El Gabinete de Seguridad de Israel ha aprobado la creación de
una «Oficina de Emigración Voluntaria para los residentes de Gaza
interesados en trasladarse a terceros países», tal y como anunció el
ministro de Defensa, Israel Katz. Esta decisión supone un nuevo paso en
el genocidio palestino. Al igual que la Alemania Nazi abrió en 1940 la Zentralstelle für jüdische Auswanderung, la Oficina Central para la Emigración Judía, el Estado sionista está intentando presentar el genocidio y la limpieza étnica como una migración voluntaria, “permitiendo al pueblo de Gaza elegir libremente ir a donde quiera”.
La oficina, abierta por el Ministerio de Defensa, cuenta con la colaboración del COGAT,
la autoridad militar y civil que se encarga de la ocupación de la
Franja de Gaza y Cisjordania, para planificar el traslado forzoso y la
deportación masiva de palestinos del enclave.
El objetivo de Israel: la limpieza étnica de Gaza
El propio primer ministro, Benjamín Netanyahu, ha comentado públicamente que este es el objetivo final de la guerra, haya o no un acuerdo de alto al fuego. De hecho, la tregua debe servir para implementar la limpieza étnica
de Gaza. Para Israel, la negociación no se ha roto, sólo se ha
trasladado al terreno militar para presionar a Hamás a que acepte este resultado.
En su declaración a la prensa, Bibi comentó lo siguiente sobre la etapa final: “Hamás
depondrá las armas. Sus líderes podrán marcharse. Velaremos por la
seguridad general en la Franja de Gaza y permitiremos la realización del
Plan de Trump para la migración voluntaria. Este es el plan. No lo
ocultamos y estamos dispuestos a discutirlo en cualquier momento”.
El ministro de Exteriores israelí, Gideon Sa’ar, también ha sido
bastante claro en reconocer que la reanudación de la contienda es el
único medio para llevar a cabo la limpieza étnica de Gaza, subrayando
que, sin presión militar, la situación frente a Hamás habría “permanecido estancada”. “En
las últimas dos semanas y media, hemos llegado a un punto muerto: no
hay ataques aéreos ni regreso de rehenes, y esto es algo que Israel no
puede aceptar”. En otras palabras: únicamente con la negociación no podían alcanzar sus objetivos.
Otros ministros han sido algo más claros en sus palabras y reconocen que el plan no es “voluntario”. El ministro de Comunicaciones explicó que el objetivo de expulsar a los palestinos debe entenderse como un “plan de deportación”.
Con este mismo espíritu, el ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich,
ha defendido que el Plan de Trump podría completarse rápido: “Si sacamos a 5.000 personas de Gaza cada día, tardaremos un año en aplicar el plan de Trump«. El propio Smotrich ya avanzó el 15 de febrero que se han iniciado «los
preparativos con los estadounidenses para implementar la migración
voluntaria. Calculo que la migración comenzará en unas semanas”. Para la ministra de Protección Medioambiental, Idit Silman, del Likud, la “única solución para la Franja de Gaza es vaciarla de gazatíes”, calificando la medida de “realista”.
En una entrevista con la radio pública Reshet Bet afirmó que el gobierno de Benjamin Netanyahu está “comprometido con la idea de fomentar la emigración” y añadió que cree que “Dios
nos ha enviado a la administración estadounidense y nos está diciendo
claramente: es hora de heredar la tierra. Gush Katif [la mayor colonia judía en Gaza]
volverá, de eso no hay duda. Podría ser en casas unifamiliares o en
torres al estilo Trump, pero sin duda volveremos allí. No veo otra
solución al terrorismo. La respuesta al terrorismo es la soberanía”. Para los sionistas, soberanía significa anexión de nuevos territorios.
Israel asedia, de nuevo, Gaza
Según Katz, los palestinos deberían ser deportados a países que
critican las acciones de Israel, como España, Irlanda o Noruega. Sin
embargo, de acuerdo con información publicada por medios israelíes y la
agencia Associated Press, Estados Unidos e Israel habrían entablado
conversaciones con altos cargos gubernamentales de Sudán, Somalia y el
Estado no reconocido de Somalilandia para explorar la posibilidad de
deportar a palestinos a esos territorios.
Por el momento, Sudán ha negado la mayor, mientras Somalia ha dicho
que nunca aceptaría una propuesta así. Por su parte, en Somalilandia
reina en silencio; en este territorio la elección de Donald Trump es
vista como una oportunidad de adquirir reconocimiento internacional.
Marruecos, estrecho aliado de Israel, también podría jugar un papel
importante debido a su interés de que cerrar el expediente del Sáhara
Occidental con el apoyo de Washington.
En su particular “Plan Madagascar”, los líderes sionistas siguen el mismo principio y la misma lógica que Adolf Eichmann en el juicio de Jerusalén: “Era una emigración regulada y planificada, lamento que este principio no se mantuviera hasta el final de la guerra”.
Esto nos indica la dirección que está tomando el genocidio y una
escalada cada vez mayor de la violencia que responde a la incapacidad de derrotar militar y políticamente a
la resistencia palestina. De esta forma, en la medida en que desde sus
propios presupuestos son incapaces de resolver “la cuestión palestina”,
cada vez acudirán a “soluciones” más extremas.
Los últimos movimientos militares también apuntan en esta dirección. El 1 de marzo Israel impuso un asedio total a
Gaza, interrumpiendo toda la ayuda por primera vez desde el comienzo de
la guerra: el corte de electricidad obligó a cerrar una importante
planta desalinizadora en el centro del enclave, poniendo fin al acceso
al agua potable para gran parte de la población.
Los grupos de ayuda advierten de que las terribles condiciones creadas por el bloqueo del Estado hebreo amenazan con volver a provocar hambrunas masivas.
El ejército israelí también esta partiendo la Franja de Gaza en
distintas secciones, encerrando a la población palestina en cada vez
menos territorio. El 19 de marzo, retomó el control del corredor de
Netzarim y, doce días después, ordenó la expulsión de la ciudad de
Rafah, en el sur, obligando a huir a miles de personas.
En este territorio, que es un quinto de la Franja de Gaza, Israel ha
creado una “zona de contención”, donde no se permitirá el regreso de los
residentes y se demolerán todos los edificios. Aquí, el ejército
sionista ha anunciado la creación de un nuevo corredor militar, que
Benjamín Netanyahu ha bautizado como Corredor Morag, en honor al antiguo asentamiento israelí entre Rafah y Jan Yunis.
El 17 de enero de 2019, día en que se celebraba un mitin de Vox en
Zaragoza, se convocó una manifestación en rechazo a los discursos de
odio de la extrema derecha. Tras varias cargas policiales y la
disolución de la manifestación, horas después, seis jóvenes (cuatro
mayores de edad y dos menores) fueron detenidos aleatoriamente y en base
a prejuicios estéticos en diferentes puntos de los alrededores. Cuatro
mayores de edad y dos menores de edad.
La Audiencia Provincial de Zaragoza juzgó a estos 6 jóvenes,
acusados de desórdenes públicos y atentado a la autoridad y condenó a 4
años y 9 meses de cárcel a los cuatro mayores de edad y una multa de
11.000 euros y un año de libertad vigilada para los dos menores. Ello
pese a que en el juicio se evidenció que los acusados no aparecían en
las grabaciones de las cámaras de seguridad del lugar de los incidentes y
que presentaron diferentes testigos que aseguraban que no habían
participado en los disturbios. La única prueba inculpatoria fue el
testimonio de los policías denunciantes. Se castigó el derecho de
protesta en sí mismo.
