En el protoanarquismo, se puede comprobar que Proudhon observaba la
nación disociada del Estado, como parte de un engranaje de organización
federativa, clave para la construcción del internacionalismo en la
futura sociedad; poseía esta visión un carácter flexible y
descentralizador y debía sustentarse en otras entidades autónomas como
la región, el municipio o el barrio. Para Bakunin, la formalmente
llamada «liberación nacional» de los pueblos sometidos estaba
indisociablemente unida a la revolución social antiestatista y
federalista -es conocida su visión al respecto sobre los distintos
pueblos eslavos, enfrentados a los imperios ruso, austriaco, turco y
prusiano-, negando, a priori, cualquier derecho histórico o político ya
que la voluntad del pueblo se encontraba por encima de todo; opinaba que
la nación es para los pueblos lo mismo que la individualidad para cada
uno, un hecho natural y social, un derecho inherente a pensar, a hablar,
a comportarse y a sentir de una manera propia, enfrentada a los
Estados, tendentes a anular esa libertad tanto en naciones como en
individuos. Es importante insistir en la divergencia ideológica entre
Marx y Bakunin, también notable en este aspecto. La visión del alemán,
insistente en su teoría de la expansión económica y desarrollo de las
fuerzas de producción que desembocarían en el socialismo, negaba
cualquier particularismo local o nacional -y, por lo tanto, negaba
cualquier movimiento independentista o revolucionario a nivel local- ya
que sería absorbido por el gran proceso. De nuevo estamos ante un
conflicto polémico que conlleva demasiados vericuetos, especialmente con
la perspectiva histórica que nos da la actualidad. Sin embargo, puede
destacarse el mayor acierto y honestidad del anarquista ruso -al menos,
en aquel contexto histórico- frente al pensador germano. Hay que matizar
que para Bakunin la nacionalidad, separada del Estado, no era un
principio universal ni un ideal en sí mismo, sino una consecuencia
histórica, un hecho local del que tienen derecho a participar los
pueblos. Kropotkin no se encontraba muy lejos de su compatriota en sus
análisis de los movimientos de liberación nacional, los cuáles no podían
tener un carácter meramente nacionalista ya que los factores económicos
y sociales eran vitales para su lucha antiimperialista. Consideraba que
los libertarios debían estar al lado de esta lucha contra la opresión, y
darle un mayor énfasis a la cuestión social.
Es más, la Primera Internacional nace en gran medida por la
consideración de que la llamada liberación nacional solo era sinónimo de
explotación nacional, la proclamada nación solo tenía cadena para los
trabajadores. Puede expresarse como que los obreros no tenían país y se
organizaron en la Internacional. Conocida es la divergencia entre
seguidores de Marx y de Bakunin, sospechosos los anarquistas de que el
autor de El capital quería convertir la organización en un Estado
tan represivo como los feudales o los nacionales. Las versiones
posteriores de la Internacional no tuvieron ya en su seno a los
anarquistas, hasta tener el colofón de una organización amoldada a la
Unión Soviética, al partido dirigente de la misma y a su fundador Lenin.
Aunque el propósito de la Tercera Internacional pretendía ser el
derrocamiento del capitalismo, el proceso desarrollado en el Estado ruso
no dejaba de ser similar a los de las naciones capitalistas. La
explotación y el saqueamiento de recursos se hizo igualmente, con una
fuerza policial cada vez más poderosa que dirigía su represión contra el
interior de la nación, y así el comunismo se convirtió en equiparable a
una organización totalitaria de perfecto control. Así, en los países
totalitarios, en los que burguesía no llegó a crear una nación poderosa,
el papel lo cumplió otra clase con un discurso diferente
seudorrevolucionario, aunque no dejaba de producirse la explotación
capitalista y, especialmente, la opresión nacional. Incluso, los
herederos de Lenin y Stalin, ante el obvio fracaso en acabar con la
explotación del hombre por el hombre y con el trabajo asalariado,
empezaron a hablar de «liberación nacional». Este concepto presuponía,
como es obvio, un Estado, una organización social jerarquizada con sus
fuerzas policiales, y hacía hincapié en una supuesta liberación
económica (sin que haya nada ya del componente romántico que tenía el
nacionalismo en sus orígenes). Visiones ácratas posteriores, como
muestra Fredy Perlman en El persistente atractivo del nacionalismo,
llegan a considerar que sin capital, sin un proceso de producción
capitalista (el cual se produjo igualmente en los llamados países
socialistas y en los fascistas), no habría poder ni nación. Los líderes,
así como toda clase de directivos generales, son parte nacional y parte
del proceso de producción capitalista.
Rudolf Rocker, otro gran pensador y activista ácrata, en su obra Nacionalismo y cultura,
se muestra claramente reacio al concepto que nos ocupa al ver una
«voluntad de poder» detrás de todo lo nacional y considerar que «el
aparato del Estado nacional y la idea abstracta de nación han crecido en
el mismo tronco»; la separación de unos pueblos y otros tiene su
génesis y su fortalecimiento en la opresión política de los Estados.
