Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

miércoles, octubre 22

La ideología de la Inteligencia Artificial

 


La IA son principalmente máquinas de síntesis de textos. Por lo tanto, no hay una conciencia inminente o una nueva entidad que quiere destruirnos. Lo que tenemos es propaganda, cuyo principal objetivo es acelerar despidos, alimentar especulación financiera y desviar inversiones y recursos para una nueva huida hacia delante de las élites económicas.

Hace más de ochenta años que se desarrollan modelos de informatización y automatización. Un cierto sentido del ridículo ha hecho que la mayoría de las personas implicadas en estas investigaciones hayan evitado llamarlo “Inteligencia Artificial”, o IA. En consonancia con el espíritu de nuestro tiempo, los nuevos tecnolordes MuskThielZuckerberg y Bezos han invertido cientos de millones en las redes sociales, el mundo académico y la prensa para promover el bombo de la “Inteligencia Artificial” y normalizar esta expresión. Pero su proyecto ideológico no es innovador.

La IA son principalmente máquinas de síntesis de textos (y en menor medida, máquinas de análisis y clasificación de imágenes y patrones para coches “autónomos” y deepfakes). Estas máquinas son incapaces de producir nueva información, no “piensan” sobre lo que están escribiendo, utilizando sólo la probabilidad de lo que se escribirá a continuación, de acuerdo con las bases de datos con las que han sido programadas. Por lo tanto, no hay una conciencia inminente o una nueva entidad que quiere destruirnos como el Terminator de James Cameron. Lo que tenemos es propaganda, cuyo principal objetivo es acelerar despidos, alimentar especulación financiera y desviar inversiones y recursos para una nueva huida hacia delante de las élites económicas y políticas.

La principal ilusión de la IA para el gran público ni siquiera son las probabilidades que construyen textos y listas generalmente coherentes, sino la fase de mejora de las respuestas, una nueva capa de pintura que produce un lenguaje casi humano. Lo llaman “Inteligencia Artificial”, pero su verdadero nombre es Modelo de Lenguaje a Gran Escala. Los modelos más famosos son ChatGPTClaudeGeminiDeepSeek y MechaHitler (Grok).

Teniendo en cuenta el desastroso estado de la información en Internet hoy en día, los modelos lingüísticos ya están sufriendo una especie de enfermedad de las vacas locas. Al igual que las vacas de los años 90 enfermaron cuando se las alimentó con harina de huesos y carne de otras vacas, los modelos lingüísticos también están degenerando cuando se programan a partir de los datos de Internet, donde ya hay tantos datos producidos por otros modelos lingüísticos, sobre todo ChatGPT, que los errores pueden engrosar hasta lo incomprensible. Al igual que la enfermedad de las vacas locas contaminó a los humanos, la IA nos está contaminando definitivamente.

Los modelos lingüísticos no van a acabar con la humanidad ni a sustituir las tareas esenciales de las sociedades y acabar con el trabajo inútil

 Las promesas que nos hacen los tecnolordes y políticos que siguen el furor de la IA son, en general, falsas, tanto las buenas como las malas. Los modelos lingüísticos no van a acabar con la humanidad ni a sustituir las tareas esenciales de las sociedades y acabar con el trabajo inútil. En realidad, están creando trabajo precario, mal pagado y oculto, entre otras cosas, por parte de personas que tienen que comprobar que las respuestas dadas por los modelos están en un lenguaje educado y no son el MechaHitler de Elon Musk haciendo llamamientos a genocidios judíos y violaciones masivas. Esto no significa en absoluto que no haya ya millones de personas despedidas por el furor de que ChatGPT u otro modelo lingüístico las sustituya. Muchas son recontratadas por menos sueldo poco después.

Los modelos lingüísticos actuales no producen conocimientos más allá de lo que ya contienen las bases de datos que los programaron. Hemos visto a negacionistas del clima afirmar que los modelos lingüísticos resolverán la crisis climática, pero esto es redundante. Los modelos basados en textos científicos y en décadas de negociaciones sobre el clima saben cómo resolver la crisis climática, que es de dominio público desde hace décadas: acabando con la industria fósil a muy corto plazo. Los modelos basados en la pseudociencia y en contenidos aleatorios sacados de internet vomitarán basura como respuesta. Si lo que entra en la programación de los modelos es malo, lo que sale sólo puede ser malo. La cuestión no es que una IA sea demasiado inteligente y nos aniquile, la cuestión es que no hay inteligencia de por medio.

Sin embargo, los modelos lingüísticos empiezan a utilizarse de forma generalizada, con algoritmos desconocidos y privados, gestionando cantidades ingentes de datos. Está garantizado que habrá interpretaciones erróneas de los datos y peticiones que causarán daños irreparables (en la salud, en los datos criminales, en los sistemas energéticos, en la asignación de ayudas sociales, como ya ha ocurrido en varios países). No habrá nadie a quien culpar de las consecuencias, ya que los multimillonarios que difunden la IA externalizan su responsabilidad en todo esto con el respaldo de las élites políticas.

La difusión de modelos lingüísticos a gran escala corresponde a un proyecto ideológico de los señores de la tecnología, que venden la idea de que los seres humanos no son más que versiones orgánicas de los ordenadores, reducidos estrictamente a lo que pueden producir. En el capitalismo, la principal promesa de la IA que cuenta es la posibilidad abstracta de hacer redundantes o innecesarios una serie de empleos. Ni siquiera se trata de hacerlos redundantes o innecesarios, sino simplemente de crear la ilusión de que pueden abrir la puerta al despido de millones de personas, sin ni siquiera tener que demostrar cómo la IA sustituiría a esas personas. Es el eterno retorno al “aumento de la productividad”, sustituyendo teóricamente la mano de obra por la tecnología. Para instalar este proyecto ideológico a gran escala, habría que normalizar el robo generalizado de datos y el fin de la privacidad, con sistemas de vigilancia y castigo permanente para los más pobres. Esto no tiene nada que ver con un gran avance tecnológico ni con ninguna tontería de concienciación global, la propuesta es la de siempre: hacer más ricos a los ricos a costa de quien trabaja.

Para la mayor parte de la población mundial, lo que cabe esperar de un proyecto así sería más pobreza y una degradación incomparable de cualquier servicio público

La envergadura del proyecto ideológico basado en la “Inteligencia Artificial” es catastrófica: sustituir a cientos de millones de personas que trabajan en la sanidad, la educación, la justicia, la ciencia, las artes, los servicios públicos y la prensa por la vaga promesa de una automatización que permita despidos masivos. Este proyecto ideológico conllevaría también una expansión masiva de los centros de datos y de las infraestructuras de red, disparando las necesidades energéticas y materiales en plena crisis climática. A los tecnolordes y a los políticos ilusos que los apoyan les importa poco si los modelos lingüísticos de IA no consiguen sustituir la mayoría de los empleos que quieren destruir. Los médicos de los señores de la tecnología seguirán siendo personas, al igual que sus profesores, abogados y servicios de información. Para la mayor parte de la población mundial, lo que cabe esperar de un proyecto así sería más pobreza y una degradación incomparable de cualquier servicio público y privado, entregado a loros automatizados construidos con bases de datos contaminadas por otros loros automatizados.