Tras haber agotado todos los recursos ordinarios posibles, al cierre
de esta edición al menos tres de los antifascistas han ingresado
recientemente en prisión. Ironías de la vida, su entrada ha coincidido
en el tiempo con el descubrimiento de una nueva policía infiltrada (la
octava en año y pico) en movimientos sociales (en esta ocasión de
Madrid) y que se desvelara que ella, haciéndose pasar por activista
antifascista, había lanzado piedras contra la policía en una
manifestación en solidaridad con Pablo Hasél. Los mismos hechos por los
que quieren joderle la vida a estos seis chavales.
Sus defensas han presentado un recurso de amparo ante el Tribunal
Constitucional, pero esto no suspende la ejecución de la sentencia. Toca
ingresar en prisión e ir pagando las multas e indemnizaciones. Por
ello, se puede colaborar económicamente con el crowdfunding que han abierto en Goteo. También puedes firmar para apoyar una posible petición de indulto que se haga en el futuro en su web.
Desde aquí queremos mandar un fuerte abrazo a los 6 de Zaragoza, a sus familias y a sus compañeras. También queremos mostrar nuestra solidaridad con el medio aragonés AraInfo,
que es quien más ha cubierto todo el caso y que a finales de abril
sufrió un caso de censura: sin previo aviso y sin explicar el motivo, la
red social Twitter
(controlada desde hace año y medio por el multimillonario megalómano y
ultraderechista Elon Musk) cerró su cuenta. Por suerte, al día
siguiente, gracias a la presión popular se pudo recuperar.
Se agachó a atarse el cordón de la zapatilla izquierda justo en el
momento en que sonó la explosión. Decidió quedarse ahí, a ras del suelo,
recordándose a sí misma que la paz sobre una tierra destruida siempre
es frágil.
Con el cuerpo todavía agarrado al miedo y la cara sobre
el polvo de muchos días sin lluvia, piensa quién recogerá todo eso
después, cuando cesen los golpes de las bombas sobre las huertas y las
casas y los cuerpos. Cuando cesen los gritos. Piensa en quién retirará
los escombros y plantará de nuevo los árboles y construirá centros de
salud y plantas depuradoras para tener agua potable. Quién volverá a
construir las casas. Quién los parques. Quién los raíles para que pasen
trenes. Quién las aceras. Quién los rincones de los que huir del trajín
de cada día.
Piensa en quién volverá a abrir los caminos que se llenaron de cosas rotas y sucias.
Piensa, sobre todo, en quién se fijará en los vínculos que rompieron las bombas. Quién se dará cuenta de todo lo que se quebró.
Piensa
en quién sabrá de la importancia de volver a construirlos de nuevo. Los
vínculos que se partieron. Quién decidirá hacerlo. Repararlos. Con el
tiempo que lleva eso. Con el tesón que hace falta. Más que para volver a
poner rectas las paredes torcidas. Más que para llenar las tiendas de
suministros. Más, incluso más, que para hacer colegios que se llenen de
niñas y niños que hayan dejado de tener pesadillas.
Piensa en quién creerá que las semillas volverán a germinar sobre esa tierra rota.
Una
mujer se acerca a ella. Se sienta a su lado. No pronuncia ninguna
palabra. No se conocen de nada. O sí. En tiempos de guerra ocurren cosas
extrañas.
Le ofrece su mano.
Ella se agarra a la mano que le es ofrecida. Llora.
Comienza a caer una leve lluvia que les refresca los pómulos. La tierra se humedece. No solo de lágrimas.
Si
se levanta la vista puede verse que hay más mujeres. Son muchas. Unas
se mueven con sigilo. Otras aprendieron a no hacer silencio. Comienzan a
quitar todas las cosas que se quedaron por medio, todo lo que está por
ahí tirado entorpeciendo el paso.
Todas saben cómo arreglar las cosas descosidas y rotas.
Este pasado fin de semana Granada acogió por primera vez los Premios
Goya. Durante la 39ª edición de la gala pudimos escuchar a los hermanos
Morente cantar el elogiado «Anda jaleo» lorquiano desde La Alhambra, un
lugar idílico para una canción de hondo arraigo popular en una de las
cunas del flamenco. Los galardones del cine español estuvieron
revestidos, como siempre, de un halo de progresismo político, que al
rascar ligeramente su envoltura queda en un show descafeinado y
elitista.
Unos premios en los que se habló de educación pública, del genocidio
al pueblo palestino, de la lucha por la vivienda digna; y que después
tuvo como patrocinador televisivo a «Airbnb», una de las principales
culpables de la turistificación, de entre otros tantos, el histórico
barrio del Albayzín, situado frente a La Alhambra. Y es que sobre esa
alfombra roja hay poco de rojo, más allá de erigirse como un altavoz de
causas sociales del quiero y no puedo. Este año las principales
favoritas, y que acabaron compartiendo galardón a Mejor Película por
primera vez en la historia de estos premios, fueron «El 47» y «La
Infiltrada». Películas con un cariz bien diferente y que reflejan la
intención del cine español: café descafeinado para todo el mundo.
La película de «El 47» es una producción catalana del director Marcel
Barrena, un drama histórico protagonizado por el actor Eduard Fernández
y la actriz Clara Segura. La temática escogida acercó a más de uno a
sus raíces, ya que como aseveró Clara Segura al recibir el Goya a Mejor
Actriz de Reparto: “Todos fuimos extranjeros en algún momento. La tierra
no nos pertenece y solo nos acompaña un rato mientras vivimos”. Más
allá de la fantástica elección del tema, la migración extremeña y
andaluza a Torre Baró, la película demuestra que es evidente que no
existen actos de disidencia pacífica, todo enfrentamiento a una
autoridad estructural implica una buena dosis de conflicto, enfrentarse
física y psicológicamente a quienes nos vulnerabilizan y explotan. Pero
sobre todo, no existen actos de disidencia individuales, las luchas
sociales no tienen «elegidos» mesiánicos, pueden tener caras visibles,
personas que dan callo públicamente, pero detrás de cada una de ellos
está la fuerza social de lo común.
La historia que cuenta «El 47» refleja ambas cuestiones narrándonos
unos sucesos donde el protagonista fue el movimiento vecinal del barrio
de Torre Baró en la ciudad de Barcelona en 1978. Pero esa historia no
comienza ese año y no es solo la historia de Manolo Vital, conductor de
autobuses extremeño emigrado a Catalunya veinte años atrás. Es la
historia de un barrio popular de Barcelona construido a pulso por sus
habitantes, pero no romanticemos tampoco, fue edificado sobre las
brechas de la miseria y de la represión franquista. Cuando los suburbios
urbanos sumaban manos cada noche para construir la casa por el tejado
sobre empinadas pendientes de tierra.
La película se inserta en el cine social español que quiere
contrarrestar la ola reaccionaria que vivimos actualmente, aunque como
film de la industria del cine, realiza una maniobra de borrado
pertinente de cuestiones que deben visibilizarse. Y es que la figura de
Manolo Vital, no actuaba por cuenta propia; era militante del PSUC y de
CC.OO. en los años 70. Independientemente de la opinión que podamos
tener como anarquistas, lo que es verdad es que las luchas sociales las
abordan militantes organizados. De hecho, el relato obvia que el día
antes de secuestrar el autobús, se reunió con otros militantes para
estudiar la acción. No fue un gesto individual, sino parte de una lucha
colectiva. La película, además, hace un guiño al neorreformismo de forma
completamente innecesaria y fuera de toda realidad, y es que sitúa a un
joven Pasqual Maragall en aquel autobús en 1978, introduciendo un
elemento más al gusto del relato, alejado de una realidad más fidedigna
de lo que es una lucha social.
