En la actualidad, resulta trivial decir que la civilización industrial no tiene futuro y que trata de prolongar el último ciclo de prosperidad ya concluido, y por consiguiente, la sumisión de la población al modo de vida industrial, con alarmas catastrofistas y huidas hacia adelante propiciadas por las innovaciones digitales. El crecimiento a cualquier precio hace tiempo que entró en contradicción irresoluble con el modo capitalista de producción y nadie cree que la tecnología aporte soluciones duraderas. El previsible agotamiento de los recursos, la explosión demográfica, la pérdida de fertilidad de los suelos, la contaminación, la urbanización galopante, la deforestación, la multiplicación de deshechos, la crisis energética y las alteraciones climáticas son evidencias del camino cuesta abajo emprendido por el capitalismo en su actual fase “verde”. Lejos de aminorarla, la alta tecnología acentúa la velocidad del descenso. La carrera por la acumulación junto con las formas de vida industrial que esta impone no solamente chocan con barreras económicas y sociales, sino con los límites que impone la naturaleza. El Capital actúa ya como fuerza geológica y perturba las condiciones que permiten la vida en la Tierra. Si bien el progresivo empobrecimiento y precarización de la población asalariada, junto con la marginación y exclusión de sectores excedentarios, son inevitables en tal proceso acumulativo, las consecuencias del extractivismo desbocado al que son sometidos los territorios ofrecen un panorama aún más desolador. El metabolismo de la sociedad capitalista con la naturaleza amenaza directamente la supervivencia de la especie humana. Por eso las clases dirigentes han cambiado la ideología del progreso, primero, por la del desarrollo “sostenible” y, últimamente, por el concepto de “antropoceno” y la ideología del colapso. Sin abandonar el culto elitista de la tecnociencia, de puertas afuera el discurso de la dominación se vuelve ecologista, ya que la fuente principal de la acumulación en la susodicha fase verde es la sobreexplotación del territorio.
En un futuro de penurias y catástrofes, el capitalismo será ecologista o no será. Desde el punto de vista de los dirigentes, la ecología es la ciencia que estudia el camuflaje de la explotación de la naturaleza con fines económicos, algo cercano al ambientalismo. De ahí derivan los departamentos de medio ambiente de las grandes empresas y las “políticas territoriales” a implementar por el Estado y la administración regional, orientadas hacia la gestión de las secuelas extractivistas y a lo que llaman “transición enérgética”, es decir, principalmente, la realización masiva de megaproyectos de renovables industriales destinados a garantizar el alto consumo energético característico de esta civilización. Los científicos especializados y los asesores en ecosistemas desempeñan en dichas políticas un papel central. Su función radicaría en la creación de las condiciones óptimas para el negocio extractivista y el encubrimiento del desequilibrio flagrante que este provoca entre sociedad y naturaleza. El sistema necesita mecanismos que regulen sus excesos y no perjudiquen a los beneficiarios de planes desarrollistas. Ese es el papel que se atribuye un cierto “movimiento ecologista” que intenta actuar como grupo de presión, una especie de sindicato de consumidores de aire puro, agua limpia, comida sana y espacios verdes. Resulta beneficioso para un capitalismo que sin esa mediación podría habérselas con la radicalización de las protestas “ciudadanas.” La tarea del ecologismo integrado consiste en crear válvulas de seguridad, organismos “transversales”, participativos, negociadores o meramente consultivos, y a ser posible, remunerados.
