En los últimos tiempos se redoblan los ataques contra el ecologismo, al que se llega a culpabilizar de los propios desastres ecológicos actuales. Algunos de estos ataques son bastante burdos, otros son más sofisticados, pero todos ellos juegan su papel en la ofensiva neoliberal que se está dando en el río revuelto de la actual multi-crisis.
El debate público, si se puede llamar así, ha llegado a puntos
esquizofrénicos cuando se ha sugerido recientemente que los ecologistas y
sus propuestas están detrás de la oleada de incendios de este verano.
Pero esta afirmación es un punto álgido (quizá no el más alto,
virgencita, que me quede como estoy) en una dinámica de comunicación
sostenida desde hace tiempo, con intensidad creciente, en la que se
sitúa al ecologismo como enemigo de la sociedad y, especialmente, de la
prosperidad. Lo podemos ver como una locura sobrevenida, o como
discursos irracionales utilizados como bomba de humo. También buscan
situar al ecologismo fuera (y opuesto) a la gente de bien, los pequeños
empresarios, los ahorradores, las clases medias…
Voy a tratar
de utilizar las ideas de Jason W. Moore para intentar darle más
profundidad a esto que está pasando. Sin querer suscribir todas las
tesis de su libro El capitalismo en la trama de la vida, cuyas luces y sombras ya han sido comentadas por otras personas, tomaré prestadas algunas de sus ideas para plantear las mías.
Hipótesis para entender los ataques
Según las propuestas contenidas en el libro de Moore el capitalismo,
entendido como una forma determinada de organizar la “naturaleza en la
sociedad” y la “sociedad en la naturaleza”, despliega dos mecanismos
básicos para la acumulación de capital (que es realmente su esencia).
Uno es la capitalización de los procesos y la riqueza, optimizando (la
explotación de) el valor de mercado que puede producir cada hora de
trabajo humano de producción de mercancías, a través de cambios
políticos y culturales y técnicas de organización de la producción
vinculadas a desarrollos científicos y tecnológicos. El otro es la
apropiación de riqueza (trabajo/energía) no pagados, ya sea en trabajo
esclavo o semiesclavo, trabajos no remunerados que reproducen la fuerza
de trabajo, o bienes y procesos generados por los ecosistemas y que no
tienen valor de mercado o que están infravalorados. Para Moore, “todo
acto de explotación (de fuerza de trabajo mercantilizada) depende de un
acto todavía mayor de apropiación (de trabajo/energía no remunerado). Se
explota a los trabajadores asalariados; todo lo demás es objeto de
apropiación”. En sus palabras el capitalismo, como forma de organizar
las naturalezas humanas y no humanas, sobrevive y crece porque no paga
la mayor parte de las facturas.
Siguiendo este esquema (aunque
de forma simplificada), las diferentes crisis de acumulación del
capitalismo se han superado a través de dos mecanismos básicos, que
normalmente se combinan. El primero es reorganizar los procesos
productivos para optimizar la productividad del trabajo remunerado,
combinando poder político, ciencia y tecnología (por ejemplo, la
organización fordista de la cadena de montaje, o la ultilización de
maquinaria y fertilizantes de síntesis en agricultura). La segunda es
expandiendo las fronteras de apropiación de trabajo/energía,
introduciendo nuevas fuentes de recursos (por ejemplo, la minería de
Potosí, la exportación de esclavos africanos a las colonias americanas, o
la deforestación del Amazonas para abastecer de grano nuestras
macrogranjas) cuyo coste de producción/reproducción no se asume.
Como sabemos, el capitalismo necesita del crecimiento permanente del
valor presente en el mercado y de la tasa de ganancias de quienes
invierten el capital. Las crisis de acumulación capitalistas se
relacionan con momentos históricos en los que capitalización y/o
apropiación se dificultan. En esos momentos en los que no es posible
ampliar las fronteras (no solo físicas) del capitalismo, el crecimiento
de la tasa de ganancia se trata de mantener ampliando la parte de
trabajo/energía que no se paga a través del trabajo asalariado ya
incorporado en el mercado, y transfiriendo riqueza desde las clases
trabajadoras hacia el capital, ¿te suena?. Un buen ejemplo es la
ofensiva neoliberal de recortes sociales y laborales que sufrimos desde
la crisis del petroleo de los años ‘70, en sucesivas fases. La
justificación de esta ofensiva la sintetizó de forma magistral Margaret
Thatcher en la frase: “There Is No Alternative -TINA-”.
