Apostasía y sacrilegio. En estas dos apoteósicas palabras puede
resumirse la siguiente reflexión. Hablar del dios judeocristiano en
épocas de fundamentalismo puede ser peligroso. No por ello debe
limitarse el ser humano para hablar de su más megalómana creación. Sin
embargo, esto, más que un recurso satírico, lo que realmente se
pretenderá es armar un esqueleto disque teológico sobre la comprensión
de lo incomprensible. Por lo tanto, sobra recordar que lo siguiente no
es un texto para creyentes cerrados, sino más bien, uno para escépticos,
agnósticos, ateos o bien, creyentes abiertos al sano debate de ideas.
En última instancia, es importante recalcar que esto lo escribe un
simple educador, un lector apasionado, un filósofo frustrado, amateur y
ad honorem. Esto no es una cátedra teológica ni tampoco un análisis
profundo de lo que, no se duda, existirán.
La idea de la divinidad ha evolucionado a lo largo de los siglos y
milenios. Auguste Comte ya mencionaba que, entre sus estadios del saber
positivo, se podía encontrar aquel “teológico o ficticio” donde los
antiguos buscaban explicar los fenómenos de la naturaleza a través “de
la acción directa y continuada de agentes sobrenaturales más o menos
cuantiosos, cuya intervención arbitraria explica todas las anomalías
aparentes del universo” [1]. Esto es evidente al constatar la
experiencia de las sociedades antiguas en todo el mundo, donde el caso
griego es el más emblemático.
La abstracción de la muerte, de lo sobrenatural, de lo divino, es la
primera manifestación racional de la humanidad. Sin embargo, este
“primer despertar de esa facultad que no es otra que la razón, no
produce inmediatamente la libertad” [2] del individuo respecto de la
naturaleza, todo lo contrario, lo mantiene sometido, pues, aunque parece
contradictorio, esta primera manifestación aparece “no bajo forma de
una reflexión razonada que tiene conciencia y conocimiento de su
actividad propia, sino bajo la de una reflexión imaginativa o de la
sinrazón” [3].
Así, puede encontrarse en la historia humana un conjunto de creencias
espirituales y religiosas que, en su primera manifestación, aparecen
como fetiches; es decir, bajo formas materiales, icónicas, cuyo carácter
es sagrado y representativo de la divinidad a la que se le rinde culto.
Esto es característico de la antigüedad e incluso va más atrás en el
tiempo.
En un segundo estadio, según Comte, se ubica el “metafísico o
abstracto”, donde “los agentes sobrenaturales son sustituidos por
fuerzas abstractas, verdaderas entidades (abstracciones personificadas),
inherentes a los diversos seres del mundo y concebidas como capaces de
generar por sí mismas todos los fenómenos observados” [4]. Esta es la
etapa que domina las religiones en la actualidad, aquellas donde el
fetiche es sustituido (piénsese por ejemplo en las iglesias cristianas
evangélicas) o donde no (como la iglesia católica), por el pastor o
sacerdote quien se convierte en el flujo para el contacto directo entre
el mundo terrenal y el sobrenatural. Lo anterior significa que es el
sacerdote-pastor (o el brujo a decir de Bakunin) quien se convierte en
el dios fetiche.
Conforme la ciencia avanza y esta va llegando a más y más personas,
los fenómenos se van tornando más comprensibles, más cercanos y menos
aterrorizantes. La religión busca ahora una forma de alejar nuevamente
la incomprensión de los hechos a las personas, dichos fenómenos empiezan
a ser abstraídos de toda consciencia, de toda realidad tangible con el
fin de aislarlos nuevamente de la racionalidad. Esa es la gran calamidad
del mundo actual, pues, muy a pesar de la existencia de la tecnología y
los avances de la ciencia y la educación, las irracionalidades
religiosas se mantienen aferradas en el abismo del inconsciente.
Evidentemente, el acercamiento al que llega Comte no es la verdad
suprema para realizar una reflexión teológica. Sin embargo, no se aleja
de lo que ha sido el desarrollo de la religión a través de los tiempos.
Este desarrollo evolutivo de la divinidad llega hasta el día de hoy en
la máxima concepción que de un dios se haya podido crear, es el dios
judeocristiano: Dios (Yahvé o Jehová). Un ser absoluto, omnipotente,
omnisciente, sin principio ni fin. Y esto ha sido fruto del pensamiento
humano, esta divinidad absoluta es la conjunción de todos los dioses y
diosas, fetiches, sacerdotes, fenómenos naturales y metafísicos. Es, no
solo la incomprensión irracional, sino también el intento de
racionalizar todo lo comprensible de la vida material, es la necesidad
de libertad frente al miedo permanente que está encarnado,
paradójicamente, en la divinidad misma. Sin embargo, al conocer la
persona su mundo natural, al comprenderlo gracias a la ciencia, abstrae
el todo y lo convierte en nada.
Dios es la nada en el tanto se manifiesta de forma abstracta, pues el
todo es la materia. Se podría objetar esto afirmando que Dios está en
todo, pero implicaría su negación espiritual y se fetichizaría
nuevamente, implicando un retroceso en su propia evolución en el
pensamiento humano. Esto porque la persona ya no concibe un dios de
piedra o madera, limitado e imperfecto, por eso la mente lo hace
perfectible y para ello, la única forma, es convertirlo en un ente
metafísico, ajeno a toda creación material humana. Por ello, Dios es
simplemente el reflejo del poder de abstracción del pensamiento, es, en
suma, el propio reflejo del ser humano llevado hasta sus últimas
consecuencias. ¿Cuál será entonces el siguiente paso evolutivo en la
abstracción divina?
