El historiador Antonio Orihuela explica su libro ‘100 hogueras.
Flamencos, hippies y poetas en la Andalucia contracultural’ y se
enfrenta a los mitos del flamenco puro y salvaje. También habla del
“hippismo de clase obrera” de la Andalucía de la época nacido a la
sombra de las bases norteamericanas
La contracultura andaluza fue de clase obrera, fue flamenca, fue
política sin saberlo ni pretenderlo, fue fugaz y fue canalla. En los
años 60, en pleno franquismo, al calor de la llegada de los turistas con
sus tópicos y buscando su sol y playa, a la sombra de las entonces
recientes bases militares estadounidenses y con la cultura como excusa
para la juerga. Una lucha por la libertad que fue fagocitada por la
industria y por el mismo tipismo contra el que se revelaba, pero que hoy
en día se mantiene con vida en los márgenes de un flamenco siempre
híbrido y en movimiento.
Son algunas de las conclusiones de 100 hogueras. Flamencos, hippies y poetas en la Andalucía contracultural
(Piedra Papel, 2023), el prolijo ensayo que el historiador Antonio
Orihuela ha dedicado a aquella al encuentro, durante poco más de dos
décadas, entre los jipis que trajo la apertura del régimen franquista al
turismo y el aliado estadounidense y el mundo del flamenco amateur, aquellos que decía Gonzalo García Pelayo que “un día descubrieron que eran lo mismo”.
En
su libro, Orihuela no se atreve tanto a contradecir al productor
musical y cineasta jerezano como a matizar aquella afirmación: “No es
que fueran lo mismo, pero había aspectos que los hermanaban, sobre todo a
los flamencos que encarnaban las convenciones de la vieja bohemia. Como
sus formas de vida, con un pie dentro y otro fuera del sistema
productivo, su desconfianza de los valores de la clase media, sus formas
culturales consumidas y producidas en comunidad y complicidad, a menudo
fuera de foco, que desdibujaban las fronteras entre arte y vida hasta
resultar intercambiables…”.
La historia que quiere contar 100 hogueras
arranca cronológicamente con la llegada de las bases norteamericanas,
en 1953, los Pactos de Madrid que daban legitimidad internacional al
régimen de Franco por la vía de aceptar la presencia militar
estadounidense en plena Guerra Fría. En esos años 50 empezarán a llegar
los primeros turistas, que provocarán una progresiva apertura, al menos
en la forma y de puertas hacia fuera, de la mano dictatorial. Y provoca
que en Morón de la Frontera, a la sombra de una de esas bases, se
encuentren dos hombres: el guitarrista Diego del Gastor y el estudioso
norteamericano Don Pohren, entonces recién llegado a España.
Pohren
aterriza primero en Madrid, como estudiante de Filosofía y Letras, y
luego se traslada a Sevilla en 1956. Va en busca del flamenco, que había
descubierto en México de la mano de Carmen Amaya, y acaba
persiguiéndolo por los pueblos de la provincia. En el festival del
Potaje Gitano de Utrera de 1960 conoce a Del Gastor y desde entonces no
cejará hasta conseguir su sueño: el cortijo Espartero, situado en Morón,
una mezcla de centro de flamencología y lugar de juerga constante, que
Orihuela describe como pantagruélicas, que se convierte en foco de
atención para los popes de la contracultura de su país. Un proyecto que,
en parte, financió trabajando como contable civil para la base aérea y
que se convirtió en epicentro de migración tanto flamenca como jipi.
“La
finca Espartero era una especie de universidad de verano donde vivir la
experiencia del flamenco de primera mano, y así lo publicitaba en los
Estados Unidos”, explica el autor. “Pero su efecto llamada tuvo
consecuencias imprevisibles: Morón fue incluido en las guías y artículos
de viajes de las revistas underground europeas y norteamericanas como parada obligada en el tour low cost
del mundillo jipi”. Llegaron buscando a Diego del Gastor y los suyos no
para aprender música, “sino para asistir a alguno de aquellos rituales
flamencos de los que habían oído hablar, en los que el guitarrista de
Morón fue elevado a una especie de gurú, y constatar hasta qué punto su
corte gitana coincidía con lo que describía Lorca en su Romancero Gitano o en su Poema del Cante Jondo”.
Antonio
Orihuela, historiador, escritor, ensayista y poeta, nació en Moguer en
1965. Desde allí organiza el encuentro poético anual Voces del Extremo, y
allí también ha desarrollado la mayor parte de su carrera. En la misma
editorial Piedra Papel con la que ahora publica 100 hogueras ya apareció en 2020 El refugio más breve. Contracultura y cultura de masas en España (1962-1982).
Y señala también cómo la contracultura andaluza tuvo sus diferencias
con la que se produjo en otras partes de España, como la más urbana de
Madrid o Barcelona. Sus protagonistas no eran hijos de la burguesía
acomodada, sino obreros o trabajadores del campo, cuando no puro lumpen.
