Parece ser el
territorio un elemento importante en el crecimiento de la economía, que
es como decir en la acumulación de capitales. Con la perspectiva del
cambio climático y de la “transición energética” del capitalismo, el
territorio en tanto que paisaje es un factor estratégico de primer orden
en boca de sus administradores. No hace falta calentarse la mollera con
esto, pues cada año en Cataluña son clasificadas como suelo urbanizable
más de cien mil hectáreas, al tiempo que toda clase de infraestructuras
devoran la tierra fértil. La sobreurbanización implica la
hipermovilidad. En el territorio catalán se producen alrededor de veinte
millones de desplazamientos diarios, la mayoría en vehículo privado (el
número de coches crece a mayor velocidad que el de habitantes). Encima,
un alud de proyectos “disneylandistas” camuflados o no tras la
candidatura Barcelona-Pirineos a los Juegos de Invierno lo quieren
transformar; planes, leyes y decretos a montones concurren para regular
dicha transformación sin molestarla demasiado. Como de costumbre, el
discurso dominante alude al desarrollo y a los mercados, y apunta a
“nuevas expectativas de actividad” y “oportunidades” para los hábitats
rurales, pero añade ingredientes ecodesarrollistas como lo de la
cohesión territorial, el ocio responsable, la conservación del
patrimonio y la protección del medio ambiente. En la práctica, la
fragmentación y la fagocitación del territorio continúan su camino
ascendente. Como sea que el interés particular es la ley y que, desde
hace más de dos siglos, las ganancias determinan la tonadilla de los
dirigentes, el cambio de letra denota un cambio de dirección en la
obtención de plusvalías. ¿Qué es lo que pasa? ¿Dónde estamos? A fin de
encontrar respuestas adecuadas pasaremos revista desapasionadamente a la
actual realidad catalana.
Cataluña es una sociedad plenamente urbana, una “ciudad de ciudades”,
como dirían los tecnócratas de la socialdemocracia catalana. El 95% de
la población vive en núcleos de más de dos mil habitantes y hay censados
menos de 25.000 campesinos. El derecho a la ciudad tan caro a los
urbanistas de la “izquierda” institucional ahora es un deber; casi todo
el mundo ha de vivir aunque no lo quiera en un entorno urbanizado. El
modo de vida característico de la urbe se ha generalizado, o dicho de
otra manera: el vivir se ha industrializado. Al menos desde de los
fastos olímpicos del 92, Cataluña es una especie de archipiélago
metropolitano, o más claro, un “sistema” urbano fuertemente
centralizado. El país orbita alrededor de una enorme conurbación de casi
cinco millones y medio de habitantes -una de las más grandes y
contaminadas de Europa- conectada con otras más pequeñas, que en
conjunto abarca el 16% del territorio. De un modo u otro, todos los
catalanes son barceloneses. Cataluña entera obedece a las necesidades de
la metrópolis, dictadas por la dinámica desarrollista a ultranza
correspondiente a la fase globalizadora. Es la “Cataluña ciudad” soñada
por los idealistas burgueses de los ochenta, macrocefálica y
depredadora, elitista y fenicia, crisol de trepas y especuladores, que
no obstante se describía con rostro humano, cosmopolita y progresista,
cuna de un capitalismo popular, democrático y participativo, llena de
oportunidades para todos. Si la Gran Barcelona industrial de los sesenta
y setenta era el motor de la economía española, ahora, en plena
terciarización, se afana por ser un nodo -un “hub”- de la economía
mundial. Si prestamos atención a quienes mueven los hilos de la
planificación inútil y deciden el infeliz destino de los catalanes, el
paso siguiente es formar parte de una “eurorregión” mediterránea con el
turismo por único soberano, donde los beneficios se multipliquen por
diez y el pastel nunca se acabe.
La metrópolis ha sido siempre el problema, nunca la solución. En
cualquier momento, su poder desintegrador del territorio ha sido
inmenso. Las elites urbanas lo reconfiguraron brutalmente -lo
“reordenaron”- imponiéndole unas servidumbres tras otras. De hecho, la
contradicción entre campo y ciudad se desvaneció hace treinta o cuarenta
años. Los límites municipales se fueron desbordando hasta que las
diferencias entre dentro y fuera quedaron borradas. Todo terminó en
urbano o periurbano. Se puede afirmar que hoy en día en Cataluña el
mundo rural propiamente dicho no existe o es muy residual. Bueno, aún se
cultiva el 25% del territorio, pero la agricultura se desenvuelve bajo
parámetros industriales y acata las reglas impuestas por las
multinacionales de la alimentación. Es una agricultura no soberana, sin
verdaderos agricultores. Los viejos saberes campesinos se perdieron
irremisiblemente, igual que las costumbres o el derecho consuetudinario.
