan Peiró, en un mitin en Valencia, se dolía de actos de indisciplina y de interferencias de los comités. El público se soliviantó al oírle afirmar «O sobra el gobierno o sobran los comités». Ante el tumulto, el orador trató de matizar, pero con azúcar resultó peor: «Los comités no sobran, lo que hace falta es que sean auxiliares del gobierno». Es decir, algo así como instrumentos.
Recuerdo que se me fue la mano en Acracia al comentar este incidente. Verdaderamente fui grosero al titular «iBotellero, a tus botellas!». Y aquí, como enmienda honorable, quiero engarzar una anécdota. En vísperas de mi partida para el frente, y como despedida de la retaguardia, accedí a participar en un mitin como orador. El mitin se celebraba en Mataró. Tuvimos una avería de automóvil y llegamos al local muy tarde. Un orador local tuvo que entretener al público en espera de que llegásemos los contratados para dar el espectáculo. Se trataba de Peiró, entonces ex ministro. Subí al escenario con aprensión. No le había tratado nunca pero había leído mucha de su labor periodística. Al vernos aparecer dio un suspiro de alivio e interrumpió su discurso de circunstancias. De pronto preguntó a los recién llegados: «¿Quién de vosotros es Peirats?». Informado, vino hacia mí. Lo menos que esperaba era un bofetón. Fue todo lo contrario. Abrió sus cortos brazos y me estrechó contra su pecho. Así era Peiró. No puedo menos que rendir este pequeño homenaje al mártir. Era un hombre bueno. Por las buenas, casi un niño. Se dejaba llevar. Por condescendencia cometió muchos errores. Pero a las malas, era una roca. Franco tuvo que fusilarlo antes de que cediera.
Nuestros ministros, no sé si todos, tuvieron que saborear en el gobierno el acíbar de la impotencia. No quiero dudar de su buena fe; sí de su imprevisión y digestión deficiente de las ideas para los momentos de prueba. Y de que trataran de amainar sus humores con banderillas de fuego a quienes menos las merecían. Por ejemplo, ésta de la ministro de Sanidad a quienes en resumidas cuentas salvaron el honor de la revolución: «Últimamente he estado varios días en Cataluña y me he dado cuenta de algo muyIMPORTANTE. He de ser, quizás, un poco dura en mis comentarios. Los que no sienten lo que directamente es la guerra, viven en juerga revolucionaria. Tienen las industrias y los talleres en sus manos, han hecho desaparecer a los burgueses, viven tranquilos, y en cada fábrica, en vez de un burgués hay siete».
Es incuestionable que hubo indisciplina y hasta brotes de burocratización precoces en un proceso de socialización revolucionaria sin modelo vivo en que inspirarse. ¿Pero ocurría de otro modo en la casa no barrida de los ministerios? ¿Qué hicieron nuestros elementos estelares para dar el ejemplo a nivel de pueblo? Las colectividades fueron obra espontánea de los militantes menos preparados. La crema militante había sido sorbida por los frentes de guerra o por los órganos de dirección política; órganos de dirección que no supieron o pudieron transformar según la pauta revolucionaria. Fracasado el Comité de Milicias, tardía la alternativa del Consejo Nacional de Defensa, nos limitamos a copiar lo que había.
¿Cómo rasgarse las vestiduras ante el caos creador? Los especialistas que tienen ojos en la cara han tenido que admitir que la revolución española fue un modelo de disciplina al pasar de la lucha de barricadas a la puesta en marcha de la máquina económica. Por el contrario, fue norma durante todo el curso de la guerra el zancadilleo político, la pugna entre partidos, y dentro de los partidos, las maniobras incluso al servicio de potencias extranjeras por excelentísimos señores ministros.
La misma organización confederal no evitó contagiarse de influencias centralistas. Su piedra clave, el federalismo, fue sacrificado, no siempre por exigencias de la guerra. El gobierno de la Generalidad fue un campo de Agramante, y el central un foco de intrigas. Las crisis de la Generalidad fueron antológicas. Una de ellas se prolongó durante un mes. José Xena, que las tramitaba, cansado de proponer a Companys nuevos consejeros confederales, que rechazaba de plano, tuvo la curiosa idea de pensar en mí, el gato escaldado del Comité Revolucionario. Inútilmente, por supuesto. Pero lo más trágico fue la impronta del centralismo en el derecho de opinión. La ofensiva de los comités superiores contra la prensa discordante fue haciéndose sistemática.