Esa lucha vecinal para llevar el autobús hasta su barrio, para
conectar a sus vecinas con la realidad de Barcelona, también tiene su
contraparte desde la perspectiva revolucionaria. Y es que muchas de esas
personas, en los años 70, veían ya más cerca el horizonte de la vida
que prometía el neoliberalismo en ciernes que una revolución social como
se soñaba a lo grande unas décadas más atrás. De por medio, una
dictadura implacable y genocida había robado ese horizonte exterminando
cualquier atisbo de organización que emancipase a la clase explotada.
Las historias de supervivencia y de construcción del común son
emotivas, no podemos negarlo, la increíble interpretación de Zoe
Bonafonte, la hija de Vital en la película, cantando «Gallo rojo, gallo
negro» de Chicho Sánchez Ferlosio hizo brotar regueros de lágrimas por
las salas de cine. Escenas así consiguen provocar una emotividad
absoluta a aquellos que portamos ideas de justicia social y de
organización política. Nos conectan con un pasado de luchas de clase
contra la dictadura y contra su hija predilecta, la democracia burguesa.
Es imposible no emocionarse en varios momentos del metraje con la
resistencia de las vecinas de Torre Baró.
Compartiendo premio a Mejor Película tenemos «La Infiltrada», un film
dirigido por Arantxa Echevarría y Amélia Mora, esta segunda ya experta
en pseudodramas policíacos que luchan contra el terrorismo, como la
serie «La Unidad». El relato recoge la historia real de Aránzazu
Berradre, un apodo utilizado por la policía nacional Elena Tejada,
infiltrada en ETA durante ocho años. Fue reclutada por el comisario
Fernando Sainz Merino, alias El Inhumano, cuando recién se
licenciaba como policía en la Academia de Ávila, y enviada como agente
infiltrada con apenas 20 años de edad, acabó conviviendo en un piso con
militantes vascos de ETA durante dos años. Durante su infiltración
mantuvo una vida paralela integrándose, a raíz del contacto inicial en
el Movimiento de Objeción de Conciencia de Logroño, y posteriormente en
las bases sociales de la izquierda abertzale. Seguramente este relato
nos resulte muy familiar tras haber visto el reportaje documental
«Infiltrats», emitido en TV3 y realizado por La Directa. En una hora de
duración nos narra los casos de infiltración policial en los movimientos
sociales en esta última década. Casos de tortura legal auspiciada por
el estado y legitimada por buena parte de la sociedad.
«La Infiltrada», con su producción, publicidad y galardón compartido,
está normalizando entre la sociedad que las infiltraciones policiales
son válidas y legítimas. Retrata a cualquier enemigo del régimen
político como un monstruo sin rostro humano al que se le puede torturar,
violentar y eliminar bajo cualquier premisa, incluso en una democracia
burguesa con supuestas normas de derecho legal. Las directoras se meten
en el oscuro túnel del discurso de la extrema derecha para airearlo a
los cuatro vientos, se legitiman las cloacas del estado español, y se
entierra cualquier disidencia con el discurso oficial. Incluso una de
sus productoras, en la gala de los Premios Goya reivindicaba la memoria
histórica para las víctimas de ETA, olvidando a su vez la memoria de
cientos de personas asesinadas por el estado español desde la
transición. Poco más se pueda esperar que en un par de décadas produzcan
una película dedicada a los policías infiltrados en nuestros tiempos en
los movimientos políticos; la normalización de esta violencia estatal
merece una respuesta, porque la infiltración también es tortura.
El cine español demuestra una vez más tibieza con tintes progresistas. El cine español, un quiero y no puedo.
Angel Malatesta, militante de Lizay Andrés Cabrera, militante de Impulso
Algunas fuerzas políticas siguen dando la matraca con un posible
referéndum sobre la elección de un sistema monárquico u otro
republicano. Por supuesto, como en toda consulta al pueblo las opciones
son constreñidas, ya que se limitan a dar a elegir entre una forma de
Estado u otra. Es decir, o una dominación u otra. Como uno tiene una
arrogante condición ácrata y nihilista, se niega a adherirse a principio
trascendente alguno. Tampoco en política, qué le vamos a hacer. Es
cierto que asquea bastante este inefable país en forma de reino, y con
mayor motivo si recordamos los vínculos borbónicos con la ignominia
histórica. ¡Ah, la memoria histórica! Cómo pedirle a las personas que
recuerden lo que ocurrió hace cien años, si no parecemos capaces de
reconocer a personajes infames recientes en este país para volver a
tropezar una y otra vez en la misma piedra. Hagamos, no obstante, un
poco de memoria. Probablemente, si uno hubiera vivido cuando el
republicanismo debió emerger en tierras hispanas, allá por el tercer
tercio del siglo XIX, la cosa hubiera sido diferente. La condición
verdaderamente democrática y social de aquella militancia republicana,
al menos, hubiera tenido que despertar ciertas simpatías entre los
libertarios. Hasta uno, escéptico y nihilista hasta los tuétanos,
hubiera cedido un poquito.
Como aquel primer experimento del siglo XIX fue un fracaso, hubo que
esperar unas cuantas décadas para un segundo. Entre una fecha y la
siguiente, aflora sorprendentemente en este país un movimiento
anarquista de lo más simpático, que estamos seguros de que ha dejado
alguna herencia genética para paliar el papanatismo de la sociedad
española actual. Y llegamos a un momento histórico, que todavía
determina nuestro presente, se trata de la mitificación o demonización
de aquella Segunda República iniciada en 1931. Como, pocos años después,
la cosa desembocó en un golpe de Estado, una derrota del bando
republicano y una cruel dictadura de casi cuatro décadas, con una
supuesta Transición democrática a la muerte del genocida, que en
realidad fue una suerte de continuidad en muchos aspectos, los vínculos
históricos son obvios. A pesar de ello, se sigue insistiendo en la
desmemoria histórica, en la construcción del mito por parte de unos y en
la defenestración por parte de otros. Una bondad y maldad de aquella
República, casi sin matices, que abundan en un maniqueísmo que insulta
la inteligencia. En esta visión maniquea no hay lugar para recordar la
revolución social libertaria, iniciada tras el reaccionario golpe de
Estado. Por supuesto, para qué recordar la posibilidad de una sociedad
sin dominación, si lo que se pide ahora es elegir entre una forma u otra
de Estado.
Sí, asquea la forma monárquica de España, y mucho, máxime si
recordamos sus vínculos con la dictadura. Sin embargo, desde una postura
verdaderamente transformadora, de profundización democrática y de
búsqueda de justicia social, muy poco o nada supone hoy la
transformación del Estado en una república. Es más, a poco que
reflexionemos en nuestro pertinaz afán antiautoritario, la forma
republicana resulta mucho más satisfactoria para asegurar la dominación,
ya que el jefe de Estado es electivo y se mantiene la ilusión
participativa del pueblo. No, no creo en los referéndums, en las
consultas limitadas organizadas por dirigentes para asegurar su
chiringuito. Las elecciones son entre mitos de uno u otro pelaje, una
monarquía como «garante» de la unidad patria y del sistema democrático o
una república que conlleva, de nuevo, la fantasía de cierta
transformación social, pero que es más de lo mismo. No hay que desterrar
solo a un Borbón (¡ojo, que también!), sino a toda creencia absurda,
mítica y absoluta. ¡Ardua labor, pero nadie dijo que fuera fácil!
El proyecto nazi alemán se apoyó en la ciencia para muchas cuestiones, también para la alimentaria. En concreto, su ensoñación de alcanzar una autarquía alimentaria –idea central en los cánones fascistas– les llevó a dedicar muchos esfuerzos y recursos económicos a la adaptación de sus razas de cerdo a una alimentación basada en recursos propios. A base de patatas se pretendió engordar cerdos con alto contenido graso para garantizar los aportes calóricos de la población. Desde su punto de vista, no era sostenible, y subrayo sostenible, que la alimentación del nuevo imperio dependiera de engordar cerdos con maíz importado de terceros países.
