El ateísmo fue inherente al movimiento socialista desde sus
orígenes, aunque únicamente los anarquistas iban más lejos con el
rotundo y significativo lema "ni Dios, ni amo". Es decir,
no al principio de autoridad, ya sea sobrenatural (poniéndola en
primer lugar) o muy terrenal. Anarquismo es sinónimo de autonomía,
a nivel individual y social, y tal noción no es totalmente posible
si existe algún tipo de voluntad suprema. Insistiremos, desde
siempre el anarquismo ha hecho propaganda contra la religión, por
considerar que es consustancial a ella la existencia de alguna forma
de autoridad por encima de los seres humanos. Es algo muy sencillo, y
demasiado evidente, no puede haber libertad con la presencia de un
amo, ultraterreno, eclesiástico, ideológico o político, del tipo
que fuere.
Por lo tanto, dejaremos claro que el deseo de autonomía es propio
del anarquismo. La opción, individual a priori, de estar solo y
renunciar a cualquier tipo de "guía" requiere, como es
lógico, un gran esfuerzo, voluntad y una reflexión continua. No
pocas veces, se acusa al ateo de dogmático y de cerrarse a indagar
en lo que podemos llamar "especulación metafísica". Bien,
el término ateo recoge a muchos tipos de personas e ideas, pero lo
que puede unir a un ateísmo combativo es haber comprendido los
mecanismos que conducen a creer en según qué cosas (necesidad,
tranquilidad, miedo...) y otorgar un horizonte amplio a la razón y a
la ciencia. Sí, es posible que la negación de los viejos
autoritarismos religiosos no haya conducido a muchas personas al
ateísmo que proponemos (es decir, a la negación "de"
para, posteriormente, construir una realidad humana mejor: son los
conceptos "negativo" y "positivo" de la
libertad), pero yo llamaría la atención sobre esos mecanismos
anteriormente mencionados, es posible que no difieran demasiado en
las diversas creencias por muy diferente que se presenten en su
envoltorio o por muy sofisticadas que quieran aparecer. Si, además,
hay tantas creencias que se presentan hoy en día con el subterfugio
de "cierta" legitimidad científica, la cosa se complica un
poco (no demasiado, si tenemos las cosas claras y seguimos confiando
en un conocimiento sólido y en nuestras convicciones).
Volvamos al viejo lema anarquista contrario a cualquier instancia
divina y a todo amo terrenal, que a pesar de su aparente simpleza es
el obvio punto de partida de una sociedad libertaria. Esa negación
requiere un gran esfuerzo (puede decirse que los sometidos tienden a
relajarse, como sostenía La Boétie en su Discurso de la servidumbre
voluntaria, o el propio Hegel cuando afirmaba que el poder del amo se
alimentaba del miedo del esclavo), una tendencia ardua y fatigosa
hacia la libertad, finalmente satisfactoria, por supuesto, y con
pocas posibilidad de que haya un camino de retorno. Se dice
continuamente que estamos en una etapa de decadencia (algo que no es
solo propio de esta crisis actual, llevamos ya mucho tiempo así y
difícil es no recordar un tiempo en el que no se haya analizado de
esta manera), y solo el anarquismo parece resistir bien al paso del
tiempo como movimiento. Hay quien ha señalado que esto es así por
ser el movimiento libertario más una moral que cualquier otra cosa,
algo con lo que estoy de acuerdo. La intolerable decadencia que
sufren las más variadas doctrinas religiosas y políticas no afecta
a quienes no negocian con sus convicciones, y tampoco se mantienen
alejados en ninguna suerte de "idealismo", sino que
pretenden incidir permanentemente sobre el mundo en el que viven. El
desprestigio de la razón, tal y como surgió del proyecto de la
modernidad, ha dado cabida a todo tipo de creencias, que a mi modo de
ver no son más que el síntoma de esa decadencia.
El anarquismo confía también en la razón (no sé si denominarlo
"racionalismo", ya que se trata de una corriente filosófica
muy determinada, aunque sí hay un sentido coloquial que me parece
muy diferente y apropiado), y se trata de darle un mayor horizonte,
no de dar cabida a lo irracional y a posturas espirituales,
pseudocientíficas y místicas de lo más cuestionables. Es por eso
que la decadencia y el despiste de todo tipo que sufrimos haya
conducido a buscar refugio en nuevas creencias, como todo lo
relacionado con la llamada Nueva Era, tan detestable en mi opinión,
o creencias exóticas, como es el caso de las religiones orientales,
que se presentan con una autenticidad más o menos explícita.