La posición del “movimiento ecologista” arriba aludido se columpia entre el identitarismo posmoderno y el ciudadanismo de izquierda, sin dejar de lado concepciones místicas (cultos naturalistas de todo tipo), primitivistas (vuelta al Paleolítico, anticivilizacionismo, salvajismo) y antihumanistas (animalismo, ecología “profunda”.) En las luchas contra los efectos nocivos de una civilización industrial que se va sumergiendo en las inmundicias que produce, dicho movimiento no persigue una toma de conciencia radical de las víctimas rebeldes a través de la ecología, sino un diálogo con sus instituciones a cambio de la desactivación del conflicto territorial. Busca convencer a los dirigentes de una gestión menos agresiva del entorno, no combatirlos. Da por sentada la dimisión de los individuos ante problemas que los superan, y lejos de intentar darle la vuelta, la refuerza mediante el recurso al miedo infantilizador que lleva a confiar en una autoridad exterior supuestamente remediadora. El colapsismo es eso. El reformismo decrecentista también. Pero la crisis ecológica -el desajuste entre lo que la espirituidad llama el “Hombre” y la “Naturaleza”- es también económica y social, depende del modo industrial de producir, cultivar, comerciar y consumir, del estilo de vida al que obliga. No se arregla con leyes restrictivas, sobretasas al turismo, capturas de CO2, estímulos a la electrificación o disposiciones punitivas por parte de un ministerio del medio ambiente. El gran enemigo son el Capital y el Estado, su implacable desarrollismo, su hambre de poder y plusvalías, no el afán depredador de unos cuantos empresarios, la falta de civismo, el descontrol natalicio de los países terceros, la rezonificación o la derecha política. Plantear la crisis como un fruto de la fatalidad, de la mala planificación o del abuso, venalidad e inconsciencia de unos cuantos aprovechados, obliga a buscar su solución entre los verdaderos responsables, el mercado capitalista y sus distintas coberturas gubernativas. El problema es de clase. La crisis nunca afectará a todos en la misma proporción: por mucho que suba el precio de la energía, del agua, de los alimentos, etc., siempre habrá para quienes puedan pagarlo.
Después de estas reflexiones quedará claro que no somos ecologistas. Somos individuos conscientes de la crisis ecológico-social y pensamos que su superación no pasa por ministerios de transición ecológica ni pactos verdes nuevos, sino por la abolición del sistema jerárquico-tecno-productivista. Por la supresión del Mercado. Por otro modelo de producir y alimentarse. Solo así podrán desarrollarse una sensibilidad y racionalidad nuevas, que impidan el retorno del orden industrial. Priorizamos la reconstrucción de la comunidad en la resistencia a la industrialización. No tratamos de superponer mecánicamente la teoría ecológica con la lucha de clases, y menos, de asociar la cuestión ambiental con la social en favor de un reformismo político “ecosocialista” o decrecentista, o en pro de un partido verde cualquiera repleto de “realismo político”. Somos antidesarrollistas radicales más que ecologistas. Anticapitalistas. Valoramos la aportación de la crítica ecológica como la exigencia de descentralización, de reajuste con la naturaleza, de límites a la urbanización, de prohibición de contaminantes, de defensa de la tierra, de soberanía alimentaria, de técnica convivencial, de reciclaje, etc., pero no tratamos de encajarla en la política convencional, puesto que para traducirla en medidas efectivas haría falta salir del ordenamiento burgués y realizar un cambio social y económico cualitativo que podría considerarse revolucionario, algo que no figura en el imaginario ecologista. Valoramos más la visión biocéntrica de las comunidades indígenas americanas, los métodos tradicionales de cultivo y gestión territorial del casi extinto campesinado, las ideas de restitución, restauración y justicia social de la revuelta ludita, el instinto saboteador y creativo del antiguo sindicalismo, y, en definitiva, la voluntad de autogobierno y autoemancipación de los pueblos sojuzgados como el mapuche, el bereber y el kurdo. Al desacreditarse la idea de progreso por volverse el futuro un tiempo más temido que deseado, las sociedades tradicionales en muchos aspectos se muestran más avanzadas que la arcaica civilización industrial contemporánea.
