La actual polémica desatada en torno a las macrogranjas es a estas
alturas de sobra conocida. Todo comenzó cuando el propio lobby de la
industria cárnica española decidió difundir y tergiversar en su
beneficio ciertas declaraciones del ministro Alberto Garzón al diario
británico The Guardian. Las primeras respuestas desde todos los
bandos políticos, incluido el propio gobierno, fueron de lo más torpe y
ridículo, desde los comentarios de cuñado alabando la calidad del buen
jamón ibérico, hasta el más absurdo negacionismo de la ganadería
industrial. Sin embargo, con el paso de los días la mayoría de voces se
vieron obligadas a cambiar el tono y el discurso para evitar cavar más
hondo el foso en el que se habían metido (salvo la derecha, que decidió
que “de perdidos al río” y se dedicó a dar ruedas de prensa rodeados de
vacas felices).
Parece que finalmente al lobby cárnico le salió el
tiro por la culata. El debate sobre las macrogranjas ha vuelto a
ponerse sobre la mesa, sí, pero es un debate perdido para ellos. Y sin
embargo, ¿realmente ha salido perjudicada la industria cárnica? Puede
que las macrogranjas hayan perdido el debate mediático, pero,
desgraciadamente, eso no quiere decir que vayan a desaparecer. Mientras
haya demanda, la ganadería intensiva está aquí para quedarse. Y en
cuanto a la ganadora del debate mediático, ésta parece haber sido, como
modelo supuestamente contrapuesto, la ganadería extensiva, que se está
defendiendo como la gran salvadora de todo esto. En el “mejor” de los
casos, si el mensaje cala, esto podría derivar en una mayor demanda por
parte de ciertos sectores de población de etiquetas de “bienestar
animal”, “bio”, etc., un blanqueamiento de la industria cárnica que
apenas afectaría a la intensiva y que no significaría una mejora real
para los millones de animales explotados.
¿A qué viene tanto revuelo?
Antes de seguir, detengámonos un momento para ver de qué estamos hablando. Dado que esto no es nada nuevo, nos remitimos a nuestras propias palabras publicadas hace ya dos años y medio:
“En
el año 2018, en el Estado español fueron sacrificados más de 50
millones de cerdos y existían más de 15 millones de ovejas y cabras y 6
millones y medio de vacas. (…) Como dato para hacernos una idea, en 2015
se sacrificaron 356 millones de aves destinados a consumo humano, la
gran mayoría pollos seguido a mucha distancia de pavos y en 2018, 43
millones de conejos.
Nuestro país es el mayor productor
de carne de cerdo de Europa y el tercero mundial, solo por detrás de
China y Estados Unidos, países con muchísima mayor superficie y
población (…)
Si bien el número total de granjas de
porcino en nuestro país ha disminuido de forma drástica (entre 1999 y
2009 desaparecieron más de 110.000 explotaciones, un 61,4% en tan solo
una década), el número de animales no ha dejado de aumentar. En ese
periodo, el censo de cerdos se incrementó en un 12,3%, de los que el 90%
de ellos pertenecía a una granja industrial, y el tamaño de estas no
para de aumentar: en 2009, la media de cerdos por granja era de 120
animales y en 2013 ascendía ya a 467. En 2019, las granjas con más de
10.000 cerdos suponen solo el 2,5% del total, pero albergan a más del
40% del porcino español”.
Esas palabras siguen hoy plenamente vigentes. Según el diario El País, actualmente el 78% de las más de 80.000 granjas de porcino en el Estado español son intensivas,
y aunque estemos hablando solamente de cerdos, conviene señalar que
éstos suponen más de la mitad de todo el ganado existente. Mientras que
en Europa la tendencia ha comenzado a invertirse, disminuyendo la
producción de carne un 5% en los últimos cinco años (lo cual no es
casual, si no que ha sido impulsado desde las instituciones), aquí ha
aumentado un 15%, más de la mitad de la cual es exportada.