 

 João Camargo. Investigador en crisis climática y militante de Climáximo / El Salto

domingo, octubre 19

Mamíferos

 


Yo veo mamíferos.
Mamíferos con nombres extrañísimos.
Han olvidado que son mamíferos
y se creen obispos, fontaneros,
lecheros, diputados. ¿Diputados?
Yo veo mamíferos.
Policías, médicos, conserjes,
profesores, sastres, cantautores.
¿Cantautores?
Yo veo mamíferos…
Alcaldes, camareros, oficinistas, aparejadores
¡Aparejadores!
¡Cómo puede creerse aparejador un mamífero!
Miembros, sí, miembros, se creen miembros
del comité central, del colegio oficial de médicos…
Académicos, reyes, coroneles.
Yo veo mamíferos.
Actrices, putas, asistentas, secretarias,
directoras, lesbianas, puericultoras…
La verdad, yo veo mamíferos.
Nadie ve mamíferos,
nadie, al parecer, recuerda que es mamífero.
¿Seré yo el último mamífero?
Demócratas, comunistas, ajedrecistas,
periodistas, soldados, campesinos.
Yo veo mamíferos.
Marqueses, ejecutivos, socios,
italianos, ingleses, catalanes.
¿Catalanes?
Yo veo mamíferos.
Cristianos, musulmanes, coptos,
inspectores, técnicos, benedictinos,
empresarios, cajeros, cosmonautas…
Yo veo mamíferos.

 

Jesús Lizano
El ingenioso libertario Lizanote de la Acracia o la conquista de la inocencia
Virus Editorial

jueves, octubre 16

A vueltas con la memoria (y con la historia)

 


Tengo una amiga, una excelente y honesta historiadora, que no le gusta nada el concepto de «memoria histórica», que para ella vendría a ser poco menos que un oxímoron. Si lo he entendido bien, piensa que una cosa es la historia o historiografía y otra muy diferente es la memoria, más tendente a la subjetividad por motivos obvios. No está nada mal dicha aclaración, dada la acaparación de ambas cosas por intereses políticos, pero me temo que los que lo hacen les interesan más bien poco las sutilezas (y, todavía menos, la honestidad). De hecho, la actual polarización ideológica (por llamarla de algún modo, ya que «ideas» más bien pocas) conduce a que unos, el bando progre, hinchen el pecho de orgullo al mencionar el vocablo memoria a veces etiquetada de algo grandilocuente, mientras que otros, el bando conservador-reaccionario, suele ser partidario de la amnesia colectiva (la derechita cobarde), en el mejor de los casos, o bien directamente de reivindicar la ignominia histórica en este inefable país (la derechista abiertamente ultra). Los anarquistas, aparentemente una minoría hoy en día, aunque muy enérgica, no lo tenemos fácil ante esto de la memoria y la historia. De hecho, dado el muy repulsivo facherío todavía muy vivo en este inefable país, podría resulta tentador adherirse (al menos, de forma crítica y condicional) a la campaña de este gobierno tan progresista, cuando se cumplen 50 años de la muerte del matarife dictador, justificado en lo que se quiere llamar nada menos que Memoria Democrática y con el lema, todavía más distorsionador, de «España en libertad. 50 años». ¿Se nos quiere hacer creer que el franquismo acabó hace medio siglo?. No ya que hubiera un proceso de Transacción (perdón, Transición), sino que con la muerte del cruel caudillo en la cama, nos llegó la libertad por generación espontánea. En fin, la manipulación tiene todavía una vuelta de tuerca. Claro que, como la derecha gobernará más temprano que tarde, muchos dirán que más vale que nos conformemos con esto, aunque la visión histórica sea de una puerilidad que tumba de espaldas.

Los anarquistas no lo tenemos nada fácil, no, escuché a otro amigo una vez decir que es muy fácil atacar con infundios a los que no pueden apenas defenderse. A nivel oficial, obviamente, los libertarios no existen o bien quedan difuminados por ese bloque supuestamente «democrático». A nivel de calle, por otra parte, todavía escucho por parte de algunas personas de izquierda de a pie acusar a los ácratas no haber ayudado lo suficiente en la Guerra Civil o bien responsabilizarles de no sé muy bien qué. Desconozco si esta falsedad está fundada en la existencia de una revolución social, paralela al maldito conflicto bélico provocado por los facciosos, pero creo que no hace falta mucho recorrido, se piense lo que se piense sobre las colectividades, para observar que no hubo contradicción alguna entre una cosa u otra. Por su parte, la derecha, que como para Franco todos los que se les opusieran venían a ser rojos, niega cualquier Ley de Memoria y apela a esa estupidez de la concordia entre españoles. Muy probablemente, este echar tierra sobre la memoria estriba en considerar que no existe un consenso sobre la historia contemporánea de este indescriptible país, especialmente sobre Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo. Por supuesto, lo que subyace a este subterfugio es algo nada nuevo, ese necio revisionismo ya repetido por la dictadura con intenciones justificatorias, la violencia fue culpa del periodo republicano, nada placentero y, especialmente, de una izquierda nada democrática. Este discurso neorrevisionista es amplificado hoy en día por las nuevas tecnologías y, desgraciadamente, cala en un público joven más bien descerebrado y carente de verdaderas inquietudes morales e intelectuales. Como dije, ante este panorama reaccionario y distorsionador, alguno dirá que mejor nos adherimos al bloque izquierdista y sea lo que Satanás quiera. Craso error.

Resulta impensable que los y las anarquistas, históricas o actuales, reivindiquen sin más la Segunda República y, mucho menos, busquen un vínculo democrático con la actualidad de este inenarrable Reino de España. Y es que ese parece el consenso de esa izquierda parlamentaria en su conjunto, incluida la que supuestamente hace no tanto se mostraba tan crítica con el Régimen del 78. Seguiremos trabajando para mostrar lo evidente a nivel histórico, que los anarquistas, dejando a un lado incluso en gran medida sus principios, se unieron en la lucha contra el fascismo, pero no defendían ningún sistema republicano y democrático sin más. Me gusta mucho un discurso ácrata de 1931, cuando se dijo que se aceptaba la República, pero como el primer paso para un proceso democratizador más profundo. Creo que eso resume muy bien el espíritu libertario, comprensible para cualquier cerebro bien oxigenado. Claro que hubo alguna insurrecciones de los anarquistas en los años 30 (otra acusación recurrente), cuando vieron que las promesas sociales no se cumplían y se seguía produciendo una feroz represión, todo esto es contextualizable en su época. Hay quien ha dicho, y estoy muy de acuerdo, que los libertarios son los vencidos entre los vencidos, y los olvidados entre los olvidados (habría que matizar que «olvidados» ahora en una profunda distorsión simplista y maniquea). Seguiremos trabajando, hoy en una época muy diferente, pero con cierto vínculo oficial con el pasado de una manera u otra, para no mostrar este relato monolítico sobre el pasado de unos u otros (tampoco, ojo, entre los anarquistas, que siempre deben ser muestra de crítica y diversidad, sin idealizar la historia). Seguiremos trabajando para para que se comprenda que la realidad era más compleja que la lucha de la democracia contra el fascismo, mientras que las y los anarquistas no son idealistas ingenuos, en el mejor de los casos, y sí partidarios de todo un proyecto coherente, libre y solidario. Tal vez, sirva para buscar nuevas vías transformadoras en el presente.

