En unas semanas seré
enjuiciado y también, indudablemente, condenado. Se me acusa de un
delito de «atentado a la autoridad» (poético, para un anarquista) y se
me pide un mínimo de 1 año y 6 meses de prisión y 770 pavos de multa.
Todo esto por supuestamente haber dado en 2015 una patada a un guardia
civil en el cuartelillo donde se me retenía y torturaba con la finalidad
de intimidarme y desestabilizar el proyecto autogestionario de vivienda
de la Comunidad «La Esperanza», ubicada en el municipio grancanario de
Guía.
No gastaré el tiempo en clamar por mi inocencia ni
chorradas similares, y menos aun cuando hay compañeras y compañeros que
en estos momentos, mientras escribo, ya están en la cárcel. Además,
sería inútil. Que seré condenado es tan seguro como que mañana saldrá el
sol. Se intentará con ello (si quiero evitar, según parece, que se
ejecute la sentencia) tenerme «tranquilo» y sin alborotar durante
algunos años y, si es posible, escarmentar en mi espalda a un anarquismo
canario y a un movimiento insular por el derecho a la vivienda que
lleva demasiado tiempo incordiando por encima de sus posibilidades.
Y luego dicen que los
anarquistas somos ingenuos… Si piensan que la convicción de los
militantes y la necesidad de los desahuciados pueden sofocarse con
leyes, juicios y condenas es que no han comprendido nada. Hasta los
propios fundadores del Derecho Romano lo asumían: necessitas caret lege («la
necesidad carece de ley»). Ningún papel ni barrote han podido aplastar
nunca el instinto de supervivencia y la urgencia de conseguir comida,
techo y abrigo. Mi condena tampoco lo logrará.
Dicho esto, me gustaría usar
este episodio como pretexto para compartir algunas reflexiones sobre el
entramado judicial y sus mecanismos.
Lo primero es el propio acto
del juicio. Entrar por primera vez en una sala donde se te va a procesar
es como tomar parte en una suerte de ritual sobrecogedor. La liturgia
recargada, el lenguaje arcaico, la atmósfera deshumanizada, las
vestimentas ridículas, todo lo necesario para fabricar un ambiente
solemne que apabulle a la víctima y la haga presa de la angustia y la
culpabilidad. La sensación es como la de acercarse a un altar de
sacrificios donde un sumo sacerdote puede decidir, a su antojo, tu
destino. Aunque todo ello esté adornado con la parafernalia burocrática
de la era moderna, el evento es tremendamente similar al que podría
celebrar un chamán consultando a los espíritus sobre la culpabilidad
del infractor o un inquisidor exigiéndole que confiese la verdad
ante Dios: gente con disfraces absurdos asume un rol de autoridad
suprema y decide sobre el destino ajeno en base a una fórmula, escrita o
no, que para el enjuiciado adquiere cierto carácter sobrenatural.
La experiencia o la formación
política pueden ir resquebrajando el aspecto mágico del chiringuito.
Ver a los protagonistas momentos después del juicio con las togas en la
mano, riéndose de lo sucedido en la sala, hablando de fútbol mientras
mean en los baños del juzgado o apurándose un carajillo mientras fuman
en una terraza cercana, le quita un poco de rigor al asunto. Igual que
pasa con las detenciones en comisaría, con el tiempo llegas a comprender
que todo es un teatrillo, una farsa enorme, patética, cómica y a la vez
dramática. Gente adulta, orgullosa de símbolos y uniformes, amparada en
un rango, convencidos más o menos del papel que interpretan y que han
convertido una ópera bufa, un trágico carnaval, en un oficio respetable
del que sus hijos pueden presumir en el colegio. Si no tuvieran el poder
de destrozar la vida de otros, serían dignos de lástima.
Pero todo este circo se fundamenta sobre el texto sagrado de la sociedad civil desde el Código de Hammurabi: la ley.