Como recoge el libro Cerdos fascistas de Tiago Saraiva, este proyecto de estandarizar cerdos ‘comepatatas’ por todos los rincones de Alemania bajo el argumento de alcanzar la independencia alimentaria nacional, no solo afectó a la cabaña porcina. Empujado por la retórica nacionalista, y en concreto por la creación de un poderosísimo estamento central, la Corporación de Alimentos del Reich, la Reichsnährstand, el régimen buscó una reorganización de todo el campo y de la sociedad rural. De un modelo de agricultura campesina centrado en la subsistencia, la ciencia y el régimen forzó la industrialización del campo al servicio de una idea de país.
No creo que exista mucha diferencia entre aquello y lo que hoy podríamos llamar cerdos capitalistas, los engordados hoy por el sistema industrial global. Solo la adoración al dios mercado y al crecimiento infinito impuesta por el régimen capitalista puede hacer entender la rapidísima expansión de macrogranjas por todo el territorio español, con mucho respaldo económico y científico y oídos sordos a la oposición social. Con los mismos vítores que el campesinado alemán recibía a Hitler en festejos y grandes celebraciones mostrándole orgullosos sus cosechas, aquí y ahora, nuestros gobernantes se arrodillan ante las inversiones extranjeras y los nuevos récords alcanzados en la exportación de carne de cerdo.
En los últimos años, la dominación del régimen capitalista industrial al mundo rural se ejerce blandiendo el discurso, también, de la (malentendida) sostenibilidad, con una fuerza (y respaldo científico) que poco tiene que envidiar a la que ejerció el nazismo en Alemania. Aunque en términos ecológicos sean propuestas mucho más perjudiciales que beneficiosas, estamos viendo cómo el territorio se trocea y se degrada a base de macroparques solares o eólicos bajo el mantra de la sostenibilidad. Pero como explicó un nutrido panel de ponentes en las jornadas “Aturem el macrogàs” organizadas por la plataforma Pobles Vius, puesto que las renovables son solo generadoras de energía eléctrica, la cual solo representa el 20% del consumo energético, se necesitan activar otras energías alternativas ‘sostenibles’.
En concreto, las únicas alternativas que parecen que pueden aportar algo más de eficacia y viabilidad para mantener la sociedad industrial, son poco novedosas y se centran en la quema de biomasa. Pero dado que no disponemos de tierra suficiente para generar toda la leña que necesitaríamos si queremos sustituir petróleo por pellets, pero dado que tampoco podremos mover los coches y camiones a base de combustibles derivados de aceites vegetales (los biocombustibles) si queremos seguir teniendo alimentos, pero dado que el biogás solo tiene sentido a pequeña escala y para el autoconsumo… la única opción válida técnicamente hablando pasa por lo que se llaman ‘combustibles orgánicos’ derivados de la quema de cadáveres animales y sus ‘subproductos no destinados al consumo humano’, ya que solo la grasa tiene una densidad energética similar a la del petróleo.
Qué poco conspiranoico me parece pensar que tras el brutal incremento de instalaciones de macrogranjas de cerdos y de proyectos de macroplantas de biogás, instalaciones aptas también para la quema de cadáveres y otros residuos orgánicos, se esconde la nueva alternativa energética. Con ustedes, los cerdos ecofascistas.
Hoy, el consumo mundial de materiales alcanza la cifra
récord de cien mil millones de toneladas al año (con cifras de 2017). El uso
insostenible de los recursos destruye la biosfera y la corteza terrestre, pero
el reciclaje se está reduciendo: de todo ese inmenso consumo de materiales (más
de 13 toneladas per cápita, en promedio) sólo se recicla el 8’6% (y dos años
antes era el 9’1%), así que la cosa va a peor.
Véase Damian Carrington,
“World’s consumption of materials hits record 100bn tonnes a year”, The Guardian, 22 de enero de 2020
Reutiliza y recicla,
te dicen Coca-Cola, PepsiCo y Unilever,
las tres empresas que más residuos han arrojado a la
naturaleza
en los últimos cien años.
Cuida el agua,
te dicen los freseros de la corona hídrica de Doñana.
Conectamos personas preservando el medio ambiente,
te dice Amazon, Hauwei, Samsung,
Vivo, Google y Sony, cada uno en lo suyo,
las seis empresas más contaminantes del mundo.
Apuesta por la movilidad del futuro,
te dicen los fabricantes de coches.
Consume responsable,
te dicen las grandes marcas de ropa
desde algún taller clandestino en el tercer mundo.
Respeta la biodiversidad,
te dicen PetroChina, Shell, Exxón Mobil y Total
que han sido los encargados de destruirla.
Promueve la eficiencia,
te dicen las compañías aéreas.
Usa energía limpia,
te dicen los propietarios de centrales nucleares.
Impulsamos la investigación,
te dice el Ministerio de Defensa.
Mueve el talento,
dicen los programas del corazón.
Fomenta la economía local,
dice Mercadona.
Emprende sostenible,
te dicen los megaproyectos de minería a cielo abierto.
No te preocupes por nada,
y menos por el cambio climático,
lo solucionaremos encomendándonos a Dios
y quemando brujas,
te dice la ultraderecha.
Denegación,
distracción,
dominación.
¿Acaso es posible salir del capitalismo?
Antonio Orihuela. El fuego desde el otro lado. Ed. La tortuga búlgara, 2023
El 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de la ONU aprobó la
Resolución 181, en virtud de la cual se acordaba dividir el Mandato
británico de Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe. Pese a
que los judíos poseían únicamente un 7% de las tierras palestinas en ese
momento, la Resolución les otorgó el 55% del territorio, con el apoyo
de Estados Unidos y la URSS – quien lo vio como una forma de debilitar a
Gran Bretaña – y el rechazo de la comunidad árabe.
Esta decisión adoptada por las Naciones Unidas – en un momento
histórico previo a la descolonización de la segunda mitad del siglo XX,
en la que los países occidentales se encontraban sobrerrepresentados en
la Asamblea General – sería interpretado por los líderes sionistas como
una carta blanca para comenzar un brutal proceso de limpieza étnica que
devastaría la región.
El Estado de Israel: vinculado con la limpieza étnica desde su nacimiento
El 14 de mayo de 1948, David Ben-Gurión proclamó la independencia del
Estado de Israel y los británicos abandonaron la región. Al día siguiente comenzó el proceso conocido como “Nakba”
(“catástrofe”, en árabe), durante el cual las fuerzas “de defensa”
israelíes borraron del mapa 500 pueblos, asesinaron a unos 13.000 árabes
palestinos, expulsaron por la fuerza a unos 711.000 palestinos (muchos
de las cuales se convirtieron en refugiados permanentes en Gaza,
Cisjordania y Jordania) y negaron su derecho de retorno. 120.000 judíos
ocuparon viviendas que habían pertenecido previamente a familias árabes
desplazadas durante el primer año de la existencia de Israel. Y de las
156.000 árabes que permanecieron dentro de las fronteras israelíes, unas
75.000 fueron catalogadas de “presentes ausentes”, desposeídas de todos
sus bienes y hogares y sometidas a la ley marcial.
