Mucho me hubiera gustado que estas líneas viesen la luz en alguno de esos periódicos que, en Madrid o en Barcelona, tiempo atrás me hacían algún hueco. No es así —entiendo yo— porque nuestro panorama mediático se ha ido cerrando de tal manera que impide considerar determinadas materias y defender determinadas posiciones. De resultas, y en relación con lo que ocurre en Ucrania en estas horas, televisiones, radios y periódicos, con la inestimable colaboración de esa plaga contemporánea que son nuestros tertulianos, prefieren reproducir una vez más ese cuento de hadas que nos habla del coraje de unas potencias, las occidentales, que habrían acudido en socorro de un pequeño país para hacer frente a la barbarie moscovita.
Aunque quienes me conocen
ya lo saben, dejaré claro desde el principio que no creo en las
soluciones militares y que mucho me gustaría que en la Europa central y
oriental, y en todo el planeta, cobrase cuerpo un rápido y profundo
proceso de desmilitarización del que obtendrían franco beneficio los
pueblos y que dejaría mal parados, en cambio, a los constructores de
imperios. Y dejaré claro también que no siento simpatía alguna por la
realidad que Vladímir Putin ha acabado por perfilar —o le han obligado a
perfilar tirios y troyanos— en Rusia. Hablo de un triste amasijo en el
que se dan cita un manifiesto autoritarismo, un nacionalismo que a
menudo tiene ribetes étnicos, la miseria mercantil de los oligarcas, un
escenario social lastrado por aberrantes desigualdades, un genocidio en
toda regla en Chechenia y, por doquier, la represión de todas las
disidencias.
Creo, sin embargo, que haríamos mal en olvidar, como lo hacen una y otra
vez nuestros medios de incomunicación, que Putin es en buena medida el
resultado de políticas occidentales caracterizadas por la prepotencia y
la agresividad. Aunque, ciertamente, a la hora de dar cuenta de la
condición del presidente ruso pesan también factores internos propios de
su país e inercias históricas de largo aliento, a duras penas
entenderíamos que buena parte de la conducta de la Rusia putiniana es un
intento de respuesta a la ignominia occidental. Al respecto, y en esos
medios de los que hablo, creo que ha operado un mecanismo de traslación
de conceptos que es, como poco, delicado. Parecen deducir que, habiendo
como hay muchos elementos de la vida política, económica y social rusa
—acabo de mencionarlos— que merecen contestación franca, lo suyo es
concluir que todo lo que Rusia hace en el tablero internacional es
igualmente despreciable. Semejante manera de ver las cosas tiene una
consecuencia extremadamente delicada: anula cualquier consideración
crítica de lo que han hecho, y hacen, las potencias occidentales, con
Estados Unidos y esa filantrópica organización que es la OTAN en cabeza.
Muchos de nuestros medios parecen meros repetidores de las consignas
que llegan del Departamento de Estado norteamericano.
Intento
fundamentar lo anterior de la mano de media docena de observaciones. La
primera invita a recordar que a finales de la década de 1980 y
principios de la de 1990 las potencias occidentales transmitieron en
repetidas oportunidades a sus interlocutores soviético-rusos —Gorbachov
primero, Yeltsin después— compromisos firmes en el sentido de que nada
harían para arrinconar a una Rusia a la que parecían dispuestas a
ofrecer garantías serias en materia de seguridad. Lo menos que puede
decirse es que en los últimos treinta años, y en los hechos desde el
inicio de esa larga etapa, esas promesas quedaron, una y otra vez, en
agua de borrajas.
Y es que, y en segundo lugar, con la OTAN como ariete mayor, Estados
Unidos ha alentado la incorporación a su alianza militar de un puñado de
países otrora integrados en la URSS —las tres repúblicas bálticas— o
aliados, bien es cierto que forzados, de esta última —Polonia, la
República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria—. Merced a ese
proceso se hizo valer un genuino cerco sobre Rusia que en una de sus
claves fundamentales obedecía al propósito de limitar en lo posible la
reaparición, con consistencia, de una potencia importante en el oriente
europeo. Importa, y mucho, subrayar, por lo demás, lo que dejan bien
claro los mapas: el escenario de conflicto de estas horas lo aporta la
periferia de la Federación Rusa, y no algún territorio que, próximo a
Estados Unidos, pondría en peligro la seguridad de Washington y San
Francisco. ¿Cómo reaccionaría EEUU en caso de que una alianza militar
hostil se hubiese hecho presente en Canadá y en México? Si alguien
quiere agregar que la Rusia de Putin se ha servido de lo anterior para
sacar ventaja en lo que hace a la represión interna de las disidencias
—antes la he mencionado—, no tendré ningún motivo para quitarle, eso sí,
la razón.