¿Y qué
significa todo esto? Básicamente: peores condiciones para los animales,
tremenda contaminación atmosférica y del suelo y acuíferos,
deforestación de vastas extensiones en otras latitudes donde se cultiva
la soja y demás materia prima para los piensos, además de otras
cuestiones sociales como las pésimas condiciones laborales, el
despoblamiento rural, etc.
En cuanto a los animales, numerosas
investigaciones realizadas en los últimos años ya han mostrado al mundo
lo que ocurre en las granjas industriales. Desde las incursiones de Igualdad Animal en granjas de cerdos, conejos y patos2 hasta reportajes mucho más mediáticos como el de Salvados en 2018,
han mostrado animales que viven hacinados o encerrados en jaulas
minúsculas toda su vida, padeciendo enfermedades y dolencias que hacen
que un buen número de ellos ni siquiera sobreviva hasta ser enviados al
matadero (hasta el 10% de los cerdos de cebo, según el Ministerio de
Agricultura).
En cuanto a los efectos ambientales de estas granjas
intensivas, los datos no son menos alarmantes. Los purines (residuo
resultante de las heces y orines) son acumulados en enormes balsas desde
las que serán transportados a otras fincas donde serán vertidos.
Teóricamente esto debe hacerse en fincas autorizadas, cuyas
características minimicen el impacto de este producto. La realidad es
que el transporte de los purines resulta caro, por lo que suelen
verterse en fincas cercanas, además de filtrarse desde las balsas al
terreno, contaminando el suelo y los acuíferos debido al exceso de
nitratos. Esto es lo que ha ocurrido en el Campo de Cartagena donde,
hace tres años, fueron inspeccionadas varias balsas de purines cercanas
al mar Menor y se comprobó que más del 90% no cumplía con las normas de
construcción. El consecuente desastre ecológico del mar Menor hemos
podido verlo en todos los medios. Un dato más que nos da una idea de la
magnitud del problema: “En el período 2016-2019 la cantidad media de los nitratos presentes en las aguas subterráneas de España ha aumentado un 51,5%” (El País).
Por otro lado y no menos importante, están las emisiones de metano a la atmósfera. Según el estudio “Atlas de la carne”, publicado recientemente por las organizaciones Amigos de la Tierra y Fundación Heinrich Böll,
las actividades de ganadería industrial son responsables de hasta el
21% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero.
Otro
informe recomendable para entender el alcance del impacto de esta
industria a nivel global es el publicado en enero de este mismo año por
Ecologistas en Acción: “Con la soja al cuello: piensos y ganadería industrial en España”.
Además de la deforestación y destrucción de ecosistemas que supone este
cultivo (del cual solo el 6% a nivel global se destina a consumo
humano, al contrario de lo que piensan los que ladran que “los veganos
se cargan la selva amazónica con su tofu”), el informe nos habla del
papel determinante que ha tenido en el Estado español la importación
masiva de soja a bajo precio para la evolución hacia este modelo de
macrogranjas, habiéndose convertido España en la mayor productora de
piensos compuestos de Europa en 2018, con más de 24 millones de
toneladas.
La santificación de la ganadería extensiva
Como
decíamos al comienzo, toda esta crítica a las macrogranjas que acabamos
de hacer ya ha sido ampliamente difundida a un nivel que hace solo unos
pocos años nos parecía impensable. Y tras la crítica a este modelo
despiadado, se contrapone la ganadería extensiva como modelo bondadoso y
salvador, exento de impacto alguno e incluso beneficioso
ecológicamente.
¿Pero es esto realmente así? Para empezar, debemos
romper el mito de que en la ganadería extensiva los animales no sufren.