Existen posturas históricas, morales e ideológicas, que son muy
recuperables, la decadencia que sufrimos es precisamente síntoma de
la tergiversación y renuncia que han sufrido. Por supuesto, no somos
reaccionarios ni fanáticos, somos progresistas y creemos
profundamente en la libertad, lo que ocurre y no gusta a muchos es
que no hemos negociado con nuestra moral. Son aclaraciones que hay
que realizar, y demostrar, de forma continua para refutar
afirmaciones de gran pobreza intelectual y mezquindad. Sigue habiendo
motivos para reflexionar sobre el ateísmo y para reivindicar el
viejo lema anarquista: "Ni Dios, ni amo".
Religión y jerarquía social Por lo tanto, con todos los matices
que se quiera, y me parece adecuado entrar en una confrontación de
ideas al respecto (a un nivel humano, que de eso se trata), la visión
libertaria considera que las creencias religiosas (y otras formas de
fe) son un claro obstáculo para toda autonomía social e individual.
Desgraciadamente, los efectos de la religiosidad institucionalizada
continúan siendo una triste realidad, los fundamentalismos son la
amenaza real de las distintas confesiones. Aunque, socialmente, el
apoyo que las personas dan a su supuesta confesión religiosa es muy
relativa, la Iglesia sigue jugando con los datos de una sociedad
presuntamente católica en aras de conservar privilegios. A pesar de
las acusaciones del actual pontífice sobre lo que él denomina
"laicismo agresivo", no hay un análisis político y social
efectivo sobre el papel de la Iglesia católica. La crisis, no solo
económica, también intelectual y de valores, que sufrimos hace que
vivamos de pobres tópicos sobre el "peligro único" del
fundamentalismo islámico, cuando seguimos tolerando el poder de una
institución eclesiástica en un supuesto Estado aconfesional. No hay
voces que trasciendan el conformismo, con gloriosas excepciones,
claro está, para alertar sobre el peligro de las certezas
religiosas. Porque, a pesar de lo que estoy seguro de que piensan
muchas personas, este debate no es secundario. El perfeccionamiento
moral e intelectual, negando a cualquier institución jerarquizada
que se arrogue toda pretensión de verdad, es probablemente una
cuestión más importante que nunca. A pesar de que parezca propio de
un nivel preescolar, todavía se sigue manteniendo que los valores
están íntimamente ligados a una formación religiosa, incluso por
muchos que consideran insostenibles ciertos dogmas.
Recordaremos, una vez más, que las mayores barbaridades a lo
largo de la historia se han hecho en nombre de fanatismos (religiosos
y políticos), es decir, apelando a una idea trascendente. Muchos
considerarán perfectamente disociable la creencia religiosa y el
fundamentalismo, pero tal vez la diferencia sea solo de grado. Por
otra parte, en este análisis sobre la situación de la religión en
el siglo XXI hay un arma de doble filo: por una parte, se nos acusa a
los ateos y anticlericales (una palabra a la que no tengo ningún
miedo, aunque me gusta siempre extender la visión cuando se emplea)
de algo así como antiguos (decimonónicos); sin embargo, esa pobre
alusión oculta un análisis en el que la visión de Marx (y otros)
me sigue pareciendo muy válida, millones de personas en el Tercer
Mundo siguen aferrándose a la creencia religiosa ante el horror que
sufren en su vida terrenal (el famoso "opio del pueblo" de
Marx se refería a esto, al consuelo que otorga la religión). Jugar
con esos datos a nivel mundial, cuando tantas personas se encuentran
en la miseria, y cuando se puede establecer una vinculación entre la
realidad social y la creencia religiosa, es, cuanto menos, mezquino.