Por si poco fuera lo anterior, y en un tercer escalón,
Rusia lo ha probado todo con Occidente. Y entre lo que ha probado,
aunque a menudo lo olviden nuestros todólogos, ha estado la colaboración
franca y leal con quienes hoy son sus enemigos aparentemente frontales.
Esa colaboración despuntó en el primer lustro de la presidencia de
Yeltsin, dispuesto como estaba este a reírle las gracias a los caprichos
e imposiciones de Washington y de Bruselas. Pero se hizo valer también,
y esto es con mucho más importante, en los inicios de la presidencia
del propio Putin. Qué rápido ha quedado en el olvido que este último
ofreció un cálido, e impresentable, respaldo en 2001 a la intervención
militar norteamericana en Afganistán y que guardó un silencio
connivente, de nuevo lamentable, ante la que dos años después adquirió
carta de naturaleza en Iraq. A Putin le preocupaba entonces mucho más la
cuenta de resultados de los gigantes rusos del petróleo.
¿Cuál fue la respuesta estadounidense ante la complacencia con que Rusia
obsequió al espasmo imperial de Washington en los orientes próximo y
medio? Consistió en esencia en mantener los programas vinculados con el
escudo antimisiles —encaminado con descaro a reducir la capacidad
disuasoria de los arsenales nucleares ruso y chino—, en propiciar una
nueva ampliación de la OTAN —con beneficiarios en las ya mentadas
repúblicas del Báltico—, en darle largas al desmantelamiento de las
bases militares que, con aquiescencia rusa, EEUU había desplegado en
2001 en el Cáucaso y en el Asia central, en estimular las
llamadas revoluciones de colores que auparon a gobiernos hostiles a
Moscú en Georgia, Ucrania y Kirguizistán, y, en suma, en negar a Rusia
cualquier trato comercial de privilegio. Aunque —y repito la cláusula—
nuestros medios no lo quieran ver, el Putin de estas horas vio la luz en
el escenario que acabo de mal retratar, al amparo de una lamentable
prepotencia de un lado, el occidental, incapaz de certificar que Rusia
merecía alguna recompensa por su general docilidad.
Doy un salto más,
el cuarto, para subrayar que, pese a las apariencias, el escenario
empeoró para Moscú en 2013-2014 al calor de las sucesivas crisis —el
Maidán, la defenestración de Yanukóvich, Crimea, el Donbás— ucranianas.
Aunque, ciertamente, Rusia incorporó Crimea a su federación y pasó a
controlar una parte pequeña de la Ucrania oriental, en los hechos —y
esto es sorprendente, una vez más, que se olvide— perdió las riendas del
grueso del territorio ucraniano, que basculó claramente hacia
Occidente. Hay una vieja y controvertida tesis que, en la geopolítica
norteamericana como en la rusa, sugiere que Moscú liderará una imperio
si domina Ucrania, pero dejará inmediatamente de encabezarlo si se
desvanece ese dominio. Sospecho que en la percepción de los gobernantes
rusos esto ha sido al cabo más relevante que las eventuales ganancias
territoriales obtenidas en Crimea y en el Donbás.
Para que nada
falte, y en quinto lugar, el aparato mediático occidental ha edulcorado
visiblemente la condición de la Ucrania contemporánea. Aunque entiendo
sin dobleces que esta última —sus habitantes— es por muchos conceptos
una víctima de las miserias y de las arrogancias imperiales de unos y de
otros, no está de más que recuerde que la Ucrania de estas horas es un
recinto que, indeleblemente marcado —el panorama, ciertamente, no es muy
diferente en Rusia— por la corrupción y el autoritarismo, ha disfrutado
de lo que en su momento se describió como el parlamento más monetizado
del mundo —las condiciones de oligarca y diputado parecían ir de la
mano—, sin que falte un elemento inquietante más: en muchos de los
estamentos de la vida ucraniana se ha revelado la influencia
poderosísima de la derecha más ultramontana. Más allá de lo anterior,
desde la independencia de 1991 Ucrania ha seguido siendo un Estado
unitario que reconocía una única lengua oficial, el ucraniano, aun a
sabiendas de que una parte significada de la población tenía el ruso
como lengua materna. No quiero dejar en el tintero el recordatorio de
que en 2014 y 2015 los acuerdos de Minsk, que debían abrir el camino de
una paz duradera en el Donbás, reclamaban de las autoridades ucranianas
una federalización del país que en momento alguno ha salido adelante.