Se podían contar con los dedos de una mano los periódicos cimarrones: Acracia, de Lérida (hasta mayo de 1937); Ideas, de Hospitalet, Nosotros, de Valencia (hasta que se militarizó la Columna de Hierro); Tierra y Libertad (los dos o tres meses que la dirigió Felipe Aláiz) y RUTA (a trancas y barrancas, hasta el final). Frente a ellos un alud de periódicos, diarios y revistas bailando al son de la música de los comités superiores.
No cesaba la presión sobre la prensa libertaria desobediente, sometida, por otra parte a la previa censura gubernamental. Para acallar a esta prensa insumisa, el Comité Nacional de la CNT convocó una Conferencia nacional de todos los órganos de expresión que presidió el propio Secretario nacional Mariano R. Vázquez, en Barcelona. Concurrieron entre muchos: José García Pradas, por CNT; Eduardo de Guzmán, por Castilla Libre; creo que Floreal Ocaña, por Ideas, Baladá, por Ciudad y Campo; un portugués muy abierto por Nosotros; Ramón Magro y yo, por Acracia, y el argentino Maguid, por Tierra y Libertad. Frente a los buenos, los malos declinamos suscribir el dictamen de la mayoría y nuestro voto particular fue derrotado. Tratábamos de reivindicar la libertad de expresión contra la línea única y la orientación oficial. Como represalia fuimos expulsados de Acracia todos los redactores, por el Comité Nacional.
Sin que pueda precisar la fecha, pero inmediatamente después de la toma de posición de nuestros ministros, la Oficina de Propaganda CNT-FAI de Barcelona convocó a una reunión de militantes de toda la región catalana. Con la debida antelación se había confeccionado un temario bastante amplio sobre los problemas que acuciaban al movimiento libertario, tanto en el frente como en la retaguardia. Dicha reunión tuvo lugar en el salón rojo. En representación de Lérida viajamos Lorenzo Páramo, Ramón Magro y yo. Jacinto Toryho, sustituto de Liberto Callejas en la dirección de Solidaridad Obrera, había organizado el acto y al demorarse mucho en abrirlo, de detrás de unos cortinajes del estrado, apareció la ministro Federica Montseny. Esta, sin más ceremonia, pronunció un largo discurso sobre la nueva teología del «circunstancialismo». Era de rigor que tras la peroración abordáramos el orden del día preceptivo. No hubo nada de lo dicho. Como si fuéramos coro de monaguillos, Toryho se dispuso a cerrar el acto. Indignado ante el silencio general pedí la palabra, y sin esperar a que se me concediera, tras protestar por la maniobra, rebatí cuanto pude del discurso magistral. Yo no sabía entonces que Federica, aunque siempre ha parecido muy mayor, sólo me llevaba unos cuatro años de edad. Digo esto porque por toda respuesta a mi arremetida dijo que se hacía cargo de mi fuga juvenil y me deseó maternalmente, aprender con la experiencia. Dos o tres asistentes, no más, hicieron uso brevemente de la palabra.
Después del mayo sangriento, fatal culminación de una serie alocada de concesiones para la reconstrucción de arriba abajo del aparato del Estado, nuestros representantes en uno y otro gobierno, no siendo ya necesarios, fueron despedidos como criadas no respondonas. No les quedó otro recurso que el pataleo. Cuatro discursos se pronunciaron en Valencia por los ministros desahuciados, todos de carácter lacrimoso:
Federica Montseny: «Yo, anarquista, que rechazaba el Estado, le concedía un margen deCRÉDITO y de confianza para hacer una revolución desde arriba. Revolución moral, revolución social, revolución de conductas y de costumbres. y . aquellos que debían estamos reconocidos porque dejábamos la calle y la violencia y porque cogíamos la responsabilidad en el gobierno encuadrándonos dentro de la legalidad que otros hicieron, no han cesado hasta conseguir que nosotros, los revolucionarios de la calle, volviéramos a la calle».