Si las sociedades necesitan o
no un código escrito para regularse puede ser tema de debate. Que ese
código sea elegido por una minoría en base a sus intereses, impuesto a
la mayoría y de obligado cumplimiento a través de la compulsión o la
violencia, me parece algo mucho menos debatible. Siempre que los
anarquistas planteamos la ridiculez que supone que un código
verticalmente impuesto rija nuestras vidas se nos pregunta que haríamos
con los crímenes, la violencia, etcétera (si nos dieran un céntimo cada
vez que nos interrogan sobre esta cuestión tendríamos un PIB muy
superior al de cualquier Estado). La realidad es que los códigos penales
llevan existiendo siglos y nunca han conseguido mitigar o suprimir la
violencia humana; con suerte la han refinado.
El Código Penal español, como
todos los códigos punitivos del resto del mundo, sólo se fundamenta en
la defensa de dos principios elementales: proteger la propiedad privada
(todos los artículos sobre robo, allanamiento, usurpación, etc., derivan
de ahí1) y garantizar que sea el Estado, y no ningún
particular, el detentador único del monopolio de la violencia (usando la
expresión de Max Weber). El Estado no tiene ningún interés en suprimir
la violencia; sólo pretende controlarla y asegurarse de que nadie le
disputa el privilegio de su aplicación. Ese, por encima de cuestiones
morales, es el fundamento del que emanan todos los artículos que
penalizan el uso de la violencia entre terceros.
Aun cuando esto se admita, se
nos seguirá insistiendo sobre cuál es la alternativa anarquista a
leyes, cárceles, policías y judicatura. Muchas compañeras y compañeros,
antes y mejor que yo, nos han legado elaboradas respuestas al respecto2. Yo, con menos tiempo y luces, sólo puedo decir que no conozco la solución perfecta
y definitiva, porque quizás no la haya. Sólo sé que el Estado español
tiene casi la mayor población penitenciaria de la UE con una de las
ratios más bajas de criminalidad3. Sólo sé que los delitos
relacionados con la violación de la propiedad privada perderían su razón
de ser si tuviéramos una sociedad donde la riqueza fuera compartida por
todos y no estuviera retenida en manos de un porcentaje mínimo de la
población. Sólo sé que gran parte de los presos y presas de las cárceles
españolas están recluidos por delitos morales que quizás mañana
no lo sean, como por ejemplo los vinculados con las drogas (tal y como
en su día dejó de ser punible el adulterio). Sólo sé que fenómenos
humanos naturales como la migración son considerados ilegales y que
encerrar con ese pretexto a miles de personas en condiciones
infrahumanas, como ocurre ahora mismo en Canarias, parece ser algo
perfectamente legal. Sólo sé que en el Estado español es delito
blasfemar contra Dios, ultrajar a la bandera, al rey o a las comunidades
autónomas, hacer comentarios de mal gusto sobre terrorismo (quedan
excluidos, por supuesto, el terrorismo de extrema-derecha o el de
Estado) y que hay gente procesada o encarcelada por chistes, canciones,
obras de teatro, performances o por quemar símbolos. Sólo sé que los cuerpos policiales profesionales existen
desde hace siglos y sólo han servido para mantener los privilegios de
la clase dirigente, salvaguardar la desigualdad, perseguir la pobreza,
reprimir la disidencia política e imponer una violencia vertical muy
superior a cualquier violencia horizontal. Sólo sé que las cárceles
evidencian un grave estado de inmadurez social, donde el Estado,
convertido en padre ignorante y cruel, soluciona los problemas de su
hijo, el individuo disruptivo, encerrándolo en un cuarto oscuro hasta
que aprenda la lección. Sólo sé que después de milenios con todo tipo de
condenas, de cadenas perpetuas o penas de muerte, la violencia no se ha
reducido un ápice. Sólo sé que quizás nunca haya una cura para
la violencia humana, pero que tal vez no estaría mal analizar qué
porcentaje de actos atroces son un reflejo de la sociedad donde se
producen; probar con otros modelos de sociedad y aprendizaje donde a lo
mejor no se nos inculque a los hombres que violentar a las mujeres forma
parte de nuestra naturaleza y de nuestros privilegios; experimentar,
quizás, con otras fórmulas de resolución de conflictos que no pasen por
sumar más violencia a la violencia o por enterrar los problemas, también
cuando esos problemas son seres humanos, bajo la alfombra.