Tengo que incluir en este listado de desafueros, en un sexto escalón,
algo que no debe escapársenos. Aunque no estoy en condiciones de
iluminar lo que ocurrirá en los meses venideros, lo suyo es que recuerde
que en 2006 y 2009 se produjeron dos crisis que, provocadas por
desavenencias comerciales entre Rusia y Ucrania, se saldaron durante
unas pocas horas con la interrupción de los suministros de gas natural
ruso a la Europa comunitaria. Llamativo resultó, sin embargo, que con
ocasión de la guerra iniciada en el Donbás en 2014, y saldada, según una
estimación que corre por ahí, con 14.000 muertos, nunca se
interrumpieran esos suministros. Poderoso caballero es don dinero,
escribió Quevedo. La agresividad verbal, y material, de dos rivales
presuntamente irreconciliables desapareció como por ensalmo cuando de
por medio estaba el negocio, en el buen entendido de que, si es verdad
que la Unión Europea, y en singular alguno de sus miembros, arrastra una
delicada dependencia energética con respecto a Rusia, no lo es menos
que esta última necesita como agua de mayo —no tiene hoy por hoy
compradores alternativos— las divisas fuertes que allegan sus
exportaciones de energía. Me da —igual me equivoco— que las sanciones
que las potencias occidentales preparan no van a tocar el negocio del
gas. Y aviso de que las noticias relativas al gasoducto North Stream II,
que aún no ha entrado en funcionamiento, no afectan mayormente a la
tesis que, con cautela, enuncio ahora.
Acometo de regalo un último salto, el séptimo, y lo hago con la voluntad
de subrayar que, fanfarria retórica aparte, lo que los países
occidentales —sus empresarios— buscan en la Europa oriental no es otra
cosa que una mano de obra barata que explotar, materias primas
razonablemente golosas y mercados moderadamente prometedores. En ese
designio, por cierto, a menudo se han dado la mano con los oligarcas
rusos y ucranianos, procedentes estos últimos en su mayoría —no es un
dato que convenga sortear— del oriente del país. En la trastienda, y
obligado estoy a anotarlo, Estados Unidos se mueve como pez en el agua:
muy alejado del escenario de conflicto, la crisis de estas horas le
viene como anillo al dedo para agudizar —no perdamos de vista esto
último— los problemas de una Rusia que arrastra desde tiempo atrás una
economía exangüe y para dividir una vez más a la UE, en un escenario en
el que los imaginables desencuentros de esta con Moscú en lo que hace al
gas natural y al petróleo afectan de forma menor a Washington. Claro es
que en todo ello a la UE le toca pagar los desastres que nacen de su
opción principal, que no ha sido otra que la de andar a rebufo de las
imposiciones norteamericanas.
Termino: no me gustaría que el improbable lector, o lectora, de estas
líneas concluya que me he subido al carro de quienes estiman que en la
Ucrania de estas horas se manifiesta una aguda confrontación con bases
ideológicas asentadas. Si fascistas los hay, sin duda, en muchos de los
estamentos del poder ucraniano, también se hacen valer en la Rusia
putiniana. Si, por decirlo de otra manera, a Putin no le falta razón
cuando repudia el olvido, en el mejor de los casos, con que una parte de
la sociedad ucraniana parece obsequiar a lo ocurrido entre 1941 y 1945,
quien piense que de su lado, o del de sus aliados en Donetsk y en
Lugansk, hay un proyecto antifascista haría bien en visitar al médico.
Lo que ha ganado terreno en la Rusia putiniana es un revoltijo
lamentable —ya lo he medio señalado— de rancio nacionalismo de Estado,
valores tradicionales, ortodoxias religiosas, oligarcas inmorales,
lacerantes desigualdades, militarización, represión y... sana economía
de mercado. No sé qué es lo que todo lo anterior tendrá que ver con el
antifascismo. Más bien me da que por detrás de todas estas miserias
están los arrebatos imperiales de siempre, en Washington, en Bruselas y
en Moscú. En esas guerras sucias, como en algunas de las limpias,
pierden siempre los pueblos.
Artículo publicado originalmente en la web Nuevo Desorden, de Carlos Taibo.