De las prácticas antiguas de los pueblos tales como los consejos
abiertos, los repartos vecinales, la enfiteusis, los campos abiertos y
los bienes comunales o propios nadie se acuerda. En fin, el modo de
producción agrario tradicional, y junto a él, la sociedad auténticamente
campesina, desapareció hace casi un siglo. Era precapitalista, luego
incompatible con el capitalismo y con el tipo de Estado centralizador y
fiscalizador correspondiente: tenía que ser liquidado. A pesar de todo,
el proceso de exterminio fue lento: en 1890 la producción agraria,
basada en la trinidad cereales-vid-olivo, todavía superaba a la
industrial. Hasta entonces, Cataluña era un país mayoritáriamente
agrícola. Hoy apenas tiene industrias propiamente dichas. La gente del
campo perdió el control de los lugares donde vivía y siguió por fuerza
las directrices del mundo urbano. Los campesinos se convirtieron en
ocupantes del patio trasero de la metrópolis, los últimos en enterarse
de lo que les concierne. El campo perdió población a espuertas. Cerca de
la cuarta parte de los municipios catalanes hoy están en peligro de
extinción. Toda una civilización se hundió sin remedio y ni siquiera el
museo etnológico es capaz de ofrecer un cadáver folklórico convincente.
Habrá que echar mano al azar de algunas antiguallas para poder
confeccionar una identidad local susceptible de convertirse en capital
simbólico y atraer visitantes. El territorio esta siendo reinventado
para adquirir el mayor valor posible en los mercados vacacionales. Eso
no es nuevo en absoluto; la novedad consiste en que si la reinvención
antes era consecuencia del capitalismo posmoderno, ahora es su premisa.
La tierra es más que nunca de quien no la trabaja: el territorio es para
explotar más que para vivir. La casa del labrador se llenó de
urbanitas. ¿Cómo hemos llegado a esto? Veamos las etapas de este maldito
recorrido.
La “revolución” industrial provocó el retroceso económico de la
producción agraria y alumbró una nueva clase de asentamiento sin
contornos fijos, donde se concentraban bancos, fábricas y mano de obra,
en gran parte proveniente del campo: la ciudad industrial.
Barcelona, que en la Guerra de Sucesión tenía solo 35.000 habitantes,
creció hasta los 184.000 en 1857, en vísperas de la demolición de sus
murallas, lo cual originó la expansión fabril por el llano circundante.
Primero el ferrocarril y luego el tranvía crearon los suburbios. Si en
el año 1900, Barcelona contaba con más de medio millón de habitantes,
principalmente burgueses y proletarios, durante la Guerra Civil
sobrepasaba el millón, el 37 % de la población catalana. A partir de
entonces, el peso de la ciudad, rodeada por un cinturón industrial, no
cesará de aumentar, y la lucha de clases, a pesar de la derrota
republicana, seguirá caracterizando su historia hasta el advenimiento de
la sociedad de consumo masivo. La agricultura tradicional, ya
descomunalizada, caerá en picado con la llegada de la mecanización, los
abonos químicos, los cultivos especializados y la ganadería intensiva.
Allá por los años cincuenta del siglo pasado, la masía entró en crisis
para nunca jamás remontar. La demanda del mercado nacional seguiría
empujando hacia arriba la industria y, en consecuencia, extendiendo la
conurbación. Las autoridades franquistas fueron muy conscientes del
fenómeno y aplicaron las normas de zonificación recomendadas por el
CIAM, decretando la separación entre fábricas y viviendas y el traslado
de la industria barcelonesa al extrarradio. El Plan de Ordenación de
Barcelona de 1953 fue el primer intento de racionalización instrumental
de la Barcelona metropolitana. A lo largo de los años sesenta y gracias
al automóvil se consolidará una primera corona de 36 municipios,
reconocida legalmente en 1974 como Corporación Metropolitana, y luego
rebautizada como AMB, Área Metropolitana de Barcelona. La continuidad
del urbanismo franquista más allá de la muerte del dictador dio un salto
cualitativo en 1987, cuando la Generalitat pujolista disolvió la
corporación por temor a ceder poder a una institución en manos de
competidores políticos.
