Como es sabido, y si no ya lo explico yo, Hannad Arendt cubrió durante cuatro años (1961-1964), para The New Yorker, el juicio contra el criminal nazi Adolf Eichmann, uno de los responsables de la deportación y exterminio de infinidad de personas, que había sido secuestrado y encarcelado por el Estado de Israel. El libro resultante de aquello, Eichmann en Israel. Informe sobre la banalidad del mal, llevó a un considerable revuelo hasta el punto de que aquella valiente mujer fuera atacada, considerada enemiga de los judios (perteneciendo ella misma a dicha etnia, tiene bemoles) y etiquetada poco menos que de filonazi. Veamos qué quiso expresar esta importante filósofa con dicha obra y tratemos de encontrar una explicación, aunque sea estremecedora, para los muchos horrores que perviven bien entrado el siglo XXI. Arendt no encontró en Eichmann ninguna encarnación del mal con mayúsculas, sino un tipo mediocre, un burócrata incapaz de pensar que cumplía órdenes, y por lo tanto alguien que había acabado renunciando a su condición de ser humano. El concepto que desarrolló Arendt debería ser considerado hoy en día primordial para juzgar, no solo los sistemas totalitarios, también cualquier forma de dominación, entender cómo tanta gente se muestra igualmente incapaz de pensar y acaban convertidos en una suerte de discapacitados intelectuales que se dedican a repetir lo que dicen otros o, en el peor de los casos, a llevar a cabo acciones terribles.
Arednt dedicó gran parte de su obra a estudiar los sistema totalitarios en los que las personas corrientes se convierten en meros funcionarios en el peor sentido, en piezas de una maquinaria que se mueve externamente hasta el punto el punto de que no tienen opción para dejar de cooperar con el mecanismo, por muy terrible que sea. Y no pueden dejar de formar parte el engranaje, ya que es posible que consideren que es peor para el conjunto dejar de cooperar. De acuerdo, la explicación parece plausible para el totalitarismo, pero es posible que dicha lógica funcione igualmente en otros sistemas estatales, incluso en aquellos que se dicen legitimados por la voluntad popular. Recordaremos que Israel es una democracia, algo que hoy en día los inicuos palmeros de los crímenes cometidos diariamente en Gaza por el Estado israelí se afanan en repetir. ¿Tal vez el Estado democrático tienda también hacia una forma de totalitarismo y se acabe justificando toda atrocidad cometida en su nombre? Ahí lo dejo caer para, al menos, tratar de buscar alguna explicación ante tanta indiferencia hacia el mal. Arendt, además, diferenciaba entre la dictadura, donde los gobernantes llevaban a cabo crímenes de forma consciente, y los sistemas totalitarios, donde el horror no era percibido siempre como tal por las personas que lo llevaban a cabo.
Es posible que los sistemas totalitarios, tal y como los vivió Arendt en su tiempo, tiendan a extinguirse, pero seguimos formando parte de un engranaje perverso de una u otra manera. Me interesa especialmente, más necesaria que nunca en la actualidad ante la estupidez reinante, esa invitación hacia la reflexión profunda y la autocrítica, algo que debería llevarnos a no realizar determinadas acciones para no cooperar, ni convivir en la medida de lo posible, con el crimen. Lo sé, complicado dando el sistema político y económico que sufrimos y del que todos estamos impregnados, pero siempre se puede, recordando también al bueno de Albert Camus, pulir un poco nuestra conciencia, aunque eso suponga cuestionarnos a nosotros mismos, y decir no ante muchas de las injusticias imperantes. El pensamiento de Arendt, además, es de gran actualidad también en esta época, que algunos llaman posmoderna, al señalar ya en su momento que no existen reglas universales fiables a nivel moral, ya que eso podía conducir al terrible dogmatismo en nombre del que se siguen haciendo las mayores barbaridades, en hablar de cierto relativismo y en rechazar toda abstracción para insistir en la realidad concreta. Y es que es necesario salirse de todo orden establecido, abundar en el pensamiento para, sí, llegar a un juicio de valor sobre el mundo que sufrimos. Y lo dice un ácrata de tendencias nihilistas.
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