Son reflexiones que lanzo sobre los elementos (supuestamente)
positivos de la religión, pero que olvidan otros factores
importantes. Es una discusión recurrente la que se produce, cuando
vinculamos la religión con lo social y político. En otras palabras,
con una cuestión de poder. Es difícil relegar la religiosidad a una
cuestión de conciencia individual, cuando precisamente son las
instituciones eclesiásticas las que han combatido siempre toda
libertad al respecto. A estas alturas, solo podemos observar la
posibilidad del florecimiento social gracias al arrinconamiento
continuo del poder religioso (aunque, naturalmente, tengamos que
tener en cuenta la existencia de otros poderes coercitivos de similar
cometido). Frente a toda la retórica, más o menos explicíta, que
manifiestan las autoridades religiosas, se impone una idea con
fuerza: las certezas religiosas son un peligro para las libertades
humanas. Naturalmente, esta crítica abre la veda para otros tópicos,
como es el caso de las acusaciones de relativismos. Precisamente, los
partidarios del absolutismo pretenden alertar sobre esta cuestión;
frente a ellos, la defensa de un relativismo que sirva para
fortalecer los valores humanos. Conceptos asociados a la religión,
como es el caso de milenarismo, mesianismo, dogmas, evangelio o
revelación son, y solo nombrándolos ya lo podemos apreciar,
insostenibles en una sociedad plural y abierta al conocimiento. Todos
estos conceptos más o menos arcaicos hacen ver, en mi opinión, que
la religiosidad nos es relegable a lo privado, que incluso la idea de
"salvación" tiene aspiraciones sociales, y que todo ello
resulta indisociable de las pretensiones de poder de las estructuras
eclesiales. Entre las múltiples críticas que realizamos a la
religión, desde una perspectiva libertaria, está la legitimación
que suponen de las jerarquías. Aunque esta visión requiere
matizaciones, y solo alcanza su plena expresión con el monoteísmo,
podemos considerar que la idea de que "todo el poder viene de
Dios" alcanza un reflejo en un orden social rígidamente
jerarquizado. Las cosmogonías religiosas determinan también las
estructuras sociales. No es posible que existan personas autónomas
en el pensamiento religioso, y sí "fieles", "súbditos",
"ovejas" (parte de un rebaño) o toda suerte de miembros de
un grupo subordinados a un jerarca o a una tradición. A pesar de su
cambio de estrategia ante los nuevos tiempos, el objetivo de la
Iglesia siempre ha estado en obtener el poder absoluto, presuntamente
establecido por la máxima figura de la divinidad. Incluso, algo tan
obvio en el transcurrir de los tiempos como es la visión laica, la
separación entre Iglesia y Estado, es un evidente peligro para el
poder religioso (y una falacia en la práctica, ya que se prima en
tantos países la confesión católica). Aunque el poder político,
concretado en alguna forma de Estado, posee el mismo peligro, en el
caso de las estructuras ecleasiásticas es más evidente la
imposibilidad de opinar sobre sus leyes, siendo necesaria una clase
mediadora capaz de interpretar la "legítima" e "infalible"
voluntad divina. No hace falta saber demasiado de historia para
comprender que la aceptación de regímenes democráticos por parte
de la Iglesia, aunque siempre exista esa denuncia de la laicidad que
pone en peligro su poder, se hizo después de ser inaceptable para la
historia y la sociedad una monarquía absoluta legitimada por la
divinidad. Incluso, en un afán constante por reeescribir la historia
a gusto de algunos estamentos, se pretende hacer creer que ciertos
valores (como es la fraternidad o la propia idea de la democracia
como consenso) tienen un origen exclusivamente cristiano.
La realidad es que la forma de gobierno le es indiferente a la
Iglesia, si puede preservarse la religión y la moral tal y como ella
dispone. Naturalmente, el anarquismo es algo muy diferente, ya que
presupone hombre libres y autónomos dispuestos a comunicarse
racionalmente con sus semejantes para autogestionar la sociedad
civil. Presupone la imposibilidad de una autoridad legitimada
apriorísticamente. Aunque la palabra democracia requiera de muchos
matices, debido a su condición meramente formal y a su rendición al
Estado y al capitalismo, podemos decir que su historia y la de la
lucha por las libertades civiles es la de la lucha constante contra
un poder religioso permanentemente opuesto a la libertad de
conciencia. La idea de un poder extrahumano, y consecuentemente la de
la existencia de grandes verdades que trascienden la existencia del
hombre, no es más que la negación permanente de unas leyes civiles,
capaz de cuestionar todo orden instituido. La mención constante a
que el hombre no puede hacer lo que le venga en gana (una idea
bastante infantil acerca de la condición humana), en boca de una
clase mediadora es solo una apelación al peligro de un supuesto caos
social para preservar su poder. Precisamente, la idea de autonomía
presupone que el hombre es libre, es decir, que puede hacer lo que
desee en una sociedad de respeto y reconocimiento a sus semejantes
(individuos igualmente libres y autónomos). Aunque esto requiera
matizaciones debido a la gran tradición de lo que se conoce como
pensamiento religioso (pero, teniendo en cuenta que la sujeción y
sometimiento del ser humano se producen en mayor o en menor medida),
éste se muestra como el más acérrimo defensor de las jerarquías y
el más notable adversario de la autonomía humana. Derribar todo el
edificio autoritario debe suponer dar entrada a la razón, al
conocimiento y a la libertad. No es meramente una cuestión de
conciencias individuales enfrentadas a otros, ya que la religión
pretende aportar verdades irrefutables que trascienden la existencia
humana e imposibilitan el cambio en aras de regirse autónomamente a
nivel, tanto individual, como colectivo. Es solo el propio hombre,
actuando a un nivel humano y sin injerencias sobrenaturales, negando
a cualquier clase mediadora que pretenda arrogarse un conocimiento
trascendente, el que puede otorgar auténtica dignidad a la
existencia.
Juan Cáspar