Astuto e interesado, el liberado sindical se separa del resto de la comunidad laboral y justifica sus prerrogativas mediante los servicios que alega prestar al resto de sus ex-compañeros. Sin embargo, no son los individuos concretos del mundo del trabajo los beneficiarios últimos de su práctica, sino el sistema socio-político general -que lo ha reclutado, erigiéndolo en una especie de para-funcionario, para que tramite toda demanda, atienda todo descontento, en la salvaguarda de las normas y los valores del Orden establecido. Cómodo en su papel, armado de cinismo, apoyándose de vez en cuando en una retórica destructiva que oculta su conformismo secreto, y presentándose como un hombre defraudado por los supuestos destinatarios de sus servicios, el liberado irá arraigando en la ética y en la estética de la pequeña burguesía, de la clase media acomodada, acogiendo insidiosamente los códigos de represión y reconducción del deseo que caracterizan a la subjetividad funcionaria. El “rito”, los “simbolos dominantes” no menos que los “instrumentales”, le sirven para legitimar su papel y contribuir a la cohesión del orden político-social. Siendo mucho lo que se espera de él, no es demasiado lo que se le exige: un conocimiento del medio, una permanente exploración del estado de la comunidad laboral, un ejercicio cotidiano del análisis psico-sociológico e institucional...
Doctor-brujo, curandero, advino, neo-Ihembi, el liberado sindical de nuestro tiempo es simplemente un arribista, un hedonista, que ha fundido su causa personal con la causa del Estado y mantiene a la comunidad laboral en la engañifa de que existe para servirla. Individuo particularmente cínico, mentiroso profesional, agente del orden real y del desorden aparente, policía soterrado de la subjetividad, no se merece más respeto que el que hoy profesamos a aquellos kapos de los campos de concentración alemanes, ratas astutas procurando vivir mejor que el resto de sus compañeros de presidio.
Pedro García Olivo
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