Afirmaba Juan Pablo II que el cielo “no es un lugar físico entre las
nubes. El infierno tampoco es un lugar, sino la situación de quien se
aparta de Dios” [5]. De la misma forma, el papa Francisco ha dicho que
“la iglesia ya no cree en un infierno literal, donde la gente sufre
[...] vemos el infierno como un recurso literario. El infierno no es más
que una metáfora del alma aislada, que al igual que todas las almas en
última instancia, están unidos en amor con Dios” [6].
Si lo anterior es así, significa que la concepción del Infierno deja
de abstraerse y más bien se materializa. Por lo tanto, el Cielo, Dios,
al estar en las personas o en este mundo, también deja de abstraerse. De
esta forma, Dios dejaría de ser el reflejo humano para convertirse en
lo humano mismo, sería la humanización o la materialización en lo
abstracto. Dios terminaría siendo cada persona en el mundo o, más bien,
cada acto humano. Ya no sería lo absoluto sino algo personalizado,
dependiente de las acciones y conductas mortales y finitas, en suma,
relativo. Con esto, Dios superaría “ser nada” para volver a “ser todo”,
sería la nueva fetichización de lo absoluto que, sin embargo, tan solo
sería la superación de la máxima abstracción actual, una nueva
concepción en la mente humana donde el hombre y la mujer se habrían
convertido así mismos en Dios: el humano creador y destructor de la
vida.
Según lo anterior, el paso evolutivo hacia el dios absoluto,
abstracto y abstraído completamente del mundo real, ha de ser buscado en
el interior de las personas, es decir, en su alma. Es el dios, por
tanto, que mora en el ser individual en tanto potencia y omnisciencia
universal y, por ende, vuelve a materializarse en su misma abstracción,
quedando así la persona fetichizada a sí misma (ya no el ícono ni el
sacerdote-pastor). En el tanto la divinidad forma parte del sujeto
(alma), este se diviniza, comprendiéndose así las limitaciones humanas
que este dios posee en tanto simple reflejo del pensamiento humano.
Todo lo anterior explica la constante necesidad humana de
materializar o ver materializados los fenómenos inexplicables que dicen
emanar de esa divinidad pues, solo lo material es comprensible en tanto
seres materiales son las personas. Por esta razón, el pensamiento humano
dota a Dios de características humanas, así se demuestra en los libros
de la Biblia: un dios de características duales, maniqueas, de esa
fusión espiritual que fue la religión oriental con la occidental. Es un
dios muy humano, con todas las imperfecciones y virtudes que parten
paralelas de la complejidad del desarrollo evolutivo de los homínidos.
Dios, según lo analizado, llegará a ser cada vez más humano y cada
vez más fetiche. Su humanidad estará adjunta al terrible avance que la
razón trae consigo, será su mecanismo de sobrevivencia. Entre tanto, no
podrá escapar a esa necesidad de materialización propia de la razón
humana, sea por medio de milagros, sea por medio de íconos, de fenómenos
naturales, sea en última instancia a través de la persona misma,
divinizada y materializada al mismo tiempo. Esto, en tanto acerca más a
Dios a los hombres y mujeres, lo aleja sin embargo de la salvación,
último subterfugio de lo finito, pues se racionalizaría cada vez más.
A diferencia de lo que Nietzsche ha proclamado, Dios no ha muerto y
nadie le ha matado. Dios vive porque el sistema continúa latiendo. En
tanto la realidad así perdure, Dios no podrá morir. El fin de esa
divinidad absoluta, caprichosa y aparentemente todo poderosa, solo podrá
llegar en una sociedad de iguales. La igualdad es la irremediable
oposición a toda religión y a toda divinidad suprema. En una sociedad
libre e igualitaria, la naturaleza divina, sustentada por el terror de
la miseria humana, de la potencia autoritaria, sucumbirá
irremisiblemente, porque esa naturaleza perderá toda razón de ser,
perderá toda la irracionalidad (e intento de racionalidad) que la
forma, puesto que no habrá nada arriba (ni abajo) de la naturaleza,
solidaridad y razón humana.
Notas
[1] Comte, Auguste (2004)
Curso de filosofía positiva. Buenos Aires: Negocios Editoriales., p. 22.
[2] Bakunin, Mijaíl (S.f.)
Federalismo, socialismo y antiteologismo. Proyecto Espartaco., p. 45.
[3] Bakunin,
Ibíd.
[4] Comte,
Ibíd.
[5] Bedoya, Juan (1999, 5 de setiembre) El Papa corrige el Más Allá.
El País. Recuperado de
http://elpais.com/diario/1999/09/05/sociedad/936482411_850215.html
[6] Actualidad RT (2015, 13 de marzo) "El infierno no existe":
Continúa la polémica en la Red por las falsas palabras del papa
Francisco.
Actualidad RT. Recuperado de
https://actualidad.rt.com/actualidad/168912-francisco-infierno-adan-eva