 

Juan Cáspar

lunes, octubre 13

77 años de ocupación. 2 años de genocidio

 


Se cumplen 2 años del 7 de octubre y los datos oficiales del Ministerio de Sanidad contabilizan al menos 67.074 asesinatos en la Franja de Gaza a manos de las Fuerzas de Defensa de Israel. A estas cifras hay que añadirle 460 muertes de inanición, otro millar de muertes en Cisjordania y varios centenares en Líbano, Irán, Yemén, Qatar, Siria y Túnez. Además, varios estudios académicos, publicados a lo largo del último año, sugieren que la cifra real de fallecimientos es muy superior a la oficial, debido a que hay muchos cuerpos escondidos bajo los escombros y a que el sistema sanitario gazatí colapsó durante los primeros nueve meses de la ofensiva.

Israel es un Estado colonial, fundado hace 77 años, que desde sus orígenes ha instaurado un régimen de apartheid y de opresión al pueblo palestino, al cual busca expulsar del territorio a toda costa. Hace dos años, su plan de limpieza étnica se vio acelerado gracias a los bombardeos indiscriminados en el enclave gazatí, lo cual ha alcanzado cotas de muerte sin precedentes.

La situación se está volviendo insoportable y la legitimidad israelí a nivel internacional se encuentra en mínimos históricos. Por ello, en los últimos días, Donald Trump ha impuesto, con el explícito chantaje del aumento de la violencia, un «Plan de Paz» que, en palabras de Benjamin Netanyahu, «cumple con los objetivos bélicos de Israel«. El plan, que se está negociando con Hamás (mientras Israel prosigue con sus bombardeos, eso sí), pasa por normalizar las relaciones con el Estado genocida sionista, desarmar a la organización islamista e imponer un gobierno tecnocrático en Gaza (probablemente servil a los intereses de Tel Aviv y Washington y a la especulación), supervisado por una Junta de Paz que incluirá a Tony Blair, uno de los padres de la invasión iraquí y del desmoronamiento de Oriente Próximo. Ironías de la historia –o cinismo imperial– sería un High Commissioner inglés el encargado de conseguir la paz en Palestina, cuyo drama histórico empezó con el mismísimo Mandato Británico de 1920-1948 y con la Declaración Balfour de 1917 que dio alas al proyecto colonial sionista. A cambio de estas condiciones y de la devolución de los rehenes, Netanyahu renunciaría por el momento a la anexión de Gaza y al desplazamiento de sus habitantes, pero ganaría legitimidad la presencia militar sionista (que permanecerá en la región durante un periodo indefinido, ya que no se ha hablado de plazos) y los asentamientos en Cisjordania, los cuales no se abordan en el plan.

En definitiva, el precio de la paz y la supervivencia del pueblo palestino es la aceptación total del colonialismo israelí, vender los recursos económicos a la inversión inmobiliaria y turística occidental y legitimar el régimen de apartheid. Y no tenemos duda de que en algún punto Israel volverá a traicionar a todas las partes, no aceptará abandonar la zona y retomará en el futuro sus planes de anexionar la Franja y culminar su proceso de limpieza étnica.

Esta política diseñada “para los palestinos, pero sin los palestinos”, ha recibido un respaldo vertiginoso y casi unánime en el mundo occidental, incluso de los países que recientemente reconocieron a esa entelequia llamada “Estado palestino”. ¿Pero se puede reconocer a un Estado palestino sin reconocer el derecho soberano de su población a autodeterminarse, cosa que el “plan de paz” contradice de manera flagrante?

No sabemos qué decidirán los palestinos en los próximos días, pero sabemos que siempre les apoyaremos y nos opondremos al colonialismo y al racismo.



viernes, octubre 10

De la ideología del decrecimiento en el medio libertario

 


A fin de soslayar los inconvenientes de la inconsciencia y la confusión, las organizaciones libertarias más solventes procuran orientar su acción según un veraz diagnóstico de la época, a menudo proporcionado por intelectuales cercanos. La colaboración resultará más o menos efectiva según si los análisis suministrados partan de las contradicciones reales que estructuran la sociedad actual, o se deriven de reflexiones ideológicamente encorsetadas, o peor, de modas importadas. Esto último parece haber predominado, de ahí el crédito -en mi opinión desproporcionado- que ha recibido en el ámbito libertario, mayormente anarcosindicalista, el decrecentismo, ideología de origen francés académico inicialmente enfocada hacia la clase dirigente. El hecho en absoluto revela una toma de conciencia difusa ante la reactivación “verde” del capitalismo como piensa Anselm Jappe; simplemente, la promoción casi incondicional de la doctrina viene a rellenar un hueco, el de la ausencia de una evaluación histórica convincente de la crisis actual del capitalismo por parte de la crítica sindical-anarquista. No obstante, no se colma un vacío teórico con un torrente lexicográfico de conceptos innecesarios, o mejor, con fórmulas ideológicas escapistas que disfrazan la verdadera naturaleza de la situación actual, ya que estas, por esencia, no pretenden cambiarla, sino estabilizarla.

En las dos primeras décadas del siglo reciente, a medida en que los efectos nocivos del cambio climático, la contaminación ambiental y el agotamiento de los recursos salían plenamente a la luz, se hacían demasiado evidentes los bluffs del “desarrollo sostenible” capitalista, de las tecnologías liberadoras y de la “descarbonización” de la economía. El desarrollismo global no solo creaba mayores desigualdades en la sociedad, con su corolario de tensiones geopolíticas y guerras, sino que amenazaba seriamente la vida en el planeta. En consecuencia, los intereses de clase y los de la especie humana encontraban en la lucha antidesarrollista un terreno donde fusionarse. El anarquista Murray Bookchin fue quien mayor empeño puso en teorizar la unificación de la cuestión social con la ecológica. Sin embargo, la conciencia de clase fue oscureciéndose con las derrotas. Al ser sustituido el dinamismo autónomo del viejo movimiento obrero por la actividad contenida de unas clases medias en descenso, las contradicciones sociales y ambientales no se resolvieron en fuertes combates rupturistas, sino que se disimularon gracias a estrategias “duales” y tácticas “intersticiales”, las cuales postulaban un acoplamiento con el capital y una instrumentalización del Estado. Si sucumbían a esas prácticas capituladoras, los anarquistas olvidarían los caminos que llevaban antaño al comunismo libertario, a saber, la huelga general, la insurrección revolucionaria, la expropiación, la colectivización de la producción y los servicios, la abolición del dinero, la disolución del Estado, etc. La parálisis y degradación del movimiento obrero volvía dichos caminos impracticables, ahogando cualquier iniciativa radical en un océano de aguas muertas. Así que, ante tal arduo problema, algunos libertarios pensaron en una tercera vía transicionista, la del decrecimiento.