La trampa del “bienestar animal” nos hace pensar que, simplemente por
comparación con los horrores de la intensiva, el ganado extensivo lleva
una vida igual o mejor a la que tendrían en libertad, pero esto
simplemente no es así. A parte del hecho incuestionable de que su fin
será la muerte prematura en un matadero (cuestión que sabemos que no
supone un dilema moral para la mayoría de la población), hay que
recordar en qué condiciones ocurre esto, porque tanto en el manejo
cotidiano de estos animales, como en el transporte y finalmente en los
mataderos, existe maltrato, violencia y mucho sufrimiento para los
animales. Además de las prácticas permitidas, muchas de las cuales no
dejan de ser crueles, la realidad es que la ausencia casi total de
inspecciones hace que las explotaciones puedan saltarse por completo la
normativa de bienestar animal en cuestiones del manejo diario de los
animales, como el uso excesivo de picas eléctricas, la castración
(practicada en muchas ocasiones sin anestesia) y mutilaciones, etc. La
investigación “Dentro del matadero” realizada por Aitor Garmendia
entre 2016 y 2018 en mataderos del Estado español da cuenta de las
atrocidades cometidas en estos centros, a los que, recordemos, van a
parar tanto los animales de granjas intensivas como los de extensivas, y
en los que la normativa destinada a “proteger” a los animales no es más
que papel mojado (recomendamos la lectura de un breve resumen sobre
esta investigación publicado en Dentro del Matadero: una investigación sobre la matanza industrial de animales en España .
Por otro lado, se defiende, incluso desde algunas organizaciones
ecologistas, que la ganadería extensiva no tiene un impacto ecológico
negativo porque se integra en el ecosistema de manera que los nitratos
son aprovechados por la vegetación y no causan contaminación, y que no
resta recursos a la agricultura ya que ocupa terrenos no aptos para el
cultivo y no requiere de piensos para la alimentación del ganado. Si
bien esto pudiera ser cierto en determinados territorios y bajo
determinadas condiciones (la cría de yaks en la estepa mongola, o, por
poner un ejemplo más cercano, un pequeño rebaño de ovejas en la sierra
de Cuenca), no es en absoluto una afirmación que se pueda generalizar.
Si hablamos del aquí y ahora y no nos vamos a economías de subsistencia
en territorios en los que la ganadería extensiva es esencial para no
morirse de hambre, la realidad no es tan bucólica. El sobrepastoreo “ha constituido en España una de las causas históricas de degradación de las cubiertas vegetales”
contribuyendo al avance de la desertificación (no lo decimos nosotros,
lo dice el Ministerio de Transición Ecológica). Muchas de las dehesas
que hoy se ponen como ejemplo de ecosistema equilibrado, fueron en su
momento bosques no solo perfectamente equilibrados sino mucho más ricos
en biodiversidad. Los conflictos de la ganadería con la fauna salvaje
también son evidentes, y si no que se lo digan al lobo, perseguido y
demonizado como culpable de cualquier mal allí donde comienzan a
recuperarse sus poblaciones. Y por poner un ejemplo más de los impactos
de la ganadería extensiva, podemos hablar de los centenares de incendios que han arrasado Asturias
este invierno, como cada año desde que en 2017 se modificara la Ley de
Montes permitiendo el aprovechamiento de los terrenos quemados para
pasto.
Porque la ganadería extensiva como modelo de explotación no
se limita a “lo más ecológicamente sostenible”, sino que es un negocio
más que busca el mayor beneficio y expansión posibles, y para ello, por
supuesto que ocupa terrenos que podrían destinarse a la agricultura, usa
piensos como complemento, entra en conflicto con la fauna salvaje y con
la conservación de los ecosistemas y le importa una mierda el bienestar
de los animales.
Por eso, si lo que se defiende es eliminar el
modelo intensivo y que sea el extensivo el que abastezca de carne a la
población, además de ser algo completamente imposible por muchísimo que
se redujera el consumo de ésta, los impactos no serían ni mucho menos
neutros. El discurso que pasa todo esto por alto, no hace más que
hacerle un favor a la industria cárnica en su crecimiento y
legitimación.
Extraído de https://www.todoporhacer.org