Somos algo así como nuevos luditas que se levantan contra el futuro que les tiene reservado la economía global y el mito de la máquina, con la particularidad de que no nos queda un modo de vida que mantener, una cultura que preservar, unas reglas morales con las que regirse o un poder de decisión que defender. La mercancía, y por consiguiente el dinero, gracias a la tecnología digital, en muy poco tiempo ha invadido el mundo hasta el punto de cambiar radicalmente la forma de vivir y relacionarse, redefinir el trabajo y el ocio, reformular las conductas y las normas, deteriorar seriamente el medio ambiente, y, en fin, modificar lo que entendemos por realidad. Con razón puede hablarse de catástrofe. Las máquinas digitales son el instrumento de un orden económico que viene de antes, pero renovado, contra las cuales no nos protege ninguna tradición. Ellas las han pulverizado todas. No nos rebelamos pues contra las máquinas que destruyen la comunidad laboriosa y sus costumbres, por la sencilla razón de que en la actualidad no existe comunidad alguna ni costumbre de ninguna clase; nos rebelamos contra la sociedad industrial informatizada para poder construir una comunidad que se consolide gracias a nuevos hábitos solidarios. Queremos liberarnos tanto de las viejas servidumbres del trabajo como de las nuevas que impone la economía por culpa de la digitalización. Escapar a unas relaciones basadas en la preponderancia del Capital y el Estado tecnológicamente asistidos que esclavizan las mentes, degradan la existencia y destruyen el planeta. Y por eso negamos firmemente la legitimidad del beneficio privado por encima de todo, de la jerarquía burocratizadora y la centralización política, de la búsqueda de rentabilidad como valor supremo o del principio de innovación científico-técnica cualesquiera que sean sus consecuencias. El crecimiento de la economía no ha de ser prioritario. Más bien lo contrario. Queremos recuperar la autonomía en la vida y la privacidad; deseamos abandonar no solo el status de asalariado, sino la condición de consumidores esclavos del espacio virtual. Luchamos contra ese salto cualitativo en la industrialización y el control social social que, al instrumentalizar la ecología y mediante los medios digitales, perpetúa las políticas desarrollistas y conduce la especie humana al precipicio. Nos sentimos oprimidos por aquella y buscamos la manera de liberarnos. La perspectiva luddita apunta al sabotaje.
Nos decantamos por declarar un estado de alarma más social que ecológico. Construir comunidad e impedir el normal funcionamiento del sistema son los dos aspectos entre los que ha de desenvolverse la dialéctica de la resistencia. No hace falta pronunciarnos por la violencia, puesto que la misma complejidad sistémica facilita su obstrucción sin necesidad de recurrir a métodos extremos. Es la ocasión para una forma de guerrilla incruenta. La informática -internet- ha sido la punta de lanza de la última revolución industrial .En menos de diez años ha trastornado los saberes, la enseñanza, las jerarquías, las finanzas, los mercados, las culturas, los empleos y la producción, incluida la de los residuos. Así hemos pasado de una economía productivista anclada en la industria nacional a una economía terciaria mundializada con predominio del capital financiero, que trata de superar sus grandes dificultades apelando a la reconversión “verde” y digital de la sociedad. El resultado, ya lo hemos dicho, ha sido una expansión incontenible de las metrópolis y las infraestructuras, un crecimiento sin par de los aparatos coercitivos y del control social, el rebasamiento de los límites biofísicos, la desigualdad generalizada, el hambre en regiones enteras y una atomización sin precedentes de la población que, desprovista de lazos colectivos de ningún tipo, queda absolutamente a merced de factores económicos, mediáticos y administrativos. Una población cuyas necesidades y deseos son constantemente manipulados para alimentar la demanda y fomentar la sumisión a los imperativos del poder. Nuestro objetivo final consiste en revertir la situación, lo que pasa por el desmantelamiento radical de la dominación capitalista. Se trata de construir un mundo sobre las ruinas del viejo, fundamentado en los valores comunitarios y prácticas de antaño, como la equidad, la reciprocidad, la autonomía, la honradez, el juego, la fiesta, el respeto de la naturaleza, el debate público y la toma colectiva de decisiones. Cualidades y experiencias enriquecidas con nuevas aportaciones y adaptadas a las condiciones presentes, o sea, actualizadas. No hay que volver al pasado, sino ir hacia otro futuro. El de la civilización industrial es inviable.
Miquel Amorós
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