Mirándolo bien, el decrecentismo es una ideología, como el colapsismo, con el que frecuentemente se asocia, es decir, es una interpretación fantasiosa de la realidad, portadora de falsa conciencia, en consonancia con los intereses de quienes se sirven de ella, bien sea a favor o en contra del sistema. Una característica típica de todas las ideologías es la toma de la parte por el todo. En las esferas ideológicas ninguna cuestión se plantea históricamente. Se separa arbitrariamente un aspecto de la vida social y se hace de él una realidad absoluta. Alejada de cualquier otro factor con el que se relacione, la parte se convierte en el principio explicativo de todo lo que pasa en cualquier momento y en todo lugar. En el decrecentismo, claro está, la parte -el origen de todo mal- es el crecimiento económico. ¿Y por qué no mejor la acumulación de capitales? Objetamos. El problema, planteado con simplicidad, tiene una solución obvia, decrecer, pero inmediatamente preguntamos: ¿En qué?, ¿cómo?, ¿con qué apoyos?, ¿con qué finalidad?, ¿quién se encarga de la tarea?, ¿cómo se organiza la acción que los posmodernos llaman “deconstructora”?, ¿con cuál programa?, ¿qué pasará con los sectores afectados?, ¿cómo se superarán las resistencias?, ¿qué hacer con la economía de mercado?, ¿a dónde irán a parar los bancos, los fondos de inversión y las multinacionales? La literatura decrecentista abunda en respuestas, consignas, ejemplos y detalles, pero a la hora de concretar los procedimientos a emplear, las medidas a tomar, los mecanismos a seguir, los plazos a establecer y los objetivos económico-sociales a conseguir, la ambigüedad y la imprecisión se imponen sobre la claridad y el rigor. La idea decrecentista atrajo a tirios y a troyanos, tanto a quienes aspiraban a ser los mediadores entre el poder y la naturaleza, como a quienes querían liquidar el poder para salvar la naturaleza. Consecuentemente, se podían distinguir dos tipos diferenciados de decrecimiento: el decrecimiento como alternativa capitalista y el decrecimiento como alternativa al capitalismo. El primero era un simple programa de adelgazamiento económico a aplicar por las autoridades constituidas, los empresarios y altos ejecutivos a nivel económico, los mediadores ecologistas y los gobiernos a nivel político. Una especie de keynesianismo pintado de verde cuyos pormenores pueden leerse en las obras de Latouche o Martínez Alier, y registrarse en las prédicas de los voceros del New Green Deal. Sus partidarios se encuentran en la socialdemocracia, en el ciudadanismo de izquierdas, entre los académicos, en el movimiento ecologista institucionalizado, en las organizaciones ambientalistas y conservacionistas, y en las demás asociaciones que viven de las subvenciones. El segundo tiene acólitos entre los defensores radicales del territorio, en los que promueven la soberanía alimentaria, en los neorrurales que persiguen la autosuficiencia y entre los anarquistas.

La variedad de posiciones políticas no significa que los puntos en común sean escasos. Al contrario, todos, tanto estatistas como libertarios, comulgan en mantener equilibrados los ciclos de la biosfera, en la necesidad de un cambio de mentalidad al que llaman “descolonización del imaginario”, en la reorganización de la sociedad en base a valores solidarios, en el “crecimiento relacional” y en la “descomplejización” sea lo que sea; en la creación de economías informales a escala local (sobre todo rural), en la austeridad voluntaria, en el reciclaje, en el fomento de las energía limpias, en la fe en un inevitable colapso civilizatorio, etc. Ni que decir tiene que las medidas que derivan de tales actitudes y convicciones -y otras como la renta básica, los impuestos verdes, las tasas, las leyes proteccionistas y los ministerios de transición ecológica- no sirven ni por asomo para regular racionalmente el metabolismo con la naturaleza, romper con el productivismo, suprimir la desigualdad, desplazar a los mercados, acabar con los lobbies y darle al capitalismo un rostro más humano. Con mayor razón serán inútiles para “salir” del capitalismo. Llegados a ese punto, los anarquistas decrecentistas toman distancias del resto, pues no creen que la reducción drástica de la producción y el consumo -el puro decrecimiento- sea posible en un régimen capitalista, ni que el Estado sea el organismo adecuado para facilitar la “autotransformación” de la sociedad en esa dirección. Sin embargo, el trivial catastrofismo, la endeblez de las alternativas, la moralina y la pusilanimidad de muchas propuestas nos obligan a dudar del decrecentismo libertario y a suponerlo falto de una crítica coherente del trastornado capitalismo tardío. Por consiguiente, parafraseando a Walter Benjamin, a tal modalidad libertaria le costaría expresar de forma concluyente el punto de vista de los oprimidos.

En efecto, las propuestas laborales que podemos encontrar en el medio anarquista no difieren demasiado de las guardadas en el almacén socialdemócrata: reparto del trabajo, disminución de la jornada, ajuste salarial igualitario, mediación sindical… Incluso no resulta nada raro que se recurra a términos de corrección política como por ejemplo “ciudadanía”, “sindicatos” (término que incluye a los “mayoritarios”), “no violencia” o “democracia”, prueba de que también entre los anarquistas hay quien tiene un pie en cada lado. Así pues, el rechazo del Estado y del dominio de las finanzas no queda claro con recomendaciones de buena voluntad tales como “reducir el tamaño de la burocracia” y “rehuir el sistema bancario”. El anticapitalismo no aparece por ninguna parte, pero, ¡alto ahí!: El decrecimiento crea puestos de trabajo. Los sindicalistas profesionales, los ministros de hacienda y los obreros en paro se sentirán aliviados ante las promesas de nuevos empleos creados en los sectores de la economía verde, la salud, la cultura y la asistencia social, antaño ignorados o descuidados, que compensarán, qué duda cabe, a los perdidos en el desmantelamiento de grandes infraestructuras inútiles y industrias como la militar, automovilística, petroquímica o agroalimentaria. No se ataca la explotación laboral propiamente dicha, ni se critica el papel de la tecnología, ni se alude a los condicionantes del mercado. El renacer de la vida comunal, la apertura de redes autónomas de ayuda, distribución e intercambio, el cooperativismo, los bancos de tiempo, las monedas sociales y la recuperación de las tradiciones, completarán el panorama, a la espera de un colapso suave y apacible. Lo deseamos de corazón, pero cabe preguntarse por la manera de llevar a la práctica todo ese paquete paradisiaco ante la previsible oposición de las poderosas fuerzas dominantes en la economía y la política. Muchos -y no me refiero al sindicalismo alternativo- rehuyen el sabotaje, la autodefensa y el enfrentamiento, dando preferencia a formas “convivenciales” de concertación, pacíficas, dialogantes, de alguna manera consensuadas “democráticamente.” A pesar de todo, el tupido velo de la indeterminación y el trapicheo no puede ocultar el simple hecho de que en el mundillo decrecentista pocos apuestan por una revolución social emergiendo a través de la intensificación de la conflictividad urbana y territorial, o sea, de la lucha de clases contemporánea, pues el modelo a imitar no es preferentemente el de los soviets makhnovistas, o el de las colectividades obreras y campesinas de la guerra civil española, o el de las comunas de la reciente revuelta del pueblo kurdo, sino las ecoaldeas, las “Ciudades en transición” o los concejos medievales.