Durante las décadas siguientes
se produjeron tensiones entre Israel y los países vecinos, que en 1967
desembocaron en la Guerra de los Seis Días. Israel aprovechó la derrota
de Egipto, Siria y Jordania para ocupar los territorios palestinos de
Cisjordania y Jerusalén Este,
desplazar a 350.000 palestinos y empezar a construir asentamientos
ilegales sobre sus tierras (lo cual se considera un crimen de guerra,
según el Derecho internacional). En la actualidad, el Estado sionista
mantiene el control total del 67% de Cisjordania y los asentamientos de colonos
año tras año siguen aumentando (actualmente hay más de 700.000 colonos
en 279 asentamientos). Además, Israel ha desplegado puestos militares
por toda la región, ha instaurado un régimen de apartheid
y controla las principales vías de circulación e infraestructuras
básicas como pozos de agua o terrenos agrícolas. Más de diez
Resoluciones de la ONU condenan esta situación, pero Israel las ignora
sistemáticamente, sin consecuencia alguna.
Un país colonial que comienza su andadura con estos terribles y
violentos acontecimientos difícilmente podrá ser considerada como una
fuerza del bien. Y, sin embargo, la historiografía oficial israelí y
occidental de los años 50 a 70 consideró que los líderes sionistas
buscaban una coexistencia pacífica con la población árabe, que los
palestinos abandonaron voluntariamente sus hogares para huir de la
guerra que los líderes árabes querían infligir sobre los judíos y que
las historias de las masacres de la Haganá sobre civiles fueron
altamente exageradas.
Sin embargo, a mediados de los 80 una nueva ola de historiadores,
muchos de ellos israelíes – encabezados por Benny Morris – accedieron a
documentos hasta entonces clasificados y llegaron a conclusiones
diametralmente opuestas a la visión tradicional de su país: los líderes
sionistas no tenían sed de paz, ni buscaban convivir con los palestinos,
sino que aceptaron el Plan de Partición de la ONU de 1947 como un
primer paso para hacerse con todo el territorio del Mandato británico y
apoyaron las masacres como forma de hacerse con el control del mismo.
Los pilares de Israel, desde su creación, son el racismo, el supremacismo judío y la desaparición de Palestina. Por ello, Ilan Pappé,
uno de estos “nuevos historiadores” – exiliado desde hace años en Reino
Unido tras recibir amenazas de muerte por sus compatriotas – calificó
el proyecto sionista como una “limpieza étnica”.
Pese a que lo parece, la limpieza étnica no es una estrategia
exclusivamente ultraderechista. Es cierto que el partido Likud, creado
en los años 70 y liderado actualmente por Netanyahu, es el gran impulsor
de este proyecto e incluye en sus documentos fundacionales la consideración del “derecho judío”, “eterno e indiscutible” a “la tierra”
de la Palestina histórica. Pero las grandes crisis de refugiados de
1948 y 1967 fueron provocadas por gobiernos laboralistas de Ben-Gurión y
Golda Meir, que también reivindican la ocupación y anexión ilegal
del territorio palestino. En otras palabras, el problema de Israel no
es que esté actualmente gobernado por fanáticos racistas, sino su
existencia, vinculada a la violencia colonial.
El genocidio acelerado como penúltimo paso de la limpieza étnica
El 7 de octubre
de 2023, Hamás y la Yihad Islámica lanzaron la Operación Inundación
Al-Aqsa, matando alrededor de un millar de israelíes y secuestrando a
centenares como venganza contra 75 años de brutal ocupación israelí y su
régimen de apartheid, así como respuesta a los acontecimientos de los
meses precedentes – en 2023 el gobierno de Netanyahu había aprobado
construir 13.000 nuevas viviendas
en Cisjordania y los ataques de colonos iban en aumento: quema de
viviendas de familias palestinas, echar cemento a pozos, acoso y
agresiones a agricultores, tala de olivos, etc. todo ello ante la
pasividad y, en ocasiones, colaboración del ejército –.
Desde entonces, el ejército israelí ha llevado a cabo una incesante
campaña de bombardeos e invasión terrestre sobre la población de Gaza,
Cisjordania y Líbano. Según los datos oficiales
del Ministerio de Salud palestino, el número de palestinos asesinados
solo en Gaza desde octubre de 2023 es de 47.498 y el de heridos 111.592,
si bien un estudio de la revista científica The Lancet
de enero de 2025 sugiere que esas cifras se deberían incrementar en un
70%, por lo que el número real sería superior a 70.000 fallecidos. En
otras palabras, llevamos quince meses presenciando una masacre en tiempo
real, lo que Naomi Klein denomina un “genocidio ambiental”, porque han querido que lo normalicemos
como si fuera un mero ruido de fondo. Es la primera vez que somos
testigos de algo así y no podremos alegar en el futuro que no sabíamos
nada.
Con estas cifras – que no tienen en cuenta las muertes relacionadas
con la falta de acceso a servicios sanitarios, agua, alimentación o
saneamiento – no es de extrañar que la relatora de la ONU para el
conflicto palestino-israelí y cualquiera con dos dedos de frente
consideren que los actos perpetrados por Israel durante el último año y
medio sean constitutivos de un genocidio. De hecho, la Corte
Internacional de Justicia actualmente investiga al Estado sionista por
este delito y el Tribunal Penal Internacional ha ordenado la detención
de diferentes dirigentes israelíes y de Hamás.
Sin embargo, un simple vistazo a la historia de los últimos 80 años
de la región nos revela que los terribles ataques que lleva perpetrando
Israel desde el 7 de octubre no son un hecho aislado o una respuesta al
atrevimiento de Hamás, sino una lógica continuación de su plan
preconcebido para acabar con el pueblo palestino y crear un Estado
netamente judío que ocupe todo el territorio palestino. Es, en
definitiva, el penúltimo paso del plan de limpieza étnica que se
concibió desde la creación de este Estado.
“Los ataques de Hamás en octubre de 2023 fueron interpretados por
sectores del Gobierno israelí como una oportunidad para impulsar la limpieza étnica”, escribe la periodista Olga Rodríguez en eldiario.es. “Por eso Netanyahu no priorizó la puesta en libertad de los rehenes israelíes ni una salida negociada y apostó por la destrucción masiva y por “una guerra santa de aniquilación”. Por eso cuando Israel ordenó el desplazamiento masivo de la gente del norte de Gaza hacia el sur muchas voces advertimos del riesgo de una nueva Nakba”.
Ataques contra profesionales sanitarios
En este medio ya hemos explicado que las fuerzas israelíes se han
empleado con saña contra los periodistas que informan sobre el genocidio
en Gaza, a fin de ocultar ante el mundo el genocidio que están
perpetrando. Según el Committee to Protect Journalists, al menos 169 periodistas palestinos han sido asesinados en Gaza en el último año y medio. Al Jazeera eleva estas cifras a 217.
Sin embargo, existe otro colectivo profesional que ha sufrido incluso más ataques por parte del ejército israelí: el de los sanitarios. Según datos de Médicos Sin Fronteras y el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, al menos 1.057 sanitarios han sido asesinados y de los 36 hospitales
de Gaza, 19 se han cerrado y de los 17 restantes ninguno funciona al
100%. Además, según Human Rights Watch, decenas de trabajadores de la
salud han sido detenidos y han sufrido torturas y abusos sexuales durante meses.
La comunidad internacional, entre la inoperancia y la complicidad
Como decimos, llevamos año y medio asistiendo a un “genocidio
ambiental” y tenemos motivos éticos, humanitarios y políticos para
condenarlos. No confiamos en el Derecho Internacional – una herramienta
creada por los Estados más poderosos para someter a los débiles e
imponer su voluntad – pero también existen argumentos legales para
oponerse. Pero, pese a ello, la ONU, la UE, los tribunales
internacionales y la comunidad internacional se han mostrado cómplices
en el peor de los caos, o incompetentes en el mejor de los mismos, para
detenerlo. A pesar de las numerosas denuncias de organizaciones de
derechos humanos y organismos de la ONU, las potencias occidentales han
obstaculizado cualquier intento real de frenar la violencia. Estados
Unidos, principal aliado de Israel, no solo ha bloqueado resoluciones en
el Consejo de Seguridad de la ONU que pedían un alto el fuego
inmediato, sino que ha seguido proporcionando asistencia militar y
financiera, asegurando que el ejército israelí disponga de los medios
necesarios para continuar su ofensiva. De manera similar, varios países
de la Unión Europea han mantenido la venta de armas a Israel, mientras
sus gobiernos se limitan a emitir declaraciones ambiguas que evitan
cualquier condena contundente.