Apropiados por el capitalismo
Cuando, a través de la lucha social y laboral, mejoran las condiciones
laborales y los derechos sociales; o cuando a través de la lucha
ecologista se fuerza a los propietarios del capital para que mitiguen
los impactos de las actividades extractivas o asuman sus costes de
restauración, la tasa de ganancia se reduce. Cuando las tareas de
reproducción de la fuerza de trabajo, en su mayor parte realizadas por
mujeres, se empiezan a remunerar, la fuerza de trabajo encarece su
coste. Cuando las técnicas de extracción de recursos ven reducida su
productividad, ya sea porque los recursos están menos disponibles (se
agota el petroleo de calidad y accesible) o porque se elevan los precios
de algunos factores de producción (se reduce la brecha salarial entre
hombres y mujeres), la tasa de ganancia también se reduce.
En estos casos en los que no es posible ampliar la frontera de
capitalización de energía/trabajo se lanzan las ofensivas de ajuste de
la economía (por ejemplo, se degradan las condiciones laborales y la
protección social, o se reduce la regulación ambiental), ampliando la
frontera hacia dentro. Moore cita aquí la propuesta de la ecofeminista
María Mies, que resume las naturalezas humanas y no humanas de las que
se apropia trabajo/energía por parte del capital (sin asumir los costes)
en “las mujeres, la naturaleza y las colonias”. Parece que el momento
actual es otro buen ejemplo de crisis de acumulación, en el que la
capacidad del capital para apropiarse de recursos y alimentar así los
procesos de capitalización se ve cada vez más limitada -por ejemplo, por
el peor acceso a recursos minerales, el cambio climático o pandemias
globales. Esto genera tensiones, hasta el punto de volver a desatar
guerras en Europa, entre otros síntomas. Y con estos mimbres el capital
está trenzando su cesto para exprimir un poco más a “las mujeres, la
naturaleza y las colonias”.
“Enemigos de la prosperidad”
Podemos establecer una relación directa entre los tres elementos
sintetizados por María Mies y los sujetos sociales que hoy en día son
señalados en el debate social y político como enemigos de la
prosperidad: el movimiento feminista, la población migrante y el
movimiento antirracista, y el movimiento ecologista. Desde esta
perspectiva podemos entender las salidas de tono que atacan al
feminismo, las que responsabilizan al ecologismo de los incendios, o las
que señalan que los migrantes nos roban el trabajo y parasitan nuestra
protección social. Establecen una frontera clara entre el “nosotros” de
esas clases trabajadoras y de pequeños propietarios —que tienen miedo de
las crisis solapadas— y los sectores partidarios de la transición
ecosocial. Esta frontera móvil facilita sobreexplotar al trabajo
irregular, justificar violencias varias, o desatar campañas de
insumisión a ciertas leyes ambientales, aunque sea (de momento) de
boquilla. Estos mensajes están justificando, en definitiva, una nueva
ofensiva neoliberal en la que se mueve hacia dentro la frontera de
apropiación, desmantelando las protecciones sociales y medioambientales
que podrían prevenir nuevas y más fuertes crisis.
Atacar a estos sujetos sociales debilita sus posiciones y argumentos
en el debate público, y justifica los ajustes necesarios para restaurar
y ampliar las tasas de ganancia. No hay más que ver como algunos
sectores del gran capital están multiplicando sus beneficios en este
escenario de crisis múltiple, y a su vez están presionando para socavar
la normativa social y ambiental. Están asustados, y por ello suben la
apuesta. Todo ello justificado por la covid o la guerra de Ucrania, al
estilo de la más refinada doctrina del shock. Lo podemos ver a
nivel estatal, a nivel europeo, y también en otros territorios. Desde
esta perspectiva, “ocurrencias” como la que vincula ecologistas e
incendios cobran otro sentido.