No todos en el lado libertario parecen desprenderse del latouchismo. La labor del ecologismo canalla y otros “expertos” a sueldo del poder, al no ser suficientemente denunciado ni combatido, ha tenido alguna eficacia. En fin, acabando: el crecimiento no es una condición sine qua non del capitalismo. En los últimos treinta años, las burbujas inmobiliarias, tecnológicas y financieras, acompañadas de crisis sanitarias, climáticas y energéticas, no han dejado de trabar el crecimiento, poner entre interrogantes la productividad y llevar al extremo toda clase de prácticas extractivistas. En realidad, el capitalismo se encuentra en un impasse, estancado, dando signos palpables de agotamiento y, valga la paradoja, de decrecimiento. Un analista competente, Alfredo Apilánez, moderadamente nos sugiere que “no es el ‘crecimiento’ el rasgo definitorio ni el punto de partida adecuado de un análisis crítico sino, bien al contrario, la acusada degradación del capital, que es la que recrudece la extralimitación ecológica. He aquí la trampa ‘discursiva’, tendida por el mantra dominante, en la que cae, quizás inadvertidamente, el movimiento decrecentista” (Los vicios del ecologismo) Nosotros añadiríamos que quien obliga al capitalismo a forzar la máquina contra el bienestar, el trabajo, los salarios, la salud, la vivienda, el medio ambiente, etc., es justamente la tendencia declinante de los beneficios y no el crecimiento. La decreciente rentabilidad, las grandes dificultades en la producción, o mejor dicho, en la acumulación de capitales, hasta ahora se han conjurado con martingalas financieras (emisiones masivas de deuda, refinanciación de la misma, titularizaciones, revalorizaciones de activos), forzando, por un lado, el decrecimiento de las rentas directas e indirectas de una parte cada vez más grande de la población y, por el otro, la mayor depredación del territorio que se haya visto jamás. Las barreras que imponen los recursos limitados o los problemas ocasionados por contradicciones internas no supondrán un freno, ni el principio del fin; con demasiada frecuencia se olvida la extraordinaria adaptabilidad del capitalismo a las catástrofes, su habilidad en rentabilizarlas. La escasez que provoca el disfuncionamiento capitalista es el mayor estímulo para la mercantilización. En ese sentido el decrecentismo, y más aún el colapsismo, aportan material ideológico al discurso del poder. En la actual fase de capitalismo enfermo, este no tendrá más remedio que ser decrecentista, o no será.

No pretendemos sentenciar con una mirada derrotista cuantas prácticas de supervivencia marginal hemos mencionado; simplemente subrayamos la necesidad de contextualizarlas. A condición de no ser consideradas fines en sí, tendrán su función pedagógica y logística en el marco de la lucha anticapitalista. Según cómo, pueden servir a un bando o a otro. Mera cuestión de perspectiva disruptiva. Por ejemplo, cualquier mercenario seudoecologista puede ir a cobrar la paga de su vileza en bicicleta, pero hará falta mucho alboroto para alcanzar lo que aquellos denominan “post-capitalismo” en lugar de socialismo. El capitalismo no se derrumbará solo. Se necesitará, como diría Bakunin, “el estallido sin control de las pasiones populares superando los obstáculos de la ignorancia, la sumisión y la explotación”, es decir, será necesario un movimiento social antagónico lo suficientemente potente para derribarlo y lo suficientemente inteligente para no dejarse embaucar por oportunistas, vividores y lacayos del sistema dispuestos a administrar el final tranquilo de la civilización. Es fauna que en tiempos críticos parasita los medios contestatarios y las protestas.



Miguel Amorós
6 de febrero de 2025

martes, octubre 7

Por qué abolir la cárcel



Edición en castellano de un magnífico libro que recorre los argumentos del movimiento «No Prison» en Italia, para cuestionar la existencia de la cárcel como respuesta al delito y puede servir como inspiración para promover o reforzar similares iniciativas en el Estado Español.

Las razones del Movimiento «No Prison», de Livio Ferrari y Giuseppe Mosconi, que ha sido traducido por Alicia Alonso y editado por Zambra/Baladre en noviembre de 2021.
Nos parece fundamental que entre dentro del debate público el cuestionamiento de la existencia de la prisión, el uso del derecho penal y la cultura del castigo como respuesta a problemas sociales creados por un sistema capitalista, racista, heteropatriarcal, individualista y altamente competitivo.

El texto va desgranando los argumentos que utiliza el Movimiento «No Prison» en Italia para cuestionar la existencia de la cárcel como respuesta al delito y puede servir como inspiración para promover o reforzar iniciativas similares en el Estado español. No faltan razones para abolir las prisiones: la cárcel es sinónimo de violencia y refleja un sistema social basado en el dolor, la pena y la venganza.

La pena de cárcel es un castigo que no reinserta por varias razones bien conocidas:

  • porque la mayor parte del presupuesto empleado se utiliza en medidas de seguridad y las tasas de reincidencia son altas debido a su carácter criminógeno.
  • porque es discriminatoria, puesto que gran parte de las personas encerradas son pobres o con escasos recursos y oportunidades.
  • porque empobrece a una mayoría, ya que cuando las personas salen habrán perdido sus empleos y sus bienes (si los tenían) y en algunos casos hasta sus familias.
  • porque enferma, pues las condiciones de encierro provocan dolencias físicas y psíquicas, muchas de ellas irreversibles.
  • porque castiga a inocentes, debido a que la condena se extiende a toda la familia y personas allegadas que no han cometido ningún delito.
  • porque estigmatiza, dificultando sobremanera la reincorporación de las personas al lugar de procedencia.
  • porque no repara a la víctima, pues se basa fundamentalmente en la venganza y no en la reparación del daño o desequilibrio causado.
  • porque reproduce la violencia, ya que esta forma parte inescindible de las instituciones y en concreto de la cárcel, tal como la conocemos.

Se puede objetar que abolir las prisiones sea una utopía. Lo mismo se pensaba de los manicomios y hospitales psiquiátricos, pero en el año 1978 en Italia, se aprobó la «Ley Basaglia» que los abolía.

Como decía Galeano, la utopía nos sirve para caminar. Así los caminos para conseguir la utopía deben comenzar por reducir el uso de la prisión a su mínima expresión para lograr que algún día desaparezca. Podría empezarse por ampliar las concesiones de terceros grados, incrementar las penas alternativas, acabar con la violencia extrema que suponen los primeros grados o el régimen de aislamiento, legalizar y regularizar la producción, distribución, venta y consumo de todas las drogas, incentivar la justicia restaurativa, reducir las condiciones de empobrecimiento con la renta básica de las iguales… y todo ello con más organización, comunidad y apoyo mutuo. ¿Por qué no? Abolir las cárceles y la cultura del castigo es nuestra utopía.