La numerosa llegada de inmigrantes entre 1965 y 1975 había propiciado
la construcción de horrorosos bloques abiertos de pisos de calidad
ínfima que enriquecieron a sus promotores, afearon el paisaje urbano y
segregaron a los trabajadores en barriadas obreras cada vez más alejadas
de un centro cada vez más degradado e insalubre. De los equipos
municipales nacidos en las primeras elecciones de “la democracia”
salieron reformas tecnopopulistas que contaron con un cierto soporte
empresarial, profesional y vecinal. El modelo Barcelona,
elaborado por arquitectos “recosedores”, defensores de la
institucionalización de las coronas, fue el paradigma urbanístico del
desarrollismo posfranquista. Cuando hubo reactivación económica, el
idílico “derecho a la ciudad” del urbanismo de fachada
social-tecnocrático desembocó en una apuesta por el transporte privado y
una prosaica subida del precio del metro cuadrado, suprimiéndose en la
práctica el derecho a la vivienda y dándose vía libre a la especulación,
a la destrucción del patrimonio y a la gentrificación. En 1977,
bastante antes de la entrada de España en la Comunidad Europea, la
ocupación en el sector servicios sobrepasó a la ocupación industrial. La
circulación -o los “flujos”- y el tratamiento industrial de actividades
terciarias aventajaban en capacidad de empleo a la decadente producción
fabril. Eso significaba cada vez más un uso no manufacturero de los
viejos polígonos y un uso no agrícola del espacio rural. Barcelona tuvo
que “ponerse guapa”, que es como decir que hubo de adaptarse a las
condiciones de la naciente “cultura del ocio”, o mejor, industria del
entretenimiento. De derechos del ciudadano no quedó ni un pellizco. Ante
el impulso del consumo privado -ante la colonización de la vida
cotidiana- la alianza política entre las clases medias, la aristocracia
obrera y los empresarios progresistas hizo aguas. Con el posfranquismo
económico se agotaron las metas universales y todo el mundo se sumergió
en la vida privada. A mediados años ochenta, mucho más de la mitad de
los catalanes se consideraba clase media y soñaba en coches de alta
gama, adosados y vacaciones en contacto con la naturaleza domesticada.
Entonces, tal como ya había pasado con la costa, la frecuentación
sistemática y masiva del interior, especialmente de la montaña
pirenaica, -y la construcción de segundas residencias que derivaba de
ello- se reveló como la mayor fuente de ingresos y la mejor alternativa a
la industrialización. La comercialización del tiempo “libre” ofrecía
sin lugar a dudas mejores expectativas que la producción de alimentos,
tejidos, electrodomésticos o motocicletas: el deseo de los asalariados
de evadirse del trajín cotidiano era mucho más rentable que la demanda
de víveres y bienes de consumo. Pasado un tiempo, el derecho de escapar
un rato de la aglomeración urbana ahogaría el derecho a habitar en un
entorno campestre y a cultivarlo. Prioridad pues al cemento, al asfalto y
al esparcimiento mercantilizado. La urbanización se hizo difusa,
consumidora abusiva de terreno y muy agresiva. El territorio tuvo que
incrementar su conectividad, mejorar sus accesos y multuplicar los
espacios recreativos. Las urbanizaciones, los hoteles y los campings, la
red viaria y finalmente internet nos introdujeron en una especie de
pesadilla extractivista. Las infraestructuras tomaron más importancia
que el espacio público y los hábitos cooperativos antaño arraigados: los
técnicos al servicio de los inversores dijeron que “vertebraban” el
territorio mucho más que las tradiciones y la solidaridad, y nosotros
decimos que definen la dominación -el Poder- mejor que las
instituciones.
Incluso antes del horizonte del 92 se impusieron los partidarios de
la desregulación del mercado del suelo y la supresión de trabas
ordenancistas. Un urbanismo perverso -al que podría llamarse olímpico-
tomó el relevo al urbanismo táctico de las plazas duras y los
“esponjamientos”, escudado en una calamitosa arquitectura de “marca” y
un gran acontecimiento deportivo. Entrábamos en la sociedad de los
edificios-espectáculo. El sector inmobiliario se perfilaba ya como motor
principal de la economía. La superficie construida se duplicó en
seguida; el proceso de suburbanización fue más intenso que nunca y se
dio preferencia descarada a las autopistas. La corrupción y la deuda de
los consistorios ayudaron lo suyo. A cuenta de las clases medias
motorizadas, los conjuntos residenciales camparon a sus anchas.