“Durante más de un año la ciudadanía europea y el mundo entero
han visto cómo los dirigentes y medios de comunicación occidentales
evitaban nombrar el apoyo y la complicidad activa de Washington en el
genocidio israelí en Gaza. En un admirable esfuerzo malabarista hemos
llegado a leer o escuchar afirmaciones políticas y periodísticas que
atribuían al Gobierno de Biden hartazgo o enfado con Netanyahu, mientras
seguía suministrándole armamento y apoyo político contundente. Los
hechos han ido por un lado y el relato, demasiado a menudo, por otro.
Como en la Inglaterra libre de George Orwell en Rebelión en la granja, “los hechos incómodos se pueden ocultar sin necesidad de ninguna prohibición oficial””, escribe Olga Rodríguez.
España ha sido un ejemplo de esta hipocresía. Aunque el gobierno de
Sánchez ha expresado críticas moderadas sobre la violencia en Gaza (algo
que la mayoría de potencias europeas no han hecho), denunciando el
sufrimiento de la población civil y exigiendo pausas humanitarias, en la
práctica no ha tomado medidas significativas para presionar a Israel.
El gobierno español de PSOE y Sumar ha mantenido relaciones comerciales
en el sector de defensa con Israel, lo que lo convierte en cómplice
indirecto del genocidio. Esta actitud refleja la postura general de la
UE, que ha preferido preservar sus lazos diplomáticos y económicos con
Tel Aviv antes que asumir una posición firme en defensa del derecho
internacional y la justicia.
La protección que Israel recibe de las grandes potencias ha hecho que
estas resoluciones sean meramente simbólicas, permitiendo que la
limpieza étnica en Gaza continúe ante la mirada pasiva de la comunidad
internacional.
En contraposición, los movimientos sociales de todos los países del
mundo se han movilizado a favor del pueblo palestino. En el último año,
manifestaciones masivas han recorrido todas las capitales del planeta,
estibadores de puertos se han negado a llevar armamento a Israel, las
universidades occidentales han acogido acampadas por Palestina y el
boicot a los productos israelíes ha ido en aumento. Pero este tiempo
también ha situado ante el espejo nuestra propia incapacidad para
influir sobre la geopolítica y poner fin al genocidio. Lejos de lograr
avances, la respuesta de los Estados occidentales a nuestras
reivindicaciones ha sido la misma en todas partes: detenciones,
sanciones, deportaciones y represión. Hemos visto a activistas
denunciadas por mostrar verbalmente su apoyo a la causa palestina,
detenidas en manifestaciones, a espectadores multados por sacar banderas
en un partido e, incluso, deportaciones o denegaciones de la
nacionalidad en países como Alemania por no apoyar a Israel. El
liderazgo occidental se presenta a sí mismo como gran garante de la
democracia, de los derechos y las libertades, pero eso no es más que una
pantomima.
Pese a ello, no pretendemos caer en la desesperanza, en pensar que no
hay nada que hacer y bajar los brazos. Debemos seguir apoyando al
pueblo palestino, denunciar las tropelías que comete Israel y luchar
contra el colonialismo, el supremacismo y el genocidio.
Alto el fuego: respiro temporal que no aborda las cuestiones de fondo
El año 2025 comenzó de forma especialmente sangrienta, con grandes
matanzas perpetradas por las fuerzas israelíes y ataques a hospitales.
La noche de Reyes fue particularmente violenta. Sin embargo, el 15 de
enero, Israel y Hamás consiguieron aprobar un alto el fuego (en los
últimos días de la presidencia de Joe Biden en EEUU), que entró en vigor
el día 19 y ha dado algo de respiro a los gazatíes.
Por desgracia, el alto el fuego no ha puesto punto final a la muerte
de palestinos, ya que éstas se han seguido produciendo, tanto en Gaza
como en Cisjordania, si bien a un ritmo considerablemente más lento.
Además, el cese de hostilidades no aborda las cuestiones de fondo más
importantes, como la ocupación y el apartheid.
“Las treguas salvan vidas y, en ese sentido, el plan es percibido
con alivio, pero por el momento no dispone del contenido necesario para
convertirse en permanente y definitivo, ni aborda las cuestiones
fundamentales que llevan décadas perpetuando el abuso y la violencia”, escribe Olga Rodríguez. Además, “no se menciona nada sobre el futuro de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA), esencial para la supervivencia de la población -a través de sus servicios educativos, sanitarios y de ayuda humanitaria- y prohibida por el Parlamento israelí a
través de una resolución reciente que entra en vigor a finales de este
mes. Tampoco está perfilada la posibilidad de un alto el fuego
permanente”.
No tenemos muchas esperanzas de que Israel vaya a respetar por mucho
tiempo el alto el fuego. Los pactos por fases nunca han llegado a la
etapa final. El primer ministro Netanyahu tiene un largo historial de
incumplimientos, incluido el Memorándum Wye River de 1998, por el que se
comprometía a la retirada parcial de Cisjordania. Israel nunca ha
cumplido los Acuerdos de Oslo de 1993 y 1995 y desde su aprobación se ha
dividido Cisjordania y los asentamientos se han triplicado. Y, en Gaza,
en las últimas dos décadas el Ejército israelí impulsó masacres en
2004, 2006, 2008-2009, 2011, 2014, 2018, 2019, 2021 y 2023-2025, con
miles de civiles palestinos muertos. Los pactos de alto el fuego
alcanzados en cada uno de esos años mencionados no sirvieron para
impedir que Israel volviera a cometer las siguientes masacres.
“El que ahora ha entrado en vigor tampoco aborda el nudo gordiano. Sin el fin de la ocupación ilegal israelí, del colonialismo, del sistema de apartheid contra
la población palestina y sin medidas de presión que obliguen a Israel a
abandonar sus políticas de abuso y de anexión de más territorio
palestino, no habrá solución duradera. Lo ocurrido a lo largo de las
décadas es buena prueba de ello”, dice Olga Rodríguez.
Comienza la era Trump: “From the Riviera to the Sea”
El 20 de enero comenzó el segundo mandato de Donald Trump y una de
sus primeras decisiones incluyeron revocar las sanciones – que habían
sido aprobadas por Biden – a los colonos más violentos (una sanción
contra quienes descaradamente cometen crímenes internacionales, es
decir, una de las medidas más tibias posibles), sacar a EEUU de la
Comisión de Derechos Humanos de la ONU (medida que fue emulada por
Netanyahu unos días despues), congelar la ayuda exterior de EEUU,
anunciar que deportaría a cualquier extranjero que apoyara la causa
palestina y aprobar sanciones contra los fiscales y jueces del Tribunal
Penal Internacional que investigan crímenes de guerra de Israel. Además,
la primera visita oficial a la Casa Blanca de esta Administración fue
la de Benjamin Netanyahu, el mandatario sobre el que pesa una orden de
detención internacional.