Consideraba el teórico alemán que existía una clara ruptura entre la
cultura y el nacionalismo, ya que era mucho más influyente en el
individuo su entorno intelectual que el llamado «espíritu nacional». El
«nacionalismo cultural» es indisociable de su vertiente política,
mostrando las mismas aspiraciones de dominio. Para Rocker, la separación
entre pueblo y nación era tan clara como entre sociedad y Estado; bajo
ningún concepto se puede considerar el Estado como un efecto de la
nación, más bien a la inversa. La conciencia nacional, al igual que la
religiosa, no es innata en el ser humano, sino algo impuesto por el
ambiente o la educación, una traba más en la definitiva emancipación
universal. Es este criterio el que, bajo nuestro punto de vista, más se
ajusta a la visión general anarquista, el de considerar a todo
nacionalismo fundamentalmente reaccionario, ya que pretende la
uniformización de una comunidad en base a unas creencias
predeterminadas. El nacionalismo se mostraría como una creación cultural
apriorística elevada a la categoría de sujeto colectivo, que se eleva
por encima de los individuos y los relega a una condición
histórico-cultural parcelada; se establecen así, artificialmente,
diferentes identidades que abundan en la separación y falta de
colaboración de la humanidad. Insistiremos en que este análisis no
difiere demasiado del que se haría de la religión desde una óptica
libertaria. El mismo Rudolf Rocker afirmó que el nacionalismo constituía
la religión del Estado.
Fraternidad universal
Como hemos mostrado, el anarquismo es desde sus orígenes internacionalista; tal y como dice Ángel Cappelletti en La ideología anarquista,
se entiende «que las fronteras políticas son obvia consecuencia de la
existencia de los Estados, no pueden menos que considerarse también
fruto de una degeneración autoritaria y violenta de la sociedad». ¿Qué
propone y revindica entonces el anarquismo como sustituto de ese
sentimiento político y cuasirreligioso? Se recoge en el anarquismo una
herencia cosmopolita, una cambio de paradigma producido en la Antigua
Grecia por parte de escuelas de pensamiento como la cínica y la estoica,
basándose en observar a la humanidad como un todo natural y moral. Esa
visión se filtrará siglos después a través de la Ilustración, y podemos
hablar de unos de los componentes primordiales de la filosofía social
anarquista; es posible que solo el anarquismo, y por supuesto los
anarquistas, han sido fieles a esta idea ética de la fraternidad
universal. El anarquismo considera que los tres grandes conceptos
herencia de la Revolución Francesa están estrechamente vinculados:
libertad implica necesariamente igualdad y fraternidad; esa herencia
cosmopolita de la Antigüedad se concreta en la modernidad como una gran
aspiración universal. Posteriormente, se reducirá notablemente ese ideal
en beneficio de la nación-Estado, aunque tantas veces se presente en su
forma republicano-democrática. El anarquismo considera que la
fraternidad es endógena al individuo; si ese sentimiento es exógeno, se
apropia de él una instancia externa y trascendente al ser humano se abre
la puerta al autoritarismo.
Nos atrevemos a sostener entonces que el anarquismo es la evidente
antítesis del nacionalismo, no parece concebible ninguna compatibilidad
más allá de los rasgos libertarios (siempre enfrentados a otros
autoritarios e inhibidores) que pueda presentar cualquier idea o
creación humanas. Carlos Malato, en La filosofía del anarquismo,
utiliza el término «patria» (si bien, como claro sinónimo de nación) y
la acusa de no ser más que una religión vulgar, una nueva fe que
substituye a la antigua. Incluso, se apela a lo que es «natural», y no
lo es rechazar a una persona que ha nacido al otro lado de una frontera.
El deseo histórico es que la idea de la patria se acabe fundiendo en la
idea de la humanidad, lo cual constituye otra manera de entender el
progreso. Tal y como lo expresa Malato, de manera muy bella y nítida,
hay dos manera de negar la patria: uno bárbaro e inconcebible, que es
desear la ruptura de un país unificado por el idioma y por una serie de
costumbres, lo cual supondría el regreso al provincianismo de épocas
anteriores; otra manera de negar la patria, tal y como se vincula a una
nación y a un Estado, es preconizando la federación de pueblos libres,
«una patria única y sin rival». Naturalmente, esta convicción no es
simplemente un programa político que podamos aplicar en un futuro
próximo, es un deseo consustancial al anarquismo, un ideal a perseguir
que comienza considerando a todos los seres humanos nuestros hermanos,
observándoles como individuos autónomos que forman parte de pueblos
libres. Los ideales inconclusos de libertad, igualdad y fraternidad solo
adquieren sentido en el anarquismo, no aplicados con una mirada
estrecha ni mediatizados por algún nuevo poder político.
