Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

domingo, marzo 29

El vuelo de la patente divina

Hoja repartida, sin el título ni la firma, en la presentación del libro 1968: El año sublime de la Acracia, editado por Muturreko burutazioak, versando sobre los “ácratas” y el movimiento estudiantil antifranquista, en la librería Bakakai de Granada, el 15 de enero de 2015, acto que contó con la presencia del autor, Miguel Amorós, y con uno de los protagonistas, Antonio Pérez. La hoja explica por vez primera las circunstancias y motivaciones de uno de los hechos capitales de ese año.

La defenestración del Cristo 68 no fue causada por ningún motivo político. Tampoco fue un acto iconoclasta sino una defensa del patrimonio histórico. Queríamos hacer saber al mundo que los crucifijos actuales son todos absolutamente falsos y esto no sólo lo afirmamos los ateos sino que está demostrado por los propios documentos cristianos.

Según éstos, el matarile de esa invención que acabó convirtiéndose en la marca registrada “Jesús alias el Cristo”, no fue la cruz de los hodiernos crucifijos industriales sino una cruz immissa o capitata –latina y también protuberante sobre las demás del Gólgota–, que contaba con un sedilus excessus o equuleus –tablón para sentarse– concebido para retrasar que el peso del supliciado desgarrara enseguida las manos claveteadas. A cambio de esta apoyatura, no tenía suppedaneum o tarugo para apoyar los pies, un adorno inventado en el siglo VI por san Gregorio de Tours. Además, autoridades como Plauto, Lactancio, Séneca, Tertuliano y Justus Lipsius son unánimes en que fueron utilizados cuatros clavos, no los tres con que hoy pretenden engañarnos.

En cuanto al icono cruceño en la forma que hoy nos inculcan está científicamente demostrado que comenzó a esbozarse en el siglo VIII y que adoptó una forma parecida a la actual en el siglo XIII. Por lo tanto, el crucifijo es un logo reciente y, desde luego, nada intrínseco al cristianismo. Veamos su evolución histórica.

Es fama popular que una de las primeras insignias o contraseñas utilizada por los cristianos fue un pez –en realidad, un delfín–. Sin embargo, es más cierto que, cuando todavía no estaba fijada la imagen corporativa, los primeros emblemas fueron el áncora y el tridente. Y es todavía más cierto que la primera presentación de la cruz cristiana fue la esvástica o cruz gamada como puede comprobarse sin salir de Roma –ver las catacumbas de santa Generosa y santa Domitila–. Pero la crux gammata revelaba escandalosamente el origen oriental y mesopotámico de la nueva empresa por lo que, llegada la hora de la transnacionalización, la gamada fue sustituida poco a poco por otras cifras parecidas: la cruz decussata, la de san Andrés, la comissa, la griega y también la ansata o egipcia. A pesar del escamoteo de sus propios orígenes que ordenaron los ejecutivos cristianos, el uso de la cruz gamada era tan popular que se mantuvo durante siglos –ver en el museo de Manheim la lápida de Hugdulfus, del siglo VIII–.

La actual cruz latina empieza a llamar la atención de sus agentes comerciales en el siglo III y es Clemente de Alejandría el primero que la entiende como tou Kyriakou semeiou typon o símbolo del señor. Un siglo después, es mencionada con cierta frecuencia pero sigue sin ser única… hasta el emperador Constantino y fusiona todas las cruces anteriores en un nuevo diseño, el “monograma constantiniano”, que ya es parecido a la cruz actual.

Pero entiéndase que aún no estamos hablando del crucifijo sino sólo de la cruz. La marca “Jesús crucificado” todavía se demorará en aparecer. Lo hará por primera vez –pero idealizada– en una miniatura del Codex Syriacus (año 586). La representación patibularia e hiperrealista que hoy conocemos comienza en unos mosaicos del siglo VIII con un Cristo vestido; el taparrabos le reemplazará poco después pero el crucificado todavía aparecerá vivo y sin sufrimientos hasta que, en el siglo XIII, se fijará definitivamente el logo tal y como nos alucina en la actualidad.

Conclusión: al defenestrar aquel ídolo posmoderno estábamos denunciando el fraude histórico que representa la ocultación de la primigenia cruz gamada. Simultáneamente, al pulverizar aquel móvil decorativo estábamos devolviendo a la Nada lo que siempre fue nada.
La intervención del fetiche de la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Madrid) fue realizada el día 20 de enero de 1968. La acción artística consistió en el descendimiento del crucifijo institucional que se encontraba colgado en una pared del aula 217 y su consecutiva expulsión a través de una ventana cuyo vidrio, al estallar, demostró que algunos entes sobrenaturales no pueden atravesar el cristal “sin romperlo ni mancharlo”. El objeto intervenido pesaba 2.347 gramos y estaba integrado por dos tablillas encoladas de viruta comprimida y un amuleto seudo-porno de latón, ambos componentes sin número de serie. Por el escaso peso del ente, no se alcanzó el necesario momentum de fuerza incumpliéndose así uno de los objetivos de la intervención –descalabrar a algún policía–. El gasto energético del lanzador fue de 666 calorías; el gasto empleado por el régimen franquista en las posteriores investigaciones policiales y ceremonias de desagravio, fue de 666 billones de calorías –combustibles fósiles sin incluir–. Por lo tanto, la intervención fue un éxito.
Un ácrata


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