 

** POR QUÉ ABOLIR LA CÁRCEL. Las razones del movimiento «No Prison», Giussepe Mosconi, Livio Ferrari. Virus.

 

Gentes de Baladre / HENAS

 

sábado, octubre 4

¿Recuperar la ciudad?

 


El pensamiento libertario ha sido proclive a las visiones futuristas, ya que considera la utopía —el «ideal»— no como algo irrealizable, sino como algo todavía no realizado. Kropotkin imaginó la sociedad liberada como el fruto de una especie de fusión de las antiguas comunas con el conocimiento científico y el trabajo. De acuerdo con su perspectiva, por la misma lógica del progreso humano, la sociedad de clases desembocaría sin mucho esfuerzo en el auto-gobierno y el comunismo anárquico. Los hechos contradijeron el optimismo del príncipe, pero la fórmula espacial de la anarquía propuesta por él encontró en la ciudad histórica —en su alto grado de suficiencia, integración con el entorno e independencia— los elementos necesarios para constituirse.

La ciudad en tanto que lugar de convivencia, autónomo y delimitado, ligado al mercado local, aparece en la historia de la mano de sumerios, babilonios, egipcios y griegos, y decae tras el fin del imperio romano. Se reinventa a lo largo del siglo XI; se desarrolla y jerarquiza en simbiosis con el territorio hasta perder su independencia en provecho del Estado y entrar en crisis con la revolución industrial. Cuando la actividad económica domina y arrincona a cualquier otra actividad, la ciudad histórica se disloca y desestructura. El crecimiento económico y demográfico quiebra definitivamente su unidad y la reduce a un conjunto desordenado y problemático de fragmentos separados. La conversación, la discusión, el discurso elocuente, la política misma, desertan de la plaza pública, y al desaparecer el ágora, la ciudad muere. La identidad y el sentido de pertenencia se evaporan. El régimen capitalista industrial alumbró una clase dominante especial, la burguesía, con un proyecto de ciudad expansivo, industrial, segregado por clases, zonificado, donde el dinero y la vida privada eran determinantes. El urbanismo fue el conjunto de técnicas mediante las cuales la burguesía trató de resolver en su provecho los problemas que la mercantilización del espacio urbano había creado. No obstante, la ciudad fabril fue más que un modelo propuesto por el dominio burgués: fue la plasmación en el espacio del reino de la mercancía. Quien dice mercancía dice beneficio privado. Cuando este se convierte en el motor principal de la actividad humana, la ciudad deviene mera yuxtaposición de edificios, calles, «polígonos» y «barriadas», sin más sentido que el que quiera darle el interés capitalista.

Tampoco la descoyuntada ciudad burguesa tuvo continuidad dentro de la inevitable crisis social que la habitaba, puesto que el crecimiento ilimitado trajo consigo la deslocalización de la industria, el vaciado del campo y la internacionalización de la clase dirigente. La terciarización de la economía —y el subsiguiente desarrollo del sector inmobiliario, de las infraestructuras viarias, de las tecnologías de la comunicación y de los mecanismos financieros— acarreó un escenario urbano cualitativamente diferente, caracterizado por su gigantismo, su masificación y su dispersión, con un urbanismo menos cartesiano que desembocaba en sofisticados métodos de control social y disneyficación, tan típicos de los sistemas totalitarios. Al globalizarse el mercado de capitales, la decisión escapaba a la burguesía local para ir a parar a manos de anónimos cuadros ejecutivos que operaban en nombre de impersonales fondos de inversión y oscuras uniones temporales de empresas. En consecuencia, el proceso de desintegración urbana orientado por la burguesía será prolongado por un proceso de metropolitanización impulsado por las nuevas élites itinerantes, que otorgaba a las aglomeraciones urbanas extensas el papel fundamental en la economía que otrora tuvieron los Estados-nación. La plasmación espacial de la mercancía arriba mencionada, en el momento en que todo era mercantilizable, se materializaba en la suburbanización exponencial e integral del territorio. Las metrópolis eran la forma más acabada de desorganización social que cabe en un territorio colonizado por el capital y moldeado por depredadores inmobiliarios. Desde el punto de vista capitalista, precisamente ese desajuste convivencial supremo y la uniformización del malvivir que le acompañaba era lo que las hacía económicamente viables.

 Si la ciudad industrial tuvo a su enemigo dentro, el proletariado de los barrios populares, la metrópolis lo tiene en la periferia, albergado en los bloques de pisos deprimentes de las urbanizaciones más alejadas y peor conectadas, que ya no son unidades de convivencia vecinal como eran los barrios, y ni siquiera forman parte del municipio original. La especulación lo expulsó de sus habitáculos originales y destejió las relaciones que lo cohesionaban. Mediante la gentrificación, la turistización, la hipertecnificación y el maquillaje verde, los centros históricos, los distritos caros y las áreas lúdico-comerciales conforman una especie de parque temático uberizado, lleno de cámaras y sensores, que se vende a sí mismo en tanto que imagen de una ciudad restaurada e «inteligente», fácilmente consumible. Los servicios públicos invariablemente se degradan, la contaminación se cronifica, la anomia se extiende, y mientras tanto, florecen los vehículos privados, las segundas residencias, las grandes superficies y el negocio de las plataformas. La metrópolis ya no pertenece a sus enclaustrados habitantes, no funciona para facilitar la vida de sus vecinos, aunque estos no ejerzan más que como usuarios o consumidores; está hecha para los visitantes, o más concretamente, para los «flujos» de turistas e inversores. El vecindario es más bien el problema, pues es susceptible de convertirse en sujeto político a poco que recomponga una vida comunitaria. El derecho a la ciudad reclamado por Lefebvre queda fijado por el nivel de rentas y la capacidad de gasto.

La metrópolis sucumbirá ante las contradicciones insuperables provocadas por el desarrollismo económico y la guerra contra la naturaleza; la espiral de destrucción en la que se halla inmersa la conducirá a la ruina. La regeneración social dependerá de la importancia y determinación de los sujetos colectivos generados por los antagonismos al ser exacerbados por las crisis catastróficas —«corralitos»—, desvalorización de activos, desabastecimiento generalizado, parálisis del transporte, penuria energética, apagón informático, etc. Dicho de manera más sencilla, las transformaciones sociales radicales se supeditarán a los resultados de las confrontaciones masivas de las masas desalienadas con el poder establecido. Nos referimos a una lucha de clases de nuevo tipo, con anclajes urbanos (cuestión de la vivienda), rurales (defensa del territorio) y medioambientales (soberanía alimentaria), marcadamente anticapitalista, antiestatal, antirracista y antipatriarcal. En otro lugar trataremos ampliamente el tema. Hoy nos atrae más reflexionar sobre las peculiaridades de la posmetrópolis en el poscapitalismo. Con total evidencia, el desmantelamiento de las relaciones de mercado, y por consiguiente, el desmantelamiento de los sistemas metropolitanos no será tarea fácil, puesto que en todo momento el capitalismo, explotando las dificultades de la lucha por la igualdad, la justicia y el bienestar que podrían suscitar la subsistencia de instituciones del orden derrocado, y apoyándose en los sistemas tecnológicos residuales, intentará reproducirse o recomponerse. El proceso de desmantelamiento en Europa debutará con una fase caótica en la que movimientos hacia el campo repobladores y anti-industriales se alternarán con movimientos urbanos asamblearios redistributivos, acompañados de la okupación de viviendas vacías, los mercadillos de trueque y la emancipación de las periferias. Un caos que funcione —que evolucione hacia la auto-organización— será siempre mejor que un ordenamiento autoritario de la demolición metropolitana bajo pretexto de eficacia. ¡Cuidado con los dirigentes disfrazados de coordinadores! El municipalismo revolucionario —léase la revitalización de los barrios y la socialización del hábitat del suelo, de los edificios, de los caminos y las calles— será cosa de las bases activas, no de los aparatos por más representatividad que se atribuyan.