Tras su encuentro con el genocida, Trump propuso en una rueda de
prensa evacuar a toda la población palestina de Gaza, realojar a los
palestinos en países como Egipto o Jordania y que Estados Unidos pasaría
a “hacerse cargo” y “controlar” la Franja de Gaza. “Podría convertirse en la riviera de Oriente Medio”,
anunció. Se desconoce cuánto estaba improvisando en tiempo real y
cuánto había pactado previamente con Netanyahu, pero incluso el
mandatario israelí parecía algo sorprendido. Preguntado por qué personas
vivirían en la Franja, Trump respondió con un lacónico “personas del mundo”. Un alivio que descarte que vaya a estar ocupado por extraterrestres, pero preocupante que no dijera “los palestinos, por supuesto”.
Es evidente que va a producirse un desplazamiento de personas indígenas
– lo cual constituye, una vez más, un crimen de guerra –.
Netanyahu, por supuesto, ha respaldado el plan de Trump, afirmando
que garantizará la seguridad de Israel durante generaciones y que
representa una “visión revolucionaria y creativa” para la región.
Todo esto revela que el genocidio de los últimos meses no ha sido más
que una fase más del plan de expulsar a la población palestina de sus
hogares, de establecer un único Estado judío, blanco y colonial, en el
que Estados Unidos tendrá vía libre para explotar los recursos naturales
y turísticos y levantar nuevos enclaves militares. Biden no se opuso al
plan y ahora Trump va a pisar el acelerador a fondo.
Y ello nos lleva a la última cuestión que queríamos abordar en este artículo: el del negocio del genocidio. “Israel amplía su ocupación ilegal a través de un sistema de apartheid”, explica Olga Rodríguez. “Con
ello se garantiza una mayoría social judía sin tener que asumir como
población propia a los palestinos. Además, extrae recursos naturales de
las tierras que ocupa ilegalmente, en las que extiende el negocio de la
construcción, del militarismo y de la alta tecnología contra civiles,
con programas de inteligencia artificial para bombardear de forma masiva.
El control coercitivo y el genocidio en Palestina constituyen en
sí mismos negocios lucrativos para multitud de empresas, no solo
israelíes. En Gaza operan ya contratistas militares estadounidenses, que
estos días se encargan de controlar el corredor Netzarim. Al igual que
con la guerra de Ucrania, las grandes compañías armamentísticas subieron
en los mercados bursátiles e incrementan sus beneficios.
La represión, en todas sus variantes, da salida a la economía. Trump pide a los países de la OTAN aumentar otra vez el gasto militar,
y cuenta para ello con gobiernos aliados dispuestos a comprarle el
argumento, así como con el apoyo del secretario general de la Alianza
Atlántica.
La matanza en Gaza y el bloqueo sistemático a la entrada de ayuda han sido posibles gracias al apoyo diplomático y militar del Gobierno Biden y a la complicidad de aliados europeos, que mantienen sus relaciones con Israel y no han adoptado las medidas de presión planteadas por la Corte Internacional de Justicia y la ONU. De este modo han permitido un marco de impunidad que les resta mecanismos de defensa para exigir respeto a sus territorios.
Por todo ello la cuestión palestina se ha convertido en un caso
paradigmático. Gaza y Cisjordania son laboratorios donde se prueba ver
hasta dónde se puede llegar en el futuro, cuando la crisis climática
provoque más escasez de recursos naturales. Es una demostración de las
dinámicas de dominación”.
Este artículo ha sido escrito a partir de La Historia Oculta del Estado de Israel, de Alison Weir, La Limpieza Étnica de Palestina, de Ilan Pappe, Palestina: Cien Años de Colonialismo y Resistencia, de Rashid Khalidi y varios artículos escritos por Olga Rodríguez en eldiario.es en los meses de enero y febrero de 2025
Como es sabido para los que sigan este lúcido blog, soy un ateo recalcitrante, y no solo por por una obvia ausencia de creencia, también por ser un feroz combatiente (intelectual y moral, se entiende) de todo tipo de religiones y derivados. Podría resumirse, creo que también lo he aclarado en no pocas ocasiones, en que soy enemigo de todo dogma: es decir, de toda idea inamovible e innegable no sujeta a libre examen; esto es propio de la religión, pero también de ciertas doctrinas, que podríamos considerar herederas de aquella, aunque se presenten con cierto rostro diferente. Supongo que no es nada fácil ser un librepensador, pero al menos sí sabemos lo que es no serlo, lo mires como lo mires. Sí, podríamos entrar en un interesante debate sobre el dogmatismo (absolutismo) y el relativismo, pero trataremos hoy de emplear un lenguaje más mundano y accesible en nuestro irreductible crítica al pensamiento religioso. No abordaremos, algo que es francamente difícil de dilucidar y con lo que juegan los que pretender defender sus propias creencias, qué religión es más dañina. Una de las cosas que me irritan, de las muchas que lo hacen al observar tanta falta de actividad neuronal, es esa memez tan repetida, algo así como «sí, mucha crítica al cristianismo, pero no os atrevéis a meteros con la religión musulmana». Veamos.
En primer lugar, en este inefable país llamado Reino de España, uno ha sido inevitablemente educado en el catolicismo, por lo que conocemos bien sus rasgos y los dogmas en que se basa. Resulta por lo tanto lógico, cuando no se lanza una diatriba generalizada contra la religión (que también nos empecinamos en hacer, por supuesto), que nos centremos no pocas veces en la cultura cristiana y en la muy jerarquizada y autoritaria Iglesia católica,
por su pretensión de universalizar la creencia y asegurar el control de
las conciencias. Uno se opone a lo que ha sufrido con más fuerza, aunque sea evidente que otras creencias de otros lares sean igualmente dañinas,
y creo que esto es fácil de comprender para el que no sea un
reaccionario o un perezoso intelectual (ambas cosas, suelen ir unidas).
En segundo lugar, recordaremos que el cristianismo es una religiones denominadas del libro, que comparte un tronco común con judaísmo (más antigua) y el islamismo (posterior). Es por eso que tantas veces, al criticar sencillamente el monoteísmo,
como es la adoración papanatas a un déspota sobrenatural todopoderoso
(llámese Dios, Yahvé, Allah o Monstruo de Espagueti Volador), lo estamos haciendo implícitamente al trío de creencias religiosas mencionadas. Ya otros señalaron en los inicios de la modernidad, el absurdo y las contradicciones de concebir y someterse un ser omnisciente, omnipotente y absolutamente benévolo, por lo que no insistiré más de momento.
He sabido, recientemente, de la existencia de un libro llamado Por qué no soy musulmán, del autor indio Ibn Warraq. Como puede suponerse, por las palabras escogidas para el título, Warraq realiza un homenaje a la obra de Bertrand Russell Por qué no soy cristiano.
Si el británico, claro, hizo un feroz alegato contra la religión con la
que se crio, el indio ha hecho lo propio con la musulmana. Aclararemos
que Warraq es un ateo defensor del librepensamiento,
por lo que no resulta sospechoso, al menos para el que suscribe, de
exacerbar las críticas al Islam en beneficio de otras creencias. Veamos
si podemos centrarnos en críticas muy concretas y diáfanas a la religión musulmana, así como las barbaridades que acaban realizando algunos de sus seguidores más fanáticos. Recordaremos hechos recientes como la persecución a Salman Rushdie, por mostrarse terriblemente crítico con el Islam en un libro (ha vuelto a pasar ahora con Warraq, lo cual corrobora la tesis de su obra), o el asesinato de varias personas en 2015, por haber realizado una caricatura del profeta Mahoma. Estos atentados nunca han tenido una condena incondicional y radical, por parte de los detentadores del poder a nivel internacional, en nombre de la libertad de expresión y crítica. Recordaremos la existencia de repulsivos regímenes teocráticos, que se justifican en la nefasta ley islámica para oprimir a sus súbditos y condenar a una persona a la muerte. Es necesaria una laicización de esas sociedades,
algo que en Occidente solo se ha realizado en apariencia, por lo que
entraríamos de nuevo en la denuncia de toda institución religiosa
beneficiada, de una manera u otra, por el poder político (aunque se
muestre democrático y liberal, pero no tarde en negociar y apuntalar
esas dictaduras teocráticas). Lo dicho, nuestra crítica a toda religión (y a todo Estado, que puede ser el heredero político de Yahvé, Dios o Alá), resulta innegociable.