El persistente atractivo del nacionalismo
Fredy Perlman, en El persistente atractivo del nacionalismo,
considera que se trata de un concepto que ha sido revitalizado con el
tiempo, no solo por parte de los conservadores, también por la de muchos
que se consideran revolucionarios. En éste último caso, se asegura que
el nacionalismo es sinónimo de liberación de los oprimidos, tanto a
nivel personal, como cultural. El nacionalismo, según esta visión
presuntamente emancipadora, vendría a ser «una estrategia, ciencia o
teología de la liberación, como la culminación del dictado de la
ilustración, afirmando que el conocimiento es poder». En cualquier caso,
como ya hemos dicho al principio, el nacionalismo no posee una
definición definitiva, ya que se han producido diversas experiencias
históricas en las que el término va adaptándose. Resulta muy interesante
la visión de Perlman al respecto, desmontando una serie de tópicos
«revolucionarios». El primero de ellos es considerar el imperialismo un
fenómeno relativamente reciente, como la última fase de un capitalismo
que pretende conquistar el mundo entero, y ver el nacionalismo (las
luchas de liberación nacional) como un eficaz remedio contra ello. En
cualquier caso, volviendo a los inicios históricos, hay que decir que el
concepto de nación-Estado surge de las revoluciones del siglo XVIII y,
anteriormente, únicamente puede hablarse de imperios. Tal y como afirma
Perlman, el nacionalismo se convirtió en la metodología que condujo al
imperio del capital. Otro de los factores responsables del mundo
contemporáneo es el matrimonio entre capital y ciencia, debido al cual
el medio natural se convirtió en un mundo procesado, en artificio, y se
redujo a gran parte de la humanidad a meros servidores de ese artificio.
Durante el siglo XIX, los detentadores del capital explotaron la
mistificación de la «identidad colectiva», la búsqueda de factores de
cohesión con aquellos que explotaban. Si era complicado movilizar a las
personas como sirvientes o clientes leales, sí podía hacerse como fieles
compañeros de una misma nación. Esos factores de cohesión nacional,
como la lengua, las costumbres o la religión, se convirtieron en
materiales para la construcción de las naciones-Estado. Pero esos
factores eran medios, y no fines, ya que lo que se pretendía desarrollar
en realidad eran las economías nacionales. La primera fase del proceso
nacionalizador abarca el periodo que se inicia con las revoluciones del
siglo XVIII (americana y francesa) hasta el final del la Primera Guerra
Mundial. En ese colofón, los estados dinásticos se convirtieron en
naciones en las que la burguesía pasa a ser la clase dominante. Sí hay
que aclarar que la burguesía de otras culturas más débiles, como es el
caso de turcos y armenios, las cuales aspiraban a la misma dominación
territorial, fue exterminada (y establecemos aquí una lógica entre
evolución del concepto nacionalista con el genocidio de otros pueblos).
Perlman insiste en la mistificación de la llamada identidad colectiva,
como el mismo lenguaje o la misma religión, ya que solo era usada como
material de unificación como una razón pragmática. Esos rasgos
compartidos solo eran importantes porque resultaban útiles para dar
lugar a una fuerza policial que protegiera la propiedad nacional y una
armada que despojara a los extranjeros.
La visión de Perlman es, tan lúcida, como pesimista, ya que considera
que el nacionalismo continúa resultando atractivo a los oprimidos ante
la ausencia de otros proyectos. Insistiremos en su visión: el
nacionalismo es un producto del proceso de producción capitalista
(dentro de este proceso, Perlman critica también a la ciencia aplicada y
a sus especialistas, los cuales se colocan al servicio de la opresión).
Desgraciadamente, dentro de esa liberación nacional no existe ya lucha
de clases ni afán antiautoritario, ya que el proletariado aspira
simplemente a dejar de serlo y ocupar los más elevados puestos. El
pragmatismo más mezquino que ofrece la nación-Estado en connivencia con
el capital ha triunfado, solo en principio, y ante un horizonte de
nuevas luchas, sobre los más nobles valores y las más altas aspiraciones
de la humanidad. El anarquismo se observa como la gran esperanza para
una sociedad de clases en la que conceptos como libertad, solidaridad y
fraternidad universal adquieran un verdadero sentido que haga difícil
reproducir modelos autoritarios.
Capi Vidal
Fuentes:
-Ángel Cappelletti, La ideología anarquista (Ediciones en movimiento, Bogotá 2004).
–Eduardo Colombo, El espacio político de la anarquía (Editorial Nordan-Comunidad, Montevideo 2000).
–Fredy Perlman, El persistente atractivo del nacionalismo (Al Margen, Valencia 1998).
-Mijail A. Bakunin, Escritos de filosofía política (Ediciones Altaya, Madrid 1994).
-Murray Bookchin, Noam Chomsky, Herbert Read, Colin Ward, John P. Clark, Ángel J. Cappelletti, El anarquismo y los problemas contemporáneos (Ediciones Madre Tierra, Madrid 1992).
-Piotr Kropotkin, El Estado y su papel histórico… op. cit.
-René Furth, Formas y tendencias del anarquismo (Editorial Nordan-Comunidad, Montevideo 1970).
-Rudolf Rocker, Nacionalismo y cultura (Reconstruir).
-Víctor García, El pensamiento de P. J. Proudhon (Editores Mexicanos Unidos, México D.F. 1981).