La abolición del capitalismo y la inherente derogación de todas sus leyes nos lleva a un concepto subsistencial de la economía, al oikos, es decir, a la economía sustantiva (Polanyi) o moral (Thompson), o dicho de otro modo, a la economía doméstica sin mercado. Es la economía de la reciprocidad, de la gratuidad, de los cuidados, del don, del intercambio sin dinero… Economía del potlach, como proponían Bataille y los situacionistas; economía circular, como impone la relación equilibrada con el medio ambiente. El beneficio privado, la tecnología productivista, la formación de capitales y sobre todo su acumulación, quedan excluidos por definición. Ahora por economía se entiende una actividad específica que no acapara la vida de las personas ni domina el funcionamiento de las instituciones sociales; la vida vuelve a ser política, o sea, literalmente ciudadana. Conviene aclarar que la ruralización del espacio liberado por la desmetropolitanización no significa la vuelta al paleolítico, como postulan las escuelas primitivistas y anticivilitorias, o el retorno al concejo campesino del Medioevo, fórmula convivencial idealizada por quienes, como Antonio de Guevara, menosprecian la Corte y alaban la aldea. Paradójicamente, la desurbanización de los sistemas conurbados es más bien una vuelta a la ciudad en el sentido profundo del término. Evidentemente, no hay vuelta posible al pasado, a las ciudades-jardín, a los falansterios, a los burgos comerciales o villas «francas», a los concejos abiertos castellanos o a la polis griega, por más que el ejemplo de las ciudades precapitalistas y los tradicionales municipios agrarios no sea desechable en absoluto. El dinamismo cultural, la arquitectura popular, los descubrimientos científicos, el desarrollo del derecho, las prácticas democráticas, etc., son aportaciones históricas irrenunciables. Pero el movimiento de la historia hace imposible la pura reversión y ridiculiza las ideologías pasadistas. Una sociedad sin capitalismo se estructurará no solo con comunidades aldeanas, sino con ciudades libres. Justamente la simbiosis de estas dos realidades, cada una con su propio ritmo y tiempo, es la que sentará las bases de una sociedad igualitaria, justa, solidaria y emancipada.

A Mumford le maravillaba el carácter orgánico de la ciudad histórica. Gestada según reglas propias, no se desarrollaba según un plan preestablecido, ni obedecía a ordenamiento regular alguno, dando lugar a variadas formas de origen diverso salpicadas por puntos de encuentro. Los signos de poder, las catedrales, monumentos, torres y palacios, quedaban sumergidos en la confusión de calles, pasajes y plazuelas. Sitte captó bien esa especial gramática de la habitabilidad. Lo que proporcionaba cohesión al conjunto no era la muralla, el foso o la puerta, sino el ágora, el foro, la plaza, es decir, los lugares de reunión, debate, consenso, pacto y toma colectiva de decisiones. Los espacios de libertad. La ciudad del futuro deberá recrear dichos lugares -recrear la comunidad- en condiciones históricas diferentes. El tamaño importa. Los cálculos de Platón fijaban en 5.040 el número de habitantes de la ciudad perfecta (los esclavos, trabajadores o mujeres no contaban). Eran los miembros de las clases altas que podían conocerse entre sí. En cambio, para Vitrubio, menos clasista, las dimensiones de una ciudad eran las adecuadas si esta podía recorrerse a pie. En propiedad, el recinto ciudadano deberá precisarse a escala humana. Teniendo en cuenta la enormidad de las coronas metropolitanas, queda por delante un largo trabajo de fraccionamiento urbano y autonomización de las porciones. No olvidemos que la ciudad de todos se edificará sobre escombros, carcasas y carrocerías. El origen simbólico de la ciudad fue un cercado. Consecuentemente, también reinventará sus límites, pero estos no serán fijos, ni necesitarán fortificarse. La ciudad recuperada no tendrá puertas, ni por supuesto, urbanistas. No será un mero asentamiento, sino un ideal fraternal de vida no virtual, sin prótesis. Su esencia no radicará pues en el solar donde se emplace, en la trama que la defina o en el centro de procesamiento de datos que la supervise, sino en el conjunto de sus habitantes, los ciudadanos. Allá donde haya verdaderos ciudadanos —donde haya ágora— habrá ciudad.

 

Miquel Amorós 

miércoles, octubre 1

El iceberg

 


El iceberg avanza hacia nosotros
inexorablemente.
Vedlo cómo se suelta
del frente del glaciar.
Sí, es blanco,
se mueve
sí, es más grande
que todo cuanto avanza
en el mar,
en el aire
o la tierra.

Sueños mortales
que una larga caravana
de icebergs atraviesa.
“A doscientos cincuenta pies de altura
sobre el nivel del mar,
destellan sus colores
que son maravillosos
y totalmente diáfanos.”
“Como si fuese un sol
multiplicado
sobre las celosías de cientos de palacios.”

Mejor es no pensar en lo que pesa
un iceberg.
Cuantos lo han visto
no olvidarán jamás tal espectáculo
aunque vivan cien años.

“Ese espectáculo aguza la imaginación
pero llena el corazón
de un sentimiento de involuntario horror.”

El iceberg carece de futuro.
Flota a la deriva.
No podemos hacer uso de él.
Existe, sin duda.
No tiene valor.
La confortabilidad
no es su fuerte.
Es mayor que nosotros.
Siempre y únicamente
vemos su cima.

Es efímero.
No se preocupa.
Nunca progresa,
pero “cuando, parecido
a una inmensa mesa
de mármol blanco,
veteado de azules,
se mueve de improviso y quiebra lo profundo,
todo el mar se estremece”.

En nada nos concierne,
sigue su ruta monocorde,
no necesita nada,
no se reproduce,
y se derrite.
No deja huellas.
Se disipa perfectamente.
Sí, ésa es la palabra:
Perfectamente.


Hans Magnus Enzensberger

El hundimiento del Titanic

domingo, septiembre 28

¿No matarás?