El ecologismo como enemigo
Por lo que me toca, y sin querer restar importancia a los otros dos
sujetos sociales señalados, me centraré aquí en el ecologismo. En las
últimas décadas, si bien los avances en normativa ambiental son
claramente insuficientes a la vista de las múltiples crisis ecológicas
que hoy sufrimos, se ha avanzado mucho y se ha ganado una importante
legitimidad social en cuestiones como el cambio climático, la pérdida de
biodiversidad o la contaminación de las masas de agua. El ecologismo
está dificultando el incremento de la tasa de ganancia capitalista al
impulsar normativa que eleva los costes de producción de al menos tres
de lo que Moore denomina “los cuatro baratos” necesarios para que
funcione la acumulación de riqueza en pocas manos: recursos minerales,
energía y alimentos. El capitalismo los necesita baratos para sostener
su modelo de organizar la naturaleza. El ecologismo social ha sido
capaz, a su vez, de incorporar en su discurso y práctica las condiciones
de reproducción del otro “barato”: la fuerza de trabajo.
Señalar al ecologismo como antisocial, como enemigo del bienestar y
la prosperidad, es un elemento clave para justificar un reimpulso de la
energía nuclear o de la minería más agresiva, o las macrogranjas y los
cultivos de grano que éstas necesitan. Resulta necesario para desvirtuar
los (más que tímidos) objetivos que presenta el pacto verde europeo, o
para poder colar en el debate público que la prioridad de la
digitalización en los Planes de Reconstrucción post-COVID (y los fondos
europeos que los financian) es un proxy de mayor sostenibilidad
ecológica, a la vez que asegurará restaurar el crecimiento del PIB.
Atacar al ecologismo es neutralizar sus críticas y justificar esta nueva
ofensiva neoliberal.
Ecologismo y sector agrario
La
necesidad de alimentación barata para la acumulación capitalista nos
sirve para profundizar en el dibujo de este escenario. Desde hace ya
tiempo determinados sectores sociales han estado construyendo una
oposición clara y profunda entre ecologismo y sector agrario, y desde el
propio ecologismo debemos asumir parte de la responsabilidad. Tras
siglos de descampesinización (para proveer de fuerza de trabajo barata a
la industria) y décadas de desagrarización (para proveer de comida
barata a las ciudades reduciendo los costes laborales), el sector
agrario está en una profunda crisis de caída sostenida de renta, al
reducirse los precios en origen y elevarse los costes. En la actual
crisis los precios finales de los alimentos se están multiplicando, a la
vez que se reducen los precios percibidos en origen.
A pesar de esta evidencia, la frustración y la amargura del sector
agrario, que se sabe sector estratégico y a la vez se siente utilizado,
vapuleado y denostado, se está canalizando desde una voz hegemónica que
ataca al ecologismo, y reivindica su derecho a producir con modelos
nocivos para las personas y el medio ambiente. Aunque estos modelos
intensivos supongan la ruina de la agricultura familiar. Y esto está ocurriendo en muchos otros países.
El sector de la agricultura familiar está haciendo suyos los discursos e
intereses de aquellos que se apropian de la riqueza social generada con
su trabajo: las empresas de insumos y tecnología, los grandes
propietarios de la tierra, la gran agroindustria o las grandes cadenas
de distribución.
Otro campo de este proceso son los ataques a las agriculturas
sostenibles, que toman al menos dos formas: el ataque directo y la
cooptación. En el primer caso, se hace responsable del hambre en el mundo a las políticas de fomento de la agroecología y la agricultura ecológica. En el segundo se presenta la agroecología como un conjunto de técnicas agrarias completamente compatibles
con las semillas transgénicas, los agrotóxicos o los modelos de manejo
altamente mecanizados y dependientes de tecnología digital y
combustibles fósiles. En ambos casos se ataca a la agricultura
ecológica, que está reconocida legalmente (si bien el reglamento
europeo, por ejemplo, es claramente insuficiente y cada vez más
favorable a modelos industriales), para derivar políticas y fondos de
fomento de agricultura sostenible a modelos agrarios más intensivos,
tecnificados, dependientes, y que en definitiva elevan la tasa de
ganancia de los dueños del capital.