El Estado se presenta a sí mismo como un ente neutral, el soporte
básico que ordena el desarrollo y las manifestaciones de la coexistencia
social. Estos dos rasgos, neutralidad y omnipresencia, caracterizan el
totalitarismo del Estado. Su neutralidad no puede ser rebatida y su
omnipresencia no puede ser delimitada más que por otros Estados con sus
propias peculiaridades, sus mitos fundacionales y nacionales formando,
en conjunto un Estado continuo segmentado por clases dirigentes
autóctonas. Todo el orbe está organizado de forma estatal y capitalista,
luego el caos y la guerra es su expresión absoluta. El neoliberalismo
es el Estado mínimo sólo en apariencia, pues lo que se entiende como
libertad en él es exclusivamente la libertad de hacer negocios y la
expansión impune de la propiedad privada lo que requiere un Estado
fuertemente represor para contener a las masas desahuciadas y asegurar
un marco legal que regule y reafirme la extensión tanto nacional como
internacional de la imposición capitalista. Con este fin, existen
instituciones económicas de todoas conocidas como el FMI, el Banco
Mundial, la OMC y los acuerdos regionales de libre comercio. La
izquierda, por su parte, pretende normativizar todos los aspectos de la
existencia humana a cambio de engrandecer el asistencialismo del Estado,
y no es extraño que desde sus filas haya surgido la idea de crear un
dispositivo electrónico que unifique las funciones de teléfono,
documento nacional de identidad, tarjeta de pago en comercios, número de
la cartilla sanitaria y clave de la cuenta corriente. Con los avances
tecnológicos, este futuro de control es cada día más cercano. China es
el Estado que, conjugando gobierno de partido único, control social y
economía de mercado sirve actualmente de referencia y ejemplo -con
quinientos millones de cámaras escrutando calles y rostros- del porvenir
que se nos depara.
Como ente neutral, el Estado es eximido de responsabilidad alguna. La
persistencia histórico-social del Estado es la médula del nacionalismo.
La política trata de la acción del gobierno y la crítica consiguiente,
incluso de la mejor manera de salvaguardar las instituciones, pero la
existencia del Estado está exenta de cuestionamiento. Los nacionalismos
interiores divergentes discuten el Estado para proclamarse embriones de
otro Estado. El nacionalismo discute la extensión y las atribuciones de
un Estado en particular no del Estado en sí. Se le inculca a la gente el
odio a un Estado, comprensible, para establecer otro Estado que a la
vez reproduce las condiciones de dominación del primero. Combate al
Estado para crear otro propio. La liberación nacional es así pervertida
por la falacia estatal. La forma Estado es preservada pese a las
escisiones y convulsiones y guerras a la que es sometida.
El Estado vampiriza la nación. Se atribuye los rasgos lingüísticos,
culturales e históricos y los mitifica devaluándolos y convertidos en
cultura oficial. Es como esos pueblos que viven del turismo, en los que
el clima, el paisaje o las fiestas patronales son la piel muerta
transformada en reclamo comercial: convierten su idiosincrasia en una
mercancía.
El Estado-nación moderno nace con la Ilustración. Hasta entonces el
pueblo, la nación y el Estado eran patrimonio particular de la monarquía
absoluta y la aristocracia. La idea de Estado-nación se modernizó para
convertir al súbdito en ciudadano. En su época, esta transfiguración
liderada por la burguesía y sus intereses fue revolucionaria, pero a día
de hoy somos nuevamente súbditos, esta vez de la democracia. El binomio
Estado-Capital proclama una igualdad a todas luces falsa, una libertad
limitada y vigilada – una no libertad – y una fraternidad inexistente.
En esto consiste la retórica vacua y altisonante común desde las
posiciones conservadoras al republicanismo de izquierdas. Ninguna de las
promesas de la burguesía se han cumplido, porque su cumplimiento
hubiera significado la desaparición de la misma burguesía. Estas
contradicciones hicieron surgir el socialismo clásico. El Estado-Capital
es antagonista de cualquier democracia auténtica, es decir, de la
acracia (pues, como dijo el poeta Blas de Otero, la democracia es una
contradicción de términos, ya que si gobierna el pueblo, no gobierna
nadie y eso debe recibir el nombre más correcto de acracia. Blas de
Otero, antes que comunista, era poeta). Las naciones sin Estado son
colonias y las naciones con Estado están colonizadas por las
instituciones autóctonas. Hay que denunciar y combatir estos dos
extremos para construir una sociedad libre, en la que los individuos
puedan decidir si pertenecen a tal o a cual nación, o a ninguna. El
Estado universal ya existe: no hay ningún territorio en el mundo libre
de Estado -¨ Ya no hay dónde huir ¨, clamaba la Polla Récords
– todos practicando el terrorismo hacia sus propias poblaciones y hacia
otras ajenas, con brutalidad abierta y descarada o con coacción
democrática y refinada que, en última instancia, cuando la violencia
cotidiana ejercida por el Estado-Capital provoca resistencias
significativas, las fuerzas de seguridad y la judicatura son los
mecanismos que permiten que todo vuelva a la ¨normalidad ¨. El
asentamiento atávico de una nación en un territorio determinado no tiene
por qué conllevar la construcción de un Estado. Puede convertirse, por
ejemplo, en una federación de comunas libremente asociadas. ¿Es esto
utópico? Luchar por la subsistencia cotidiana sin amarres de ningún
tipo también es utópico. En todo caso, no luchamos por menos. Creemos en
naciones sin nacionalismo, sin la lacra del racismo o el estúpido
orgullo o exaltación nacionalista que hace que unos pueblos se crean
superiores a otros por el mero hecho de pertenecer a una nación
determinada. Esto es lo que yo llamo nazionanismo: el sentimiento
nazionanista se nutre o sustituye la necesidad humana de pertenencia a
una colectividad. Pero si esa necesidad se impusiera a la necesidad más
perentoria aún de libertad individual, abajo la nación. (El nazionanista
vocifera: yo quiero que me jodan los míos). Autocrítica: este artículo
falla por su base. ¿A quién se le ocurre vincular algo tan execrable
como lo nazi con algo tan placentero como el onanismo?
El siglo XX fue un siglo de vapuleos y enmiendas a muchas de las
asunciones propias de la modernidad europea. No obstante, pese a que
gran parte de su legado fue pasado por la trituradora, una idea
permaneció intacta: la idea ilustrada de que la cultura «civiliza», nos
libera o nos hace mejores.
En su libro Manual para quemar el Liceo (Traficantes de Sueños),
Jaron Rowan nos invita a replantear la vigencia de la noción burguesa de
cultura, que todavía sigue siendo promovida por las instituciones
públicas y que define los valores y aspiraciones de gran parte de la
sociedad.
Hablaremos con Jaron, para desafíar la noción de la Cultura como un
agente inherentemente emancipador y transformador, al tiempo que nos
mostrará cómo esta ha sido repetidamente empleada para mitigar los
conflictos sociales y bloquear los procesos de cambio político.
Para ello, empezaremos el viaje en la propia ilustración en la que
emerge ese concepto de Cultura, y la clase que lo promovió, para hacer
un recorrido por cómo esa concepción burguesa se ha ido convirtiendo en
hegemónica y que implicaciones tiene.