Juan López: «Pero aquí viene la explicación de nuestra gestión frente a un departamento, y es ésta: no se ha efectuado nada constructivo en el aspecto económico; no por razones de orden técnico ni de confianza en las personas, sino por razones de índole política. Cuando se reúnen siete personas para discutir y ponerse de acuerdo acerca de un problema, y entre éstas cinco personas piensan de una manera y dos piensan de otra, el resultado de esa reunión no puede ser fructífero si no existe la voluntad de respetar a la minoría, si no existe la decisión de armonizar el criterio de los menos con el de los más».
Juan Peiró: «Podría deciros que a cada iniciativa presentada por el ministro de industria hemos tropezado con un sabotaje cordial, muy amistoso. La CNT ha aceptado una responsabilidad de gobierno y la ha aceptado con entera sinceridad renunciando a casi todos sus postulados, ateniéndose a la realidad de esta hora histórica que vive España. Tanto es así que yo puedo decir que, de tan sinceros que hemos sido, nos hemos comportado como unos perfectos ingenuos, y de esta ingenuidad han querido sacar partido aquellos que quizás estuvieran interesados en no sacar tanto partido».
Sería injusto, incluso irresponsable, no tener en cuenta el peso que las circunstancias tuvieron en la actitud de los anarquistas al enfrentarse con la fase política de la revolución. Todo o casi todo se jugó a partir de los primeros compases. Dos factores fueron clave: la guerra civil y la obligada colaboración. Pero, menos los libertarios, todos los sectores políticos, curtidos en estos menesteres, supieron desenvolverse, con raras excepciones, indecentemente. La guerra civil condicionó todas las actitudes, tanto positivas como negativas. Además, una guerra civil no es una guerra cualquiera. Se suele decir con razón que la guerra civil es la más incivil de las guerras. Nuestros adversarios la habían planteado en términos de exterminio y, en gran parte, cumplieron su propósito. Si no queríamos ser masacrados hasta el último de nuestros ancianos y nietos, sin respeto para nuestrasMUJERES, teníamos que defendemos con uñas y dientes. Ningún sector por sí solo, sin ayuda de los demás, podía asumir esta tarea. Se impuso, pues, la colaboración. ¿Por qué fracasó ésta? Se acusa a la colectivización. Es decir, a la revolución. Pero la colectivización no podía dañar los objetivos de la guerra. En todos los países capitalistas existen colectividades en forma de cooperativas y hasta federaciones de cooperativas. Las había en España antes del 19 de julio. Y si se trata de expropiaciones, la reforma agraria las contemplaba. El Estado español ha recurrido varias veces a la expropiación bajo el eufemismo de utilidad nacional. La Iglesia y las órdenes religiosas fueron expropiadas cuando las guerras carlistas con el apelativo de la desamortización. Todos los partidos de izquierda propiciaban la expropiación de los latifundios e incluso de las tierras municipales irredentas. Tanto la Generalidad como el Estado central se apoderaron de los Bancos y Cajas de Ahorro al principio de la guerra civil, y dispusieron de sus fondos sin contar con los accionistas y cuentacorrentistas. El oro del Banco de España lo embarcó el gobierno para la URSS. Las colectividades industriales pusieron en marcha la producción contribuyendo al orden económico. Yen el campo, las incautaciones de las propiedades facciosas no fueron vendidas como hiciera Mendizábal en el siglo pasado, a los ricos mejores postores.
Se impuso la colaboración para defendernos del fascismo y para ganar la guerra. Pero sólo los anarquistas, el POUM y el sector caballerista, se excedieron en jugar limpio. Los demás iban a lo suyo, a remolque del Partido Comunista, único beneficiario de la «ayuda» soviética y provocador de los hechos de mayo bajo inspiración del Cónsul General Ovssenko.