“Contracultura” es el término que acuñó Theodore Roszak en 1968, que
abarcaba aquellas prácticas políticas y culturales transformadoras que
se estaban dando entre los jóvenes, y que constituían una impugnación
del modelo de sociedad capitalista y consumista, y sus mecanismos de
opresión y violencia, entre ellos la cultura. “En Andalucía, estos
modelos contraculturales se irán fraguando durante los años 60 y 70, a
medida que el país se introduce en la sociedad de consumo, y la cultura
urbana desplaza los valores del mundo rural preindustrial”, explica
Orihuela. “Lo característico es que esa contracultura andaluza, más allá
de lo que hoy reconocemos como sus artefactos, bebía de muchas
prácticas de resistencia al poder y la autoridad que ya existían antes
de que los jipis descubrieran la vida en común, el apoyo mutuo, la
autarquía, el compartir, las relaciones horizontales, el antidogmatismo,
la valoración del mundo natural, el gusto por el contacto físico, la
fiesta, la calle o el cante. Todo este magma libertario, mucho más
intangible, ya estaba aquí como una manera de ser, estar y vivir, y
atraviesa toda la historia contemporánea de las clases subalternas
andaluzas”.
Los jipis andaluces, en su inmensa mayoría, “eran
gente sin recursos y sin apoyos de ningún tipo”, que se hicieron jipis
“en un proceso más o menos consciente de adopción de las nuevas formas
culturales que llegaban de fuera” para luego adaptarlas a su propia
idiosincrasia, “dentro de los márgenes que permitía la experiencia de la
vida cotidiana en la dictadura, entrando en conflicto con la normalidad
instituida, cuando no rozando la mera ilegalidad”.
Orihuela los
desmitifica en lo posible: “Eran jóvenes precarios, muy entusiastas,
pero que hacían lo que podían con los medios a su alcance. No eran muy
numerosos, pero sí fácilmente reconocibles. Entrados los años 70 no hubo
pueblo que no tuviera su pequeña representación de melenudos que
hacían lo que podían por reafirmar su identidad, fundamentalmente
agrupándose en torno a un proyecto teatral, una banda de rock, un
fanzine o un espacio comunitario”.
Son hechos históricos, o arqueología cultural, que pelean contra la
mencionada romantización. Con matices, Orihuela compara a los jipis con
los hispanistas que recorrieron España en el siglo XIX de resaca de las
Guerra Napoleónicas y en medio de otra tiranía que la mantenía alejada
de Europa, la de Fernando VII. Pero insiste en separar esa contracultura
y ese flamenco subterráneo de la expresión política. “El antifranquismo
militante, fundamentalmente organizado en torno al PCE, vivió de
espaldas a la contracultura. Su objetivo era derrocar el franquismo y
tomar el poder. Veían la contracultura como otro agente más al servicio
del imperialismo yanqui”, explica.
Los jipis flamencos de aquella
Andalucía, “lejos querer tomar el poder o tener un programa político
sólido que confrontar con el régimen, se dedicaron a vivir entre las
grietas del tardofranquismo. No tenían nada que ver con él, aunque
estuviera ahí y de vez en cuando les hiciera correr por las calles o
intentara coartar la libertad que ellos se habían otorgado por su cuenta
y riesgo. Lo sufrían, pero no vivían bajo su influencia, ellos ya eran
demócratas y libres en su fuero interno, y como tales se comportaban”.
Finalmente,
el otro mito romántico que intenta desmontar es de un flamenco
subterráneo que se enfrentaba al oficial. “Fueron muchos los que se
lanzaron a la busca del artista que solo concebían químicamente puro,
como el carismático Diego del Gastor, que encajaba perfectamente en el
retrato del estereotipo del flamenco que buscaban los jipis extranjeros
como los autóctonos militantes del neo-jondismo”.
Eran
intelectuales que “concebían el flamenco como un arte ancestral,
absolutamente visceral y espontáneo, apenas conservado en espacios
marginales gracias a unos pocos artistas, primitivos y genuinos”. Ese
flamenco “no es que haya quedado fuera de la historia oficial, es que
conserva su potencia mítica, y eso aunque los resultados de todas esas
investigaciones fueron lamentables, pues ni el flamenco perdido que
recuperaron era significativo en cuanto a la cantidad de formas
halladas, ni en cuanto a la calidad de las mismas, ni los artistas
desconocidos eran tampoco numerosos, ni artistas siquiera, en la mayoría
de los casos. Que no es que huyeran de la profesionalización y
despreciaran la comercialización de su arte, sino todo lo contrario, la
buscaban para poder vivir y profesionalizarse”.
De aquellos años
de experimento quedó “la experiencia reflejada en el espejo del tiempo.
La industria absorbió lo que consideró que se podía convertir en
dinero”. Fue “un proceso lento, que arranca a comienzo de los años 60 y
dura hasta hoy”. Pero, para Orihuela, “eso no significa que el flamenco
haya renunciado a transitar por las prácticas contraculturales”. Si una
conclusión extrae de 100 hogueras, después de enfrentarse a
tantas reclamaciones de pureza, es que “paradójicamente, el flamenco
seguirá asegurándose su inmortalidad gracias a su capacidad de
corromperse”.
Jose A. Cano
https://www.elsaltodiario.com