Todo ello se justifica a
través de preguntas tramposas. La cuestión no es si la agroecología es
capaz de alimentar al mundo, sino cómo alimentar al mundo sin destruir
empleo rural, generar cambio climático, perder biodiversidad, o agotar
las aguas dulces y recursos minerales.
Más allá de la guerra entre pobres
Creo que los ataques que reciben el ecologismo, el movimiento feminista
y las comunidades migrantes y el movimiento antirracista muestran una
agenda de trabajo clara para la transición ecosocial, en el aquí y el
ahora. Es necesario fortalecer las alianzas entre estos movimientos
sociales, y construir discursos y propuestas integradas que permitan
frenar la actual ofensiva neoliberal amparada en la multi-crisis. Pero
también es necesario desplegar discursos y prácticas capaces de conectar
con las necesidades de quienes más están sufriendo la crisis, para
intentar convertir el miedo en potencia social y propuestas políticas. Y
para generar consensos que contengan los pasos atrás en las políticas
ambientales y sociales, que como sabemos harán aún más duros y
desiguales los impactos de la multi-crisis.
Concretando en el
sector agrario, que gestiona el 80% del territorio y consume al menos el
70% del agua dulce estatales, creo que hay que buscar cómo revertir el
enfrentamiento y establecer alianzas. Se ha perdido una importante
ventana de oportunidad dejando pasar la publicación, el pasado mayo, del
Censo Agrario 2020.
Este estudio del INE, actualizado cada diez años, muestra la
desaparición de un 7,6% de las explotaciones, un fuerte incremento de su
superficie media, disminución de un 7,7% del empleo, y un importante
viraje hacia modelos empresariales, desligados del territorio rural.
Estos datos muestran un importante menoscabo de la agricultura familiar
(que aun es ampliamente mayoritaria en el sector), a la vez que se
impone un modelo más intensivo en capital y más destructivo. El modelo
agrario que crece, y que se apoya mediante la proporción principal de
fondos públicos, restituye las tasas de ganancia de los grandes
operadores agroalimentarios. Pero destruye empleo y economías rurales,
degrada los ecosistemas, genera cambio climático, promueve un modelo de
dieta insaludable e insostenible, y genera alimentos de baja calidad y
reducido valor añadido. Creo que esto puede ser base para una agenda
común con la agricultura familiar aunque, por supuesto, no sea fácil
acercar posiciones.
La reflexión sobre los ajustes que trae la actual multi-crisis me
lleva también a reflexiones de otra índole. De lo que se trata en esta
ofensiva (también en las anteriores) es del control de los medios de
vida y de los medios de producción. Revertir las dinámicas de
concentración de la tierra, el agua o la energía, y mantener el acceso
público (y, en su caso, comunal) a los medios de vida y de producción,
es uno de los grandes campos de juego. Desarrollar formas alternativas
—no mercantilizadas— de gestionar los medios de vida y producción será
también una tarea clave. Hoy no sabemos como se hace, y habrá que
aprender a hacerlo. Pero además cada vez hay más gente expulsada fuera
de los mercados y que necesita alternativas, y probablemente la
construcción de satisfactores a estas necesidades -muchas de ellas
materiales- sea la mejor forma de construir procesos sociales fuertes y
amplios.
En cualquier caso, lo que no podemos permitirnos es
pensar que estos ataques son solo salidas de tono orientadas a minorías
sociales. Son mensajes que encajan perfectamente y sustentan en la
esfera comunicativa una nueva ofensiva neoliberal, de gran calado.
Facilitan que las crisis deriven en un nuevo ciclo de acumulación a
partir de la reapropiación de trabajo y recursos cuya factura no se
quiere pagar. En esta ofensiva hay amplios sectores sociales que saldrán
muy perjudicados y que, aunque hoy aparezcan como representados
enfrente de los planteamientos ecologistas y de la justicia social,
distan mucho de ser homogéneos. Muchas de las necesidades y motivaciones
particulares de las personas y entidades representadas en estos
sectores pueden ser recogidas por el ecologismo social. La tarea de
conectar el ecologismo con los malestares y las necesidades de estos
amplios grupos de población es sin duda monumental, pero profundamente
necesaria.
Daniel López García
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