Kropotkin ha dedicado un libro al instinto de apoyo mutuo entre los animales de la misma especie. Pero está visto que este instinto no está desarrollado todavía en la especie hombre-político. Los políticos profesionales y la mayoría de sus colegas de la clase media no pudieron digerir nunca que el movimiento obrero organizado hubiera decidido en Barcelona la batalla contra el fascismo. Este complejo de frustración y la duplicidad de poderes a que fueron castigados en los primeros meses de la contienda, alimentaron en ellos el poso torvo del desquite a todo evento, incluso el de situar los intereses de la guerra por debajo de sus mezquinas ambiciones. Recuperar el poder, todo el poder, para sí y sus compinches, fue una obsesión enfermiza. Su bélica demagogia, «todas las armas al frente», «primero ganar la guerra», se traducía fácilmente por el regreso a las plácidas digestiones que había turbado la revolución.
Por desgracia, no faltaban pretextos para enviar todas las armas al frente, excepto las suyas, las de los cuerpos pretorianos constituidos a toda prisa, por ejemplo, para tomar laIMPORTANTE Central Telefónica. Para desgracia, también, los comités superiores de la CNT-FAl, ingenuamente o no, mordieron en todos los cebos y, de concesión en concesión, llegaron al extremo de desfigurar un movimiento, el único en Europa y América que mantenía una personalidad histórica.
¿Cabía otra alternativa que la asumida oficialmente por la CNT-FAI? Es difícil contestar esta pregunta; y cómodo; además, dada la perspectiva de tantos años. Sin embargo, podemos argü̈ir que, evidentemente, no valía la pena sacrificar tanto, enfrentarse con los propios compañeros, para tener que vivir de prestado y ser a la postre defenestrados. Existe la forma de asumir una dificultad entregándose sin resistencia; y hay la de resistencia en aquello que nunca hay que hacer. El dilema de lo que se puede hacer y lo que nunca hay que hacer se le plantearía a Juan Peiró al ser extraditado a la cárcel de Valencia. Podía salvar su vida aceptando la sugerencia de dar su espaldarazo a los sindicatos fascistas. Sin embargo, contrariamente a la opción que le llevó a ser ministro, optó por lo que no podía hacer.
El alegado circunstancialismo de la CNT-FAl no era fatalista. Fatales son las leyes naturales, pero todavía discuten los sabios sobre el voluntarismo o no de la persona humana. Lo incuestionable es que el revolucionario no puede ser fatalista. El fatalista deja salir a las tropas fascistas de sus cuarteles, convencido que nada puede hacer contra ellas. Todo lo contrario del caso de la CNT-FAI, el 19 de julio. ¿Por qué luego el fatalismo de las circunstancias? Por otra parte, nunca dieron la impresión algunos teólogos del circunstancialismo de estar asumiendo sus cargos oficiales circunstancialmente.
El movimiento libertario se había caracterizado por un comportamiento propio a lo largo de sus 66 años de existencia. Abandonarlo bruscamente por otro comportamiento, no sólo distinto sino diametralmente opuesto, tenía que producir un trauma tremendo no sólo en sus filas sino en sus figuras sobresalientes. Se entabló una carrera de obstáculos de adaptación abandonista de lo propio por lo ajeno, sin otro resultado que dejar de ser lo que firme y sólidamente se había sido para convertirse en algo infuso y vacilante, además de personal y colectivamente vulnerable. De ahí que a todo lo largo y ancho del conflicto fuéramos a remolque, no de circunstancias imponderables, sino de maniobras concretas de pícaros encallecidos. Sólo a nivel de los centros de producción y de los sindicatos, marcamos pautas originales para la historia revolucionaria futura. De esta línea no debió jamás apartarse el movimiento libertario, durante y después de la guerra. Era nuestro legado a las futuras generaciones. La vuelta a la oposición prometida después de la crisis política de mayo del 37 no tuvo mañana. Fue una torpe maniobra demagógica, y hasta el desastre militar de Cataluña, el Comité Nacional de la CNT, depositario por voluntad de un Pleno nacional de todo el movimiento, del liderazgo absoluto, se limitó al vergonzoso papel de pedigüeño de una migaja de ministerio. Y la Anarquía llorando en un rincón.

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