Surgieron como setas grandes superficies, naves logísticas y zonas de
aparcamiento. Se proyectaron nuevas “rondas”, “patas” y variantes. La
expansión del área metropolitana y la expulsión de los pobres de la
capital y la AMB fueron el resultado inmediato. En la década de los
ochenta se levantaba acta de una segunda corona sin status oficial de
más de cuatro millones de habitantes. Agrupaba a 164 municipios. En los
noventa, la primera corona se había colmatado e incluso perdía
habitantes, mientras que la segunda, denominada Región Metropolitana de
Barcelona, RMB. disponía de suelo y se extendía a discreción. La
destrucción del territorio estaba servida. Hacia el 2000, se fusionaba
lo urbano con lo periurbano. Estábamos a un paso de la
“Cataluña-ciudad”, o más exactamente, en la Cataluña globalizada. La
“vocación metropolitana” del capitalismo político catalán se había
realizado, pero ¡de qué manera! El ritmo acelerado de vida en la
conurbación, los nuevos hábitos consumistas promovidos por el
endeudamiento alegre y una panorámica de grúas, mostraban sus horribles
resultados. Barcelona-municipio permanecía en el centro del caos,
luciendo escaparates, celebrando ferias, ofreciendo plazas hoteleras y
empleos basura, y disparando el precio de la vivienda. Así, los
problemas se traspasaron al territorio, objeto de los frenéticos fines
de semana de centenares de miles de personas. Aparte de los daños
ambientales, el alto grado de dispersión edificatoria elevó en gran
medida el coste de los servicios y de las infraestructuras
imprescindibles, obligando a una tímida regulación del hecho
metropolitano mediante un Plan Territorial aprobado en 1998, pero no
concretado del todo hasta 2010. El interés privado se sobreponía
claramente al público (supuestamente el de la administración) o, mejor
dicho, ambos se habían vuelto idénticos.
No era necesario que encima se apostara ostentosa y gratuitamente por
las finanzas internacionales y el turismo, como hizo el desastroso
Fórum maragalliano de las Culturas de 2004, puesto que la
parquetematización de Barcelona era un hecho afianzado y la
globalización, algo imposible de evitar aunque se quisiera. La crisis
inmobiliaria posterior convenció a la plutocracia catalana de la
urgencia de finalizar el periodo de edificación desordenada y vertederos
incontrolados. Se imponía girar -aunque fuese de boquilla- hacia lo
verde de acuerdo con las instrucciones europeas. En 2008 la población
concentrada en la RMB se acercaba a los cinco millones y la llegada de
turistas batía todos los récords. El turismo surgía como el único motor
económico de la Cataluña de los “flujos” apaciguados. La explotación
intensiva del territorio en todas direcciones y el despilfarro de
recursos asociado que comportaba -en idioma tecnócrata, la
“diversificación de la oferta” ante la “demanda externa”- clamaba por un
maquillaje completo. El paisaje, sucio, maltratado y desmembrado, era
más que nunca un elemento básico del “relanzamiento económico”,
especialmente en las zonas entre mar y montaña, donde se estaban
ubicando las vías del tren de los ejecutivos (el TAV) y las pistas de
aterrizaje en compañía de los aerogeneradores, las placas fotovoltaicas,
las incineradoras, las líneas de alta tensión y las plantas de
reciclado. La entrada de Cataluña”en el siglo XXI”, es decir, el
progreso de la clase dirigente catalana en el panorama internacional
exigía cosas ecológicamente incorrectas como la ampliación del
aeropuerto de El Prat. De cualquier forma, el ruido en torno al
calentamiento global y la energía “limpia” obligaba a una normativa
conservacionista de improbable aplicación.
En realidad, apenas se trata de la conservación del medio o de
modificaciones significativas del modelo energético “fósil”, y en
absoluto del final del sistema alimentario globalizado o de la
especulación a todos los niveles: era caso de la explotación
“sostenible” del territorio (sic), o sea, de planificaciones “flexibles”
y “ajustadas a la diversidad” que no disminuyan la rentabilidad de las
operaciones, ni la credibilidad de las autoridades. Se trata pues de la
incorporación suave de los costes de la destrucción del territorio al
precio del producto turístico-residencial, a través de una suerte de
fusión de ambientalismo, política y negocios. En resumen, el
desarrollismo teñido de verde. Una nueva ley, todavía en fase de
anteproyecto, cargará con la tarea de establecer un uso del territorio
que los expertos al servicio de los promotores quieren “eficiente”,
“competitivo” y a su manera “sostenible”, de forma que las condiciones
reales que nos han llevado a la situación en la que nos encontramos no
se alteren sustancialmente, las fuentes del beneficio privado no se
agoten, y la locomotora del progreso continúe su marcha por los raíles
del estatismo hacia el precipicio sin que ningún freno intervenga.
Miquel Amorós
Jornades per l'agitació “Rehabitem les ruralitats”, a Les Llosses (Ripollès) el 18 de setembre de 2021