Como humanos sufrimos una
disociación cognitiva que nos desgarra por dentro. Se nos ha injertado
dos morales: una superficial (la que públicamente define lo que es bueno
o malo) y otra profunda (la que íntimamente define lo que es bueno o
malo), las mismas que nos permiten repetir que «matar es malo» mientras
somos capaces de racionalizar como aceptable que un soldado o policía
pueda disparar a alguien. Nos han educado para interiorizar la violencia
individual como un fenómeno desconectado de la violencia social,
económica y gubernamental. Nos han adoctrinado para que las guerras, el
heteropatriarcado, los desahucios, los despidos, la explotación laboral,
el racismo institucional, las torturas y cargas policiales, nos
parezcan violencias de una naturaleza más aceptable, lógica, racional,
que la violencia espontánea de los individuos. Nos han enseñado que hay
leyes de sangre –como las que atañen a la propiedad y a la obediencia–
de obligado cumplimiento, y leyes de papel –como las que hablan de la
responsabilidad social de los Estados– que pueden ignorarse sin
consecuencias. Nos han acostumbrado a que las empresas, instituciones y
partidos puedan romper sus propias leyes, como pájaros que atraviesan
una telaraña, mientras nosotros, simples moscas, quedamos enredados en
los delitos más ridículos, tal y como decía el viejo Calicles.
A pesar de esta cierta y dura
conclusión, el mundo real, sensitivo, lejos de artificios y medidas de
control mental, se puede abrir paso aunque te arrojen al más infecto
agujero. Lo único que necesitamos es aprender a reducir el mundo oficial
a su justa dimensión, poderoso en lo relativo a la fuerza bruta, pero
impostado, ficticio y penoso en su expresión más pura. Todo se limita a
que un grupo de gente, creyentes en el principio de autoridad que
establece que unas personas son superiores a otras, se disfraza de
jueces y policías para obligarnos a hacer lo que otro grupo de gente,
que se disfraza de políticos, escribe periódicamente en un libro que
dictamina qué es delito y qué no, y todo ello para salvaguardar el
patrimonio de otro reducido grupo de gente que lleva siglos
disfrazándose de propietarios, acaparando lo que es de todos y dictando
lo que hace el resto de gente disfrazada. No te puedes tomar en serio
algo así, aunque desgraciadamente por esa broma pesada la gente pierda
su libertad, su salud, física y mental, años de vida o incluso la vida
misma.
Pero por mucho daño que nos
hagan no podrán borrar nunca una evidencia cruda: sus leyes, incluso las
de sangre, están escritas en papel y hay que tener la certeza de que
algún día, más tarde o más temprano, lloverá.
Desde aquí, y a modo de
conclusión, sólo quiero ofrecer mi agradecimiento a todas las compañeras
y compañeros y a todos los colectivos que de una u otra forma se han
solidarizado con mi situación personal. Nunca podré agradecerles lo
suficiente. Ustedes han hecho posible que pudiera seguir activo en un
frente de lucha tan desgraciada pero necesariamente público y visible
como el que afrontan la Federación Anarquista de Gran Canaria y el
Sindicato de Inquilinas de Gran Canaria. También a mis compañeras y
compañeros de ambas organizaciones, a mis compis de fatiga diaria, por
estar ahí cuando lo más fácil era no estar, por ayudarme a recoger los
pedazos. Gracias a todos.
Sólo recuerden que si estos
cabrones nos prohíben respirar sólo obtendrán una cosa: una
desobediencia, como mínimo, de doce veces por minuto. Respiren fuerte,
mis compas.
Ruymán Rodríguez
Norte de África, a finales del año 1 de la distopía pandémica
Fuente: https://anarquistasgc.noblogs.org/