 


Una conversación reciente con mi sobrina, bendita sea, acerca del precepto judeocristiano «No matarás», y en general sobre las tres religiones del libro con un mismo origen, me inspira unas cuantas reflexiones no exentas de lucidez. La lógica estribaba, bendita ingenuidad, en que si se trata de un mandamiento divino el no acabar con la vida del prójimo, cómo es posible llamar verdaderos judíos (no en el sentido étnico, claro, sino referido a los que profesan el judaísmo), o cristianos, o musulmanes, a todos aquellos que han asesinado, y siguen haciéndolo, por doquier. Se trata de una cuestión nada baladí, ya que por un lado nos invita a indagar en los orígenes de la moral humana, que mi condición ácrata quiere pensar obviamente que se trata de algo mucho más complejo de que una autoridad, sobrenatural o muy terrenal, dictamine la prohibición de algo. Por otra parte, el asunto también nos empuja a reflexionar una vez más, para congratulación de todos aquellos amantes del librepensamiento, sobre lo pernicioso o no de las creencias religiosas. Vamos allá, con notable entusiasmo, y en primer lugar aclararemos algo. Es habitual que, en la actualidad, cuando se perpetra un sangriento atentado en nombre del Islam, alguien asegure que, a diferencia de los cristianos, los musulmanes y otras creencias sí matan. Uf, no hace falta aclarar la interesada estupidez, en nombre de las tres religiones del libro se ha asesinado muchísimo sin que haga falta aclarar cuál de ellas lo ha hecho con más ahínco en nombre un nocivo concepto absoluto y alienante (sí, Dios). Claro, esto no contesta a la pregunta que nos ocupa, pero sí evidencia y explica que otros preceptos, u obligaciones, deben prevalecer en las creencias frente a aquel de no arrebatar la vida del vecino, por no pensar o creer lo mismo que tú. No hace falta que nos remontemos a las Cruzadas o la inquisición, en época contemporánea un muy cristiano dictador, en este inefable país llamado Reino de España, provocó una sangrienta guerra civil junto a una posterior y cruenta dictadura durante gran parte del siglo XX con la pérdida, directa o indirecta, de innumerables vidas por su causa. Por cierto, al alzamiento genocida de todos aquellos generales facciosos la muy cristiana Iglesia Católica lo llamó también Cruzada, lo cual nos hace ver dónde queda el quinto mandamiento en su muy flexible moralidad.

Antes de continuar, no me gustaría enfocar estas reflexiones, exclusivamente, en cristianismo versus islamismo para demostrar quién ha matado más (algo que solo pueden realizar los interesados), ya que hay que hablar también por supuesto del judaísmo. Y ello sin estar yo muy seguro que en el actual genocidio del Estado de Israel en Gaza tenga un peso mayor la creencia religiosa, que el hecho de arrebatar tierras y recursos a otro pueblo. En cualquier caso, aceptando que muchos de los que están matando palestinos profesan por pura lógica cultural la religión judía, no parecen tener problema en esgrimir otros imperativos para no cumplir el mandamiento. Y es que hay que decir que la máxima «No matarás» tiene su origen en el Antiguo Testamento, por otra parte compuesto de unos textos plagados de crueldades y absurdidades, con una divinidad vengativa hasta extremos genocidas. Se podría entender que lo de asesinar es prerrogativa exclusiva de Dios, pero como vemos, la realidad histórica que llega hasta la actualidad es que, en su nombre, ha actuado el ser humano enviando al cielo o al infierno a todo quisque incrédulo. De hecho, la continuidad cristiana con el Nuevo Testamento, que nos quiere pintar ya a una suma deidad compasiva y benevolente no redujo lo más mínimo la transgresión del quinto mandamiento. Por cierto, por qué diablos un precepto tan moralmente importante como ese no está en primer lugar para una sana vida terrenal y por encima de él se encuentran lo de amar a una fantasía sobrenatural como Dios, por encima de todas las cosas, el no tomar su nombre en vano e incluso algo tan peculiar como «santificar las fiestas».

Quizá por aquí podemos dilucidar que si el ser humano profesa unas peculiares creencias no sujetas al más mínimo análisis racional, que le obligan a la querencia incondicional a un concepto absoluto y abstracto por encima de cualquier otra conducta moral en un plano humano, quizá acabe realizando actos absurdos, cuestionables y, desgraciadamente en ocasiones, abiertamente nocivos. Creo que tampoco es de recibo entrar en ese tópico de cuál es la verdadera religión del amor, ya que me da la impresión de que todas han asegurado serlo y, en cada una de ellas se ha convertido un sentimiento que debería ser muy concreto y terrenal en algo abstracto y alienante. Muy probablemente, la creencia religiosa ha sido muy importante, tampoco sé si determinante, en las sociedades y culturas humanas. No sé si alguna vez el ser humano ha necesitado mandamientos incuestionables para no abrir la cabeza al vecino o a la amenaza de una condena y sufrimiento eternos para comportarse de manera mínimamente decente (uf, ¡condena eterna!, ¡puede asumirse mayor crueldad humana que concebir algo así!). Lo que parece obvio es que el comportamiento violento e irracional del personal se ha producido y se sigue produciendo, no a pesar de las creencias religiosas, sino tantas veces por su causa. Y ello por mucho precepto supuestamente benévolo que se le dicte, en cualquier caso mezclado, y tantas veces subordinado, a otros abiertamente absurdos. Y lo que debería parece lúcidamente claro es que, bien entrado el siglo XXI, efectivamente, es tiempo de cuestionar lo pernicioso o no de la creencia religiosa. Y, en cualquier caso y sobre todo, también de fundar una moral verdaderamente humana, no separada de otros ámbitos como el político y económico, profundizando en todo aquello que enfrenta a unos seres humanos con otros. Palabra de irredento ácrata con algún que otro tic nihilista.



Juan Cáspar

jueves, septiembre 25

Vivir con los camaleones

 


no es un error la lentitud
 

Julio Llamazares

 

me vuelvo a los árboles. con los camaleones. a los bosques en el desierto. para camuflarme con ellos. para hacerme invisible. por que nunca podrán destruir lo que no ven. me vuelvo allí donde la lentitud nos hace hermosos como camaleones. donde el bosque nos hace libres. allí donde vivir con un pie en la realidad y otro pie en la imaginación nos mantiene vivos. allí donde hay pinceladas de vida donde parece que todo está muerto. allí donde el desequilibrio está en perfecto equilibrio. o el equilibrio en perfecto desequilibrio. allí donde poder tener puntos de vista diferentes frente a los que miran para otro lado. o frente a los que tienen un único punto de vista. allí donde abrazan con todo el cuerpo. allí donde la soledad es un refugio. allí donde se pinta con colores los sentimientos. allí donde el silencio. allí donde el anarquismo. allí donde la sorpresa es estar vivos. allí donde la elegancia está desnuda. allí donde la fantasía. allí donde la supervivencia. allí donde la rareza de los camaleones y de los bosques en el desierto.
allí que durante muchos años se creyó que vivían del aire. allí que tal vez vivían del aire. allí que durante años se creyó que los que allí vivían tenían la piel dura y la sangre era de arena. allí que tal vez los que allí vivían tenía el corazón roto y la piel renegrida de intemperies incertidumbres y salitre.
me vuelvo allí donde no hay nada definitivo ni todo está escrito. allí donde está todo en el viento. allí donde respirar sonreír soñar luchar amar y poder sacaros la lengua como los camaleones.

 

José Pastor