Ahora que la oferta teatral es
abundante y ecléctica, cuando la cultura se ahoga en el untuoso
territorio de la subvención a diestra y siniestra; en este tiempo en
el que ni Brecht encuentra el resquicio por donde agitar la
conciencia social, ¿a quién se le ocurriría la feliz idea de
hacerle un hueco, ya sea estatal, alternativo o comercial a Arthur
Adamov?
En noviembre de 2004, tras una ejemplar
exposición escénica de Fin de partida de Beckett (reseña en cnt no
306), dije al factótum de La Puerta Estrecha que algún día me
agradaría asistir a la
representación de alguna obra de
Adamov (1908-1970), francés de origen armenio, a lo que el hombre de
teatro respondió: “Uy, ese sí que es un desconocido” Y lo
seguirá siendo durante mucho tiempo. Es difícil explicar cómo es
posible semejante dislate, sobre todo si consideramos la información
que sigue: en Francia, en los años que siguieron a la II Guerra
Mundial, las obras de Adamov alcanzaron una presencia escénica que
arraigó en el acervo del pueblo. Su teatro fue definido por la
crítica como ejemplo de compromiso, en la línea practicada por el
Berliner Ensemble y más adelante por el Teatro
Negro de Praga, cerca siempre de la problemática más candente,
personal o colectiva. No hay compartimentos estancos en la
dramaturgia de Arthur, la vida individual fluye en el magma social y
se pringa sin remedio, el ser humano es impelido a participar y a
sufrir las consecuencias de malvivir en un medio ambiente viciado por
el aislamiento individualista y la indiferencia colectivizada.
Adamov es nítido al incidir en la
desolación sin paliativos de la condición humana; de sus personajes
se deduce que nadie espera nada de nadie, presupuesto que implica
algo más que un cinismo irreductible, pues hablamos de
nuevo de lo absurdo de la existencia. El autor ejemplifica el
sinsentido y el fracaso con un humor decididamente surrealista,
movimiento con el que tuvo afinidad antes de volar en solitario.
En La invasión el lector se enfrenta a
un argumento extraño: un manuscrito de un célebre autor domina el
escenario azarosamente distribuido por los muebles que pueblan el
decorado, una mesa, unas sillas, una cama, una estantería e incluso
el suelo. Tenemos un grupúsculo que somete el original póstumo a
una escrutación agotadora de las palabras que, por tachadas o de
lectura difusa o equívoca deben ser rastreadas y, en la medida de lo
posible, recuperadas e insertadas en un contex-to aún por definir;
un contexto social que trasciende las preocupaciones del reducido
círculo al que el escritor ha dejado huérfano de su presencia
física, aunque no intelectual. Tan absortos están en sus
cavilaciones, que la mujer llegada de fuera no puede hacer otra cosa
que apostillar lapidariamente: “la muerte plantea crueles
problemas” La muerte no sólo del ideólogo, también de los
ideales que defendía, a punto de ser liquidados si el responsable de
restituir las palabras inciertas no logra religarse a la idea que el
comité amenaza. Algo confuso todo esto, pero Adamov es así:
tangencial en su exposición, como la vida misma.
Afirmaba Arthur que en las dos primeras
décadas del XIX se producirían en los Banlieus aledaños a París
algunos incidentes no desdeñables: quema masiva de vehículos,
comercios asaltados... Que estas manifestaciones se combinarían con
medidas del gobierno tendentes a restringir el flujo de emigrantes y el endurecimiento de los
permisos de residencia. Adamov explica la actuación del gobierno a
su manera: vamos a proteger a unos cuantos individuos con capacidad
de iniciativa pues el país los necesita si no queremos herir
nuestros intereses vitalmente, así pues el gobierno aprobará
medidas y leyes lesivas para el pueblo con el objetivo de preservar
los privilegios desorbitados de la superestructura del poder
financiero. Por supuesto, la complicidad entre autóctonos y
emigrantes será castigada con la restricción de
los derechos civiles de los primeros.
Así expresa Adamov el anonadamiento
que le embargaba en aquellos años de guerra fría. Su punto de vista
sigue vigente hoy, en estos años de guerras calientes y desastres
nucleares.
Por último, El profesor Taranne es una
curiosa indagación acerca de la honorabilidad burguesa y el
prestigio académico. Taranne, modélico profesor, es acusado por
unos niños de desnudarse a la orilla del río en que ellos juegan.
Más adelante alguien deja notitas obscenas en las casetas de baño
de una playa, por último le entregan un mapa con un itinerario de
fuga a partir de un hipotético pasaje de barco que él niega haber
comprado con la intención de eludir las acusaciones que le agobian.
La obra termina con Taranne que despliega el mapa sobre un atril. “Es
una gran superficie gris, uniforme, vacía del todo. El profesor, de
espaldas al público, lo contempla durante un momento y luego,
lentamente, empieza a desnudarse. Telón”.
Más información en
http:es.wikipedia.org/wiki/Arthur_Adamov.